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El Último Diario 1983 – 1984

Publicación: 19 noviembre, 2023 |

Hay un árbol junto al río, y hemos estado observándolo día tras día por algunas semanas, cuando el sol está a punto de asomarse. A medida que el sol se levanta lentamente sobre el horizonte, por encima de los árboles, este árbol particular se torna súbitamente de oro.

Todas las hojas se ven radiantes de vida, y cuando uno contempla ese árbol mientras las horas pasan —no importa el nombre del árbol, lo que importa es su belleza— una cualidad extraordinaria parece extenderse sobre toda la tierra, sobre el río. Y cuando el sol asciende un poco más, las hojas comienzan a aletear, a danzar. Y cada hora que pasa parece conferir a ese árbol una cualidad diferente. Antes de salir el sol se le ve melancólico, sosegado, muy distante y pleno de dignidad. Y al comenzar el día, las hojas cubiertas de luz danzan y le dan al árbol ese peculiar sentimiento que uno tiene de inmensa belleza. A mediodía su sombra se ha hecho más profunda, y uno puede sentarse ahí protegido del sol, sin sentirse jamás solo con el árbol como compañero. Mientras uno permanece ahí, existe una relación de profunda y perdurable seguridad y una libertad que únicamente los árboles pueden conocer.

Hacia el anochecer, cuando el cielo occidental se ilumina con el sol poniente, el árbol se vuelve poco a poco sombrío, oscuro, y se cierra sobre sí mismo. El cielo se ha vuelto rojo, amarillo y verde, pero el árbol permanece quieto, oculto, y descansa durante la noche.

Si uno establece una relación con el árbol, entonces está relacionado con la humanidad. Uno es responsable, entonces, por ese árbol y por los árboles del mundo. Pero si uno no se relaciona con las cosas vivientes de esta tierra, puede perder toda relación con la humanidad, con los seres humanos. Nosotros nunca observamos profundamente la cualidad de un árbol; nunca lo tocamos realmente sintiendo su solidez, su áspera corteza, ni escuchamos el sonido que es parte del árbol. No el sonido del viento entre las hojas, ni el de la brisa que en la mañana agita el follaje, sino el sonido propio del árbol, el sonido del tronco y el silencioso sonido de las raíces. Uno tiene que ser extraordinariamente sensible para escuchar el sonido. Este sonido no es el ruido del mundo, ni el ruido del parloteo mental, ni el de la vulgaridad de las disputas humanas y del conflicto humano, sino el sonido como parte del universo.

Es extraño que tengamos tan poca relación con la naturaleza, con los insectos, con la rana saltarina, con el búho que ulula entre los cerros llamando a su pareja. Parece que nunca experimentamos sentimiento alguno por todas las cosas vivientes de la tierra. Si pudiéramos establecer una profunda y duradera relación con la naturaleza, jamás mataríamos un animal para satisfacer nuestro apetito, jamás haríamos daño a un mono, a un perro o a un conejillo de Indias practicando en ellos la vivisección para nuestro propio beneficio. Encontraríamos otros medios para curar nuestras heridas, nuestros cuerpos. Pero la curación de la mente es algo por completo distinto. Esa curación tiene lugar gradualmente si uno está con la naturaleza, con esa naranja en el árbol, con la brizna de hierba que empuja a través del cemento, con los cerros cubiertos, ocultos por las nubes.

Esto no es sentimentalismo ni imaginación romántica, sino la realidad de una relación con todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra. El hombre ha matado millones de ballenas y aún las sigue matando. Todo lo que obtenemos de esa matanza podríamos obtenerlo por otros medios. Pero al parecer el hombre gusta de matar cosas; mata al ciervo veloz, a la maravillosa gacela y al gran elefante. Nos gusta matarnos los unos a los otros. Este matar a otros seres humanos jamás ha cesado a lo largo de toda la historia de la vida del hombre sobre la tierra. Si pudiéramos —y tenemos que hacerlo— establecer una profunda y perdurable relación con la naturaleza, con los árboles reales, los arbustos, las flores, la hierba y las rápidas nubes, entonces jamás mataríamos a otro ser humano por ninguna razón. La guerra es el asesinato organizado, y aunque nos manifestemos contra una guerra en particular —la guerra nuclear o cualquier otro tipo de guerra— jamás nos hemos manifestado contra la guerra en sí. Jamás hemos dicho que matar a otro ser humano es el más grande pecado de la tierra.

Jiddu Krishnamurti
Viernes, 25 de febrero de 1983
Ojai, California

Editorial Cultura Vegana
www.culturavegana.com

FUENTES BIBLIOGRÁFICAS

1— jiddu-krishnamurti.net, «El Último Diario 1983 – 1984», Jiddu Krishnamurti, Viernes, 25 de febrero de 1983, Ojai, California. El Diario de Krishnamurti se publicó en 1982, y ha sido uno de sus libros más populares. Pero cuando quiso continuarlo, encontró que le cansaba el acto de escribir (tenia 87 años). Por lo tanto, se le sugirió que dictara a un grabador magnetofónico, idea que le atrajo.
Todos los dictados de este volumen, excepto uno, fueron registrados en su casa, la Cabaña de los Pinos en el Valle de Ojai, California. Dictaba en las mañanas, mientras aún se encontraba en la cama sin que le molestaran.
El lector se siente muy próximo a Krishnamurti en estos pasajes —por momentos casi parece hallarse dentro de su misma conciencia. La esencia de las enseñanzas se encuentra aquí, y las descripciones de la naturaleza con que comienza la mayoría de sus dictados, pueden servir para que muchos que le consideran tanto un poeta como un filósofo, sientan aquietarse todo el ser y se vuelvan intuitivamente receptivos a lo que sigue luego.
Extrañamente, el último pasaje, y tal vez el más bello, trata de la muerte. Es la última ocasión en que, ya para siempre, escucharemos a Krishnamurti hablándose a sí mismo. Dos años después, moría en el mismo dormitorio de la Cabaña de los Pinos.


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