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La cuestión de los Derechos Animales según Tom Regan

Última edición: 13 noviembre, 2020 | Publicación: 3 noviembre, 2020 |

Me considero a mí mismo un defensor de los Derechos Animales —una parte del movimiento por los Derechos Animales.

Tom Regan

Este movimiento, como yo lo concibo, se ha comprometido a una serie de objetivos, incluyendo:

    ● la abolición total de la utilización de animales en la ciencia.
    ● la disolución total de la ganadería comercial.
    ● la eliminación total de la caza y las capturas deportivas y comerciales.

Existen, lo sé, personas que profesan creer en los Derechos Animales pero que no reconocen estos objetivos. La ganadería industrial, dicen, está mal —viola los Derechos Animales— pero la ganadería tradicional es aceptable. Las pruebas de toxicidad de los cosméticos realizadas en animales violan sus derechos, pero la importante investigación médica —la investigación contra el cáncer, por ejemplo— no lo hace. El apaleo de bebés de foca es aborrecible, pero no así la captura de focas adultas. Solía pensar que entendía estos razonamientos. Pero ya no. No se cambian instituciones injustas sólo con retocarlas.

Lo que está mal —fundamentalmente mal— en la forma en que se trata a los animales¹ no son los detalles que varían en uno y otro caso. Es todo el sistema. La desolación del ternero es patética, desgarradora; el dolor palpitante del chimpancé con electrodos plantados en lo más profundo de su cerebro es repulsivo; la muerte lenta, tortuosa, del mapache atrapado en el cepo es angustiosa. Pero lo que está mal no es el dolor, no es el sufrimiento, no es la privación. Esto se combina con lo que está mal. A veces —a menudo— hacen que el mal sea mucho, mucho peor. Pero no son el mal fundamental.

El mal fundamental es el sistema que permite ver a los animales como nuestros recursos, como para nuestro uso —para ser comidos, o manipulados quirúrgicamente, o explotados deportiva o económicamente. Una vez que es aceptada esta manera de ver a los animales —como nuestros recursos— el resto es tan predecible como lamentable. ¿Por qué preocuparnos por su salud, su dolor, su muerte? Desde el momento en que los animales existen para nosotros, para beneficiarnos de una u otra forma, lo que a ellos les dañe no tiene verdadera importancia —o importa sólo si empieza a molestarnos, como cuando comernos nuestro escalope de ternera nos hace sentir incómodos, por ejemplo. Entonces sí, libremos al ternero de su confinamiento solitario, démosle más espacio, un poco de paja, algunos compañeros. Pero sigamos con nuestro escalope de ternera.

Pero un poco de paja, más espacio y algunos compañeros no eliminarán —ni siquiera rozarán— el error básico que sostiene la visión y el trato de estos animales como nuestros recursos. Un ternero muerto para ser comido después de vivir confinado es visto y tratado de esta manera: pero, aun con todo, hay otros que sugieren que esta situación es (como ellos la llaman) «más humanitaria». Corregir el error de nuestro trato a los animales de granja requiere algo más que métodos de cría «más humanitaria»; requiere la disolución total de la ganadería comercial.

«De mi lectura de Gandhi había aprendido cómo algunas personas en la India consideran que comer vaca es indescriptiblemente repulsivo. Me di cuenta de que sentía lo mismo por los perros y los gatos: nunca podría comerlos. ¿Eran las vacas tan diferentes de los gatos y los perros que había dos normas morales, una que se aplica a las vacas y otra que se aplica a los gatos y los perros? ¿Eran los cerdos tan diferentes? ¿Alguno de los animales que comí fue tan diferente?»

¿Cómo lo hacemos, cuándo lo hacemos o, como en el caso de los animales en la ciencia, cuándo y cómo podemos abolir su uso —estas son en gran medida cuestiones políticas? La gente debe cambiar sus creencias antes de cambiar sus hábitos. Suficientes personas, en especial aquellas elegidas para cargos públicos, deben creer en el cambio —deben desearlo— antes de que tengamos leyes que protejan los derechos de los animales. Se trata de un proceso de cambio muy complicado, muy exigente, muy agotador, llamado al esfuerzo de muchas manos en educación, publicidad, organización política y activismo, incluyendo lamer sobres y sellos. Como filósofo entrenado y aplicado, me gusta pensar que el tipo de contribución que puedo ofrecer, aunque limitado, es importante. La moneda de la filosofía son las ideas —su significado y fundamento racional— no los engranajes del proceso legislativo, por decir algo, o la mecánica de la organización comunitaria. Eso es lo que he venido explorando a lo largo de los últimos diez años más o menos en mis ensayos y charlas y, más recientemente, en mi libro The Case of Animal Rights, La Cuestión de los Derechos Animales². Creo que las principales conclusiones a las que llegué en el libro son correctas, puesto que están sostenidas por el peso de los mejores argumentos. Creo que la idea de los Derechos Animales tiene de su lado la razón, y no sólo la emoción.

Con el espacio de que dispongo aquí sólo puedo esbozar, como un bosquejo muy elemental, algunas de las características principales del libro. Los temas principales —y no deberíamos sorprendernos por ello— implican preguntar y responder cuestiones morales profundas, fundamentales, acerca de lo qué es la moral, cómo debe ser entendida, y cuál es la mejor de las teorías, con todo ello tenido en consideración. Espero poder transmitir la forma en que yo contemplo algunos de los requerimientos necesarios para una teoría así. El intento será (para usar el término que un crítico amigo empleó para describir mi trabajo) cerebral, tal vez demasiado cerebral. Pero esto resulta engañoso. Mis sentimientos acerca de cómo son tratados los animales a veces son tan profundos y fuertes como los de mis más volátiles compatriotas. Los filósofos también tienen (por usar una jerga actual) un hemisferio derecho en sus cerebros. Si podemos (o sobre todo debemos) contribuir con nuestro hemisferio izquierdo, es porque nuestros talentos residen ahí.

¿Cómo proceder? Empecemos por preguntar cuál es el estatus moral que otorgan a los animales aquellos pensadores que niegan que los animales tengan derechos. Después, pondremos a prueba el valor de sus ideas al contemplar en qué forma responden a la presión de una crítica justa. Si comenzamos nuestro análisis de esta manera, pronto nos encontraremos con que algunas personas no creen que tengamos deberes directos hacia los animales, que no les debemos nada, que nada de lo que podamos hacer con ellos está mal. Más bien, hay cosas incorrectas que puedan involucrar a los animales, de manera que tenemos deberes relacionados con ellos, pero ninguno hacia ellos. A estas teorías podríamos llamarlas las teorías de los deberes indirectos. A modo ilustrativo: supón que tu vecino le da una patada a tu perro. Tu vecino ha hecho algo malo. Pero no hacia tu perro. El mal que ha cometido es un mal hacia ti. Después de todo, está mal molestar a la gente, y las patadas que tu vecino le ha dado a tu perro te molestan. Así que el perjudicado eres tú, no tu perro. O dicho de otra manera: al patear a tu perro tu vecino ha dañado tu propiedad. Y puesto que está mal dañar la propiedad de otra persona, tu vecino ha hecho algo malo —hacia ti, por supuesto, no hacia tu perro. Tu vecino no ha sido más injusto con tu perro de lo que hubiera sido con tu coche si le hubiese roto el parabrisas. Los deberes de tu vecino que afectan a tu perro son deberes indirectos hacia ti. De forma más general, todos nuestros deberes hacia los animales son deberes indirectos hacia nosotros mismos —hacia la humanidad.

¿Cómo podría justificarse esta opinión? Alguien podría decir que tu perro no siente nada y que por eso no se ve perjudicado por la patada de tu vecino, que no le preocupa el dolor porque no lo siente, que es tan inconsciente como lo es tu parabrisas. Alguien podría decir esto, pero ninguna persona racional lo hará, ya que, entre otras consideraciones, este punto de vista se verá comprometido en caso de que alguien sostenga la opinión de que los humanos tampoco sienten dolor —que los humanos tampoco se preocupan por lo que les sucede. Una segunda posibilidad es que aunque tanto los humanos como tu perro son dañados por la patada, sólo el dolor humano importa. Pero, de nuevo, ninguna persona racional puede creer tal cosa. El dolor es el dolor dondequiera que se dé. Si lo que tu vecino ha hecho que te cause dolor está mal porque te causa dolor, no podemos ignorar o despreciar racionalmente la relevancia moral del dolor que siente tu perro.

«Nunca me habría convertido en un defensor de los derechos de los animales si no hubiera sido primero un defensor de los derechos humanos, especialmente para aquellos humanos (los muy jóvenes y los muy viejos, por ejemplo) que carecen de la comprensión o el poder para hacer valer sus derechos por sí mismos.»

Los filósofos que sostienen la teoría de los deberes indirectos —y hay muchos que todavía lo hacen— entienden que deben evitar los dos defectos que acabamos de señalar: es decir, tanto la opinión de que los animales no sienten nada, como la idea de que sólo el dolor humano puede tener relevancia moral. Entre estos pensadores la teoría favorecida ahora es una u otra forma de lo que se llama contractualismo.

Esta es, en su forma más cruda, la idea esencial: la moralidad consiste en un conjunto de normas que las personas se comprometen a respetar de manera voluntaria, al estilo de lo que hacemos cuando firmamos un contrato (de ahí el nombre contractualismo). Quienes entienden y aceptan los términos del contrato gozan de un amparo directo; tienen derechos creados y reconocidos por, y protegidos en, el contrato. Y estos contratantes también pueden tener protección específica para otros que, a pesar de carecer de la capacidad de entender la moral y no poder, por tanto, firmar el contrato ellos mismos, son queridos o apreciados por los que sí pueden hacerlo. De este modo, los niños pequeños, por ejemplo, no pueden firmar contratos y carecen de derechos. Pero, no obstante, están protegidos por contrato en virtud de los intereses sentimentales de otros, sobre todo de sus padres. Así pues, tenemos deberes que afectan a los niños, deberes respecto a ellos, pero no deberes para con ellos. Nuestras obligaciones en su caso son obligaciones indirectas hacia otros seres humanos, por lo general sus padres.

En cuanto a los animales, puesto que no pueden entender los contratos, es obvio que tampoco pueden firmarlos; y puesto que no pueden firmarlos, no poseen derechos. Sin embargo, al igual que con los niños, algunos animales representan el objeto sentimental de otros. Tú, por ejemplo, quieres a tu perro o gato. Así que aquellos animales que cuenten con la preocupación de bastantes personas (los animales de compañía, las ballenas, los bebés de foca, las águilas calvas americanas), a pesar de que carecen de derechos en sí mismos, estarán protegidos por los intereses sentimentales de la gente. No tengo, por tanto, y de acuerdo con el contractualismo, ningún deber directo hacia tu perro o cualquier otro animal, ni siquiera el deber de no causarle dolor o sufrimiento; mi deber de no hacerle daño es un deber que tengo para con aquellas personas a las que les preocupa lo que le sucede. En cuanto a otros animales, allá donde el interés sentimental tenga poca o ninguna presencia —como en el caso de los animales de granja, por ejemplo, o las ratas de laboratorio— los deberes que tenemos se van debilitando cada vez más, tal vez hasta desaparecer. El dolor y la muerte que padecen, aunque real, no son injustos mientras no haya nadie que se preocupe por ellos.

El estatus moral de los animales para el contratualismo podría representar un punto de vista difícil de refutar si se tratase de un enfoque teórico que se adecuase al estatus moral de los seres humanos. Sin embargo, no cumple con este último aspecto, lo que hace que la adecuación en cuanto al primer caso, en cuanto a los animales, sea totalmente discutible. Consideremos lo siguiente: la moral, de acuerdo con la (cruda) postura del contratualismo que nos ocupa, se compone de reglas que la gente está de acuerdo en cumplir. ¿Qué gente? Pues bien, la suficiente como para que se cree una diferencia —es decir, el colectivo suficiente como para tener el poder de hacer cumplir las normas trazadas en el contrato. Eso está muy bien para los firmantes, pero no tan bien para cualquiera al que no se le haya pedido su firma. Y no existe nada en el contractualismo del que estamos hablando que garantice o exija que todo el mundo contará con la oportunidad de participar por igual en la elaboración de las normas morales. El resultado es que este enfoque ético podría permitir las formas más flagrantes de injusticia social, económica, moral y política, que van desde un sistema represivo de castas hasta una discriminación sexual o racial sistemática. Todo ello, de acuerdo con esta teoría, podría ser aceptable. ¿Que aquellos que son víctimas de una injusticia seguirán sufriéndola como lo están haciendo? No importa, siempre y cuando a nadie más —a ningún contratante, o a muy pocos de ellos— les preocupe. Esta teoría deja sin voz moral a los menos… como si, por ejemplo, no hubiera habido nada de malo en el apartheid de Sudáfrica en caso de que sólo algunos pocos sudafricanos blancos se hubieran sentido molestos con ello. Una teoría tan poco aconsejable a nivel ético respecto al trato a nuestros semejantes humanos no puede ser más aconsejable en cuanto a la ética que debe regir el trato a nuestros semejantes animales.

La versión del contractualismo examinada es, como ya he señalado, una variedad cruda, y para ser justos con la persuasión de algunos contractualistas se debe destacar que son posibles algunas variedades más refinadas, sutiles e ingeniosas. Por ejemplo, John Rawls, en su libro Teoría de la Justicia, establece una versión del contractualismo que obliga a los contratantes a ignorar las características accidentales de un ser humano —por ejemplo, si es blanco o negro, hombre o mujer, genial o de intelecto modesto. Sólo ignorando tales características, piensa Rawls, podemos asegurar que los principios de justicia que acuerden los contratantes no estén basados en parcialidades y prejuicios. A pesar de que una visión como la de Rawls representa una mejoría respecto a la formas más crudas del contractualismo, sigue siendo deficiente: niega de forma sistemática que tengamos deberes directos hacia aquellos seres humanos que no posean sentido de la justicia —niños pequeños, por ejemplo, y muchos humanos con retraso mental. Y, sin embargo, parece razonablemente seguro que si torturásemos a un niño pequeño o un anciano con retraso, le haríamos algo malo a él, y no algo que sólo estaría mal si (y sólo si) molestase a otros humanos con sentido de la justicia. Y desde el momento en que esto es cierto en el caso de dichos seres humanos, no podemos negar racionalmente que lo sea de igual forma en el caso de los animales.

«La gente como yo, la gente que cree en los derechos de los animales, siente lo mismo por las águilas y los elefantes, los cerdos y las marsopas, como la mayoría de la gente siente por los gatos y los perros. No me malinterpretes. Los defensores de los derechos de los animales (ARA, por sus siglas en inglés) no quieren que los cerdos duerman en nuestras camas o que los elefantes viajen en nuestros automóviles. No queremos convertir a estos animales en «mascotas». Lo que queremos es algo más simple: solo queremos que la gente deje de hacerles cosas terribles.»

Luego las posturas que defienden los deberes indirectos, incluso con mejoras, fallan a la hora de buscar nuestra aprobación racional. Cualquiera que sea la teoría ética, debemos poder aceptarla de forma racional, de manera que deberá reconocer que tenemos algunos deberes directos hacia los animales de igual forma que tenemos algunos deberes directos con los otros. Intentaré que las siguientes dos teorías que voy a esbozar cumplan con este requisito.

A la primera la llamo la teoría de la crueldad-amabilidad. En pocas palabras, esta teoría dice que tenemos el deber inmediato de ser amables con los animales y un deber directo de no ser crueles con ellos. Pese al familiar y tranquilizador halo de estas ideas, no creo que estos enfoques ofrezcan una adecuada teoría. Para aclarar esto, consideremos la amabilidad. Una persona amable actúa desde cierto tipo de motivación —la compasión o la preocupación, por ejemplo. Y esto es una virtud. Pero no existe ninguna garantía de que un acto amable sea necesariamente un acto correcto. Si soy un racista generoso, por ejemplo, me veré inclinado a actuar con amabilidad hacia los miembros de mi propia raza, favoreciendo sus intereses por encima de los intereses de los demás. Mi amabilidad seria sincera y, en cierta forma, positiva. Pero creo que es tan obvio que este tipo de actos no están exentos de reprobación moral que sobran los argumentos —pueden, he hecho, ser positivamente incorrectos por estar enraizados en la injusticia. Así que la amabilidad, a pesar de su estatus de virtud alentadora, no soporta el peso de una teoría de acción correcta.

El aspecto de la crueldad no es mejor. La gente o sus actos son crueles cuando muestran falta de simpatía o, aún peor, sienten placer ante el sufrimiento ajeno. La crueldad es un mal en todas sus formas, un defecto humano trágico. Pero así como una persona motivada por la amabilidad no tiene garantías de que él o ella esté actuando de modo correcto, la ausencia de crueldad no garantiza que él o ella no esté actuando de modo incorrecto. Muchas de las personas que practican el aborto, por ejemplo, no son personas crueles o sádicas. Pero este hecho por sí sólo no resuelve la muy difícil cuestión de la moralidad del aborto. El caso no es diferente cuando examinamos la ética de nuestro trato a los animales. Así que, sí, seamos amables y contrarios a la crueldad. Pero no debemos suponer que hacer lo uno y rechazar lo otro va a resolver las preguntas sobre el bien y el mal moral.

Algunos piensa que la teoría que estamos buscando sería el utilitarismo. El utilitarismo acepta dos principios morales. El primero es el de igualdad: los intereses de todos cuentan, e intereses semejantes deben contar con semejante peso y consideración. Blanco o negro, americano o iraní, humano o animal —el dolor o la frustración de todo el mundo cuenta, y cuenta tanto como el dolor y la frustración de cualquiera. El segundo principio que acepta un utilitarista es el de la utilidad: hacer aquello que proporcione el mejor equilibrio entre la satisfacción y la frustración de todos los afectados por las consecuencias.

Como utilitarista, entonces, así es como debería llevar a cabo la tarea de decidir cómo debo actuar moralmente: tengo que preguntar a los afectados si debo escoger entre hacer una cosa o hacer otra, cuánto se verá afectado cada individuo, y dónde es más probable que se den los mejores resultados —qué opción, en otras palabras, es la que posee la mayor probabilidad de brindar buenos resultados, el mejor equilibrio entre la satisfacción y la frustración. Esa opción, sea cual sea, es la que debo elegir. Ahí se encuentra mi deber moral.

«Los menos dotados no existen para servir los intereses de los más dotados. Los primeros no son meras cosas en comparación con los segundos, para ser utilizados como medios para los fines de los segundos. Desde el punto de vista moral, cada uno de nosotros es igual porque cada uno de nosotros es igualmente un alguien, no un algo, el sujeto de una vida, no una vida sin un sujeto.»

El gran atractivo del utilitarismo descansa en su igualitarismo sin concesiones: los intereses de todos cuentan y cuentan tanto como los intereses de todos los demás. Los tipos de discriminación odiosa que algunas formas de contractualismo pueden llegar a justificar —la discriminación basada en la raza o el sexo, por ejemplo— parecen en principio quedar anulados por el utilitarismo, como el especismo, la discriminación sistemática basada en la especie de cada uno.

La igualdad que encontramos en el utilitarismo, no obstante, no es del mismo tipo que tiene en mente un defensor de los Derechos Animales o Humanos. El utilitarismo no tiene espacio para los derechos morales igualitarios de los diferentes individuos porque no reserva ningún espacio para su valor o importancia inherente. Lo que tiene valor para el utilitarista es la satisfacción de intereses de un individuo, no el individuo a quien pertenecen dichos intereses. Un universo en el que tú puedas satisfacer tus deseos de agua, comida y calor es, en igualdad de condiciones, mejor que un universo en el que esos deseos se vean frustrados. Y lo mismo es cierto en el caso de un animal con deseos semejantes. Pero ni tú ni el animal tenéis ningún valor por derecho propio. Sólo vuestros sentimientos los tienen.

Aquí va una analogía para ayudar a aclarar este punto de vista filosófico: una copa contiene diferentes líquidos, a veces dulces, a veces amargos, a veces una mezcla de los dos. El valor lo tienen los líquidos: cuanto más dulce, mejor; cuanto más amargo, peor. La copa, el recipiente, no tiene ningún valor. Es lo que hay dentro, y no lo que hay fuera, lo que tiene valor. Para el utilitarista, tú y yo somos como la copa; no tenemos valor como individuos y, por lo tanto, tampoco valor igualitario. Lo que tiene valor es lo que hay en nosotros, aquello para lo que servimos de recipiente; nuestros sentimientos de satisfacción tienen un valor positivo, nuestros sentimientos de frustración tienen un valor negativo.

Surgen problemas serios para el utilitarismo cuando recordamos que nos impone servir a las mejores consecuencias. ¿Qué significa esto? No significa las mejores consecuencias para mí, o para mi familia y amigos, o para cualquier otra persona tomada de forma individual. No, lo que debemos hacer es, más o menos, lo siguiente: debemos sumar (¡como sea!) las satisfacciones y frustraciones separadas de todos aquellos que podrían verse afectados por nuestra elección, las satisfacciones en una columna, las frustraciones en otra. Debemos sumar cada columna para cada una de las opciones de que disponemos. Esto es lo quiere decirse cuando se habla de que la teoría es agregativa. Y entonces tenemos que elegir aquella opción que muestre más probabilidades de ofrecer un mejor balance entre las satisfacciones y las frustraciones totales. Cualquiera que sea el acto que dé lugar a ese resultado es el que estaremos moralmente obligados a llevar a cabo —es ahí donde se encuentra nuestro deber moral. Y está bastante claro que ese acto no puede ser el mismo que daría los mejores resultados para mí en los personal, o para mi familia o amigos, o para un animal de laboratorio. Las mejores consecuencias agregadas para todos los concernientes no son por fuerza las mejores consecuencias para cada individuo.

Que el utilitarismo sea una teoría agregativa —se suman las satisfacciones y frustraciones de los diferentes individuos, o se juntan, o se totalizan— es la objeción clave en esta teoría. Mi tía Bea es vieja, inactiva, una persona irritable, amargada, aunque carente de enfermedades físicas. Ella prefiere seguir viviendo. Además es bastante rica. Yo podría hacer fortuna si pudiera echar mano a su dinero, dinero que en cualquier caso tiene intención de darme cuando muera, pero que se niega a darme ahora. Con el fin de evitar un buen bocado fiscal, tengo la intención de donar una considerable suma de mis ganancias a un hospital infantil local. Muchos, muchos niños se beneficiarán de mi generosidad, y traerá mucha alegría a sus padres, familias y amigos. Si no consigo el dinero enseguida, todas esas ambiciones se quedarán en nada. La oportunidad única-en-la-vida de cometer un auténtico asesinato se esfumará. ¿Por qué, entonces, no matar a mi tía Bea? Oh, podrían cogerme, por supuesto. Pero no soy ningún idiota y, además, podría contar con la colaboración de su médico (que tiene ojo para este tipo de inversiones y me he enterado de que arrastra un pasado muy turbio). La muerte se puede conseguir… de forma profesional, por así decirlo. La posibilidad de que me cojan es muy pequeña. Y en cuanto al sentimiento de culpa de mi conciencia, soy un tipo ingenioso que se reconfortará lo suficiente —tumbado en la playa de Acapulco— contemplando la alegría y salud que he traído a tantos otros. Supongamos que la tía Bea es asesinada y todo lo demás sale según lo previsto. ¿No habría hecho nada malo? ¿Nada inmoral? A uno le cabría pensar que sí. Al utilitarismo no. Desde el momento en que lo que he hecho ha provocado el mejor balance entre la satisfacción y la frustración de todos los afectados por el resultado, mi acción no sería incorrecta. De hecho, al matar a Bea, el médico y yo lo que habríamos hecho es cumplir con nuestro deber. Un fin bueno no justifica un medio malvado.

Este mismo tipo de argumento puede repetirse en todo tipo de casos, ilustrando, una y otra vez, que la posición del utilitarismo conduce a resultados que las personas imparciales encuentran moralmente deplorables. Matar a mi tía Bea en nombre de los mejores resultados para los demás es incorrecto. Cualquier teoría moral adecuada tendrá que ser capaz de explicar por qué esto es así. El utilitarismo falla a este respecto y por eso no puede ser la teoría que estamos buscando.

¿Qué hacer? ¿Desde dónde podríamos volver a arrancar? El lugar desde el que partir, a mi entender, es desde la opinión del utilitarismo en cuanto al valor del individuo —o mejor dicho, su falta de valor. En lugar de ello, supongamos considerarnos a ti y a mí, por ejemplo, como poseedores de un valor como individuos —al que llamaremos valor inherente. Decir que tenemos ese valor equivale a decir que somos algo más que, algo diferente de, meros recipientes. Por otro parte, para asegurar que no dejamos paso a injusticias tales como la esclavitud o la discriminación sexual, debemos creer que todos los que poseen valor inherente lo tienen por igual, al margen de su sexo, raza, religión, nacionalidad y demás. De igual forma, debemos descartar por irrelevantes los talentos o habilidades de cada uno, la inteligencia y la riqueza, la personalidad o la patología, si es querido y admirado como si es despreciado y detestable. El genio y el niño retrasado, el príncipe y el indigente, el neurocirujano y el frutero, la Madre Teresa y el menos escrupuloso de los vendedores de coches usados —todos poseen valor inherente, todos lo poseen por igual, y todos tienen el mismo derecho a ser tratados con respeto, a ser tratados de una forma que no los reduzca a la condición de cosas, como si existieran como recursos para otros. Mi valor como individuo es independiente de la utilidad que yo tenga para ti. El tuyo no depende de la utilidad que tú tengas para mí. Cualquiera de nosotros que trate al otro de forma que no muestre respeto hacia el valor individual de los demás está actuando de forma inmoral, violando los derechos individuales.

«Luego están esos proverbiales “cerebros de pájaro” del corral, los pollos, seguramente el animal más difamado y maltratado sobre la faz de la tierra y, con la misma seguridad, entre las aves más brillantes y sociales que encontraremos en cualquier lugar. … Los pollos no solo son capaces de aprender, también son capaces de enseñarse unos a otros. Resulta que los pollos no son tan tontos como la mitología popular los hace parecer.»

Algunas de las virtudes racionales de esta teoría —que yo he llamado la teoría de los derechos— deberían ser evidentes. A diferencia del (crudo) contractualismo, por ejemplo, la teoría de los derechos, en principio, se niega a tolerar privilegios morales en nadie y a todas las formas de discriminación racial, sexual o social; y a diferencia del utilitarismo, esta teoría, en principio, niega que podamos justificar con buenos resultados medios malvados que violen los derechos individuales —niega, por ejemplo, que pudiera ser ético asesinar a mi tía Bea para cosechar consecuencias beneficiosas para otros. Se sancionaría así el trato irrespetuoso hacia el individuo en nombre del bien social, al que para la teoría de los derechos no —categóricamente no— está permitido.

La teoría de los derechos, así lo creo yo, es la teoría moral más satisfactoria desde un prisma racional. Supera a todas las otras teorías en cuanto al nivel en que ilumina y explica el fundamento de nuestros deberes hacia los demás —el terreno de la moralidad humana. A este respecto tiene de su lado las mejores razones, los mejores argumentos. Por supuesto, si fuera posible demostrar que sólo los seres humanos están incluidos dentro del alcance de su aplicación, entonces una persona como yo, que cree en los derechos de los animales, se vería obligado a buscar en otro lugar.

Pero los intentos por limitar su alcance a los humanos lo único que pueden demostrar es que son racionalmente defectuosos. Los animales, es cierto, carecen de muchas de las habilidades que poseen los humanos. No pueden leer, resolver problemas matemáticos avanzados, construir una librería, o preparar baba ganoush³. Sin embargo, tampoco pueden hacerlo muchos seres humanos, y aun así no decimos (y no deberíamos decir) que ellos (estos humanos) tengan por ello menor valor inherente, menor derecho a ser tratados con respeto, que el resto. Son las similitudes entre aquellos humanos que presentan este valor de forma más clara, menos controvertida (quienes leen esto, por ejemplo), y no las diferencias, las que tienen importancia. Y la similitud verdaderamente crucial, la similitud básica, es ésta: cada uno de nosotros somos sujetos de una vida, seres conscientes cuyo bienestar individual nos importa sea cual sea nuestra utilidad para los otros. Queremos y preferimos cosas, creemos y sentimos cosas, recordamos y esperamos cosas. Y todas estas dimensiones de nuestra vida, incluyendo nuestro placer y dolor, nuestra felicidad y sufrimiento, nuestra satisfacción y frustración, nuestra continuidad existencial o nuestra muerte prematura —todo ello marca la diferencia cualitativa en cuanto a cómo vivimos y cómo experimentamos nuestra vida como individuos. En tanto que lo mismo es cierto respecto de aquellos animales que nos conciernen (aquellos que comemos y capturamos, por ejemplo), ellos también deben ser vistos como sujetos de una vida, con un valor inherente propio.

Algunos se resisten a la idea de que los animales tengan un valor inherente. «Sólo los humanos tienen tal valor«, declaran. ¿Cómo podría ser defendida esta visión tan estrecha? ¿Diremos que sólo los seres humanos poseen la inteligencia necesaria, o la autonomía, o la razón? Pero hay muchos, muchos seres humanos que no cumplen con estos estándares y sin embargo son vistos como poseedores razonables de un valor más allá de su utilidad para los demás. ¿Diremos que sólo los seres humanos pertenecen a la especie correcta, la especie Homo sapiens? Pero esto es puro especismo. ¿Se dirá, entonces, que todos los humanos —y sólo ellos— poseen almas inmortales? Entonces nuestros oponentes tendrán mucho trabajo por delante. A mí mismo me cuesta creer que existan almas inmortales. Siento el deseo personal y profundo de contar con una. Pero no desearía que mi postura en torno a una polémica cuestión ética estuviera sostenida sobre la aún más polémica cuestión de quién o qué tiene un alma inmortal. Eso sería excavar un hoyo más profundo, no salir de él. Desde un punto de vista racional, es mejor resolver las cuestiones morales sin hacer más suposiciones controvertidas de las necesarias. La cuestión de quién tiene valor inherente es una cuestión diferente, una cuestión que se resuelve mucho más razonablemente sin introducirse en la idea de las almas inmortales.

Bien, quizá algunos dirán que los animales tienen valor inherente, sólo que menos del que tenemos nosotros. Una vez más, sin embargo, se puede demostrar que los intentos por defender este punto de vista carecen de justificación racional. ¿Cuáles podrían ser las bases para nuestro mayor valor inherente frente a los animales? ¿Su falta de razón, o de autonomía, o de intelecto? Sólo en caso de que estemos dispuestos a aceptar la misma sentencia en el caso de los seres humanos con iguales deficiencias. Pero no es cierto que este tipo de seres humanos —el niño retrasado, por ejemplo, o las personas con trastornos mentales— tengan menor valor inherente que tú o que yo. En ese caso, tampoco podemos sostener racionalmente la opinión de que los animales que son iguales a ellos en su condición de sujetos que experimentan una vida tengan un menor valor inherente. Todos los que poseen valor inherente lo poseen por igual, ya sean animales humanos o no humanos. 

«Lo que había aprendido sobre los derechos humanos resultó ser directamente relevante para mi pensamiento sobre los derechos de los animales. El hecho de que algún animal tenga derechos depende de la verdadera respuesta a una pregunta: ¿algún animal es sujeto de una vida? Esta es la pregunta que debe hacerse sobre los animales porque es la pregunta que debemos hacer sobre nosotros.»

El valor inherente, por tanto, pertenece por igual a aquellos que sean sujetos que experimentan una vida / Si es algo que pertenece a otros —como rocas y ríos, árboles y glaciares, por ejemplo— no lo sabemos ni lo sabremos nunca. Pero tampoco tenemos la necesidad de saberlo para lo que afecta a la cuestión de los Derechos Animales. No necesitamos saber, por ejemplo, cuántas personas son elegibles al voto en las próximas elecciones presidenciales para saber si nosotros lo somos. Del mismo modo, no necesitamos saber cuántos individuos tienen valor inherente para saber que algunos lo tienen. Cuando tratamos la cuestión de los Derechos Animales, por tanto, lo que necesitamos saber es si aquellos animales que, en nuestra cultura, son de ordinario comidos, cazados y utilizados en laboratorios, por ejemplo, son como nosotros en su condición de sujetos de una vida. Y esto sí que lo sabemos. Sabemos que muchos —literalmente miles de millones— de estos animales son sujetos de una vida en el sentido más explícito y que poseen por tanto valor inherente como nosotros. Y puesto que, con el fin de llegar a la mejor teoría sobre nuestros deberes hacia los demás, debemos reconocer nuestro igual valor inherente como individuos, la razón —no el sentimiento, no la emoción— la razón nos exige reconocer el mismo valor inherente a estos animales y, con ello, el mismo derecho a ser tratados con respeto.

Estas son, a muy grandes rasgos, las formas y sensaciones de la cuestión de los Derechos Animales. Muchos de los detalles de los argumentos de apoyo se han perdido. Estos se encuentran en el libro al que he aludido antes. Aquí los detalles deben ser mendigados, y debo, para terminar, limitarme a señalar cuatro puntos finales.

En primer lugar, la teoría que subyace en la cuestión de los Derechos Animales muestra que el movimiento en favor de los Derechos Animales es una parte, no un antagonista, del movimiento en favor de los Derechos Humanos. La teoría racional que motiva los Derechos Animales es la misma que motiva los Derechos Humanos. Por eso, los partidarios del movimiento por los Derechos Animales son aliados de la lucha por asegurar el respeto a los Derechos Humanos —los derechos de las mujeres, por ejemplo, o de las minorías, o los trabajadores. El movimiento por los Derechos Animales está cortado por el mismo patrón moral que estos.

En segundo lugar, después de haber expuesto las líneas generales de la teoría de los derechos, puedo ahora decir por qué sus implicaciones para la agricultura y la ciencia, entre otras áreas, son claras y contundentes. En el caso de la utilización de los animales para la ciencia, la teoría de los derechos es de un abolicionismo categórico. Los animales de laboratorio no son nuestros catadores; no somos sus reyes. Debido a que estos animales son tratados rutinariamente, sistemáticamente, como si su valor fuera reducible a su utilidad para los demás, son rutinariamente, sistemáticamente, tratados con total falta de respeto, y sus derechos son rutinariamente, sistemáticamente, violados. Y esto es igual de cierto tanto sin son usados para investigaciones triviales, duplicadas, innecesarias o insensatas, como si son usados para estudios que mantienen promesas reales de beneficio para los humanos. No podemos justificar hacer daño o asesinar a un ser humanos (mi tía Bea, por ejemplo) sólo por este motivo. Tampoco podemos hacerlo incluso en el caso de una humilde criatura como una rata de laboratorio. No basta con el refinamiento y la reducción de los que suele hablarse, no basta con jaulas más grandes y limpias, no basta con un uso más generoso de anestésicos o la eliminación de cirugías múltiples, no basta con asear el sistema. Hay que remplazarlo por completo. Lo mejor que podemos hacer con el uso de animales para la ciencia es —no usarlos. Ahí es donde se encuentra nuestro deber, de acuerdo con la teoría de los derechos.

En cuanto a la ganadería comercial, la teoría de los derechos adopta una postura abolicionista similar. El error moral fundamental aquí no es que los animales sean mantenidos en confinamiento o aislamiento estresante, o que se les cause dolor y sufrimiento, o que sus necesidades y preferencias sean ignoradas o descuidadas. Todo esto es un error, por supuesto, pero no es el error fundamental. Son los síntomas y efectos del más profundo y sistemático error que permite ver y tratar a estos animales como carentes de un valor independiente, como recursos para nuestro uso —como, de hecho, un recurso renovable. Dar a los animales de granja más espacio, ambientes más naturales, más compañeros, no corrige el error fundamental, no más de lo que dar a los animales de laboratorio más anestesia o jaulas más grandes y limpias corregiría el error fundamental en su caso. Nada que no sea la disolución total de la ganadería comercial lo hará, al igual que, por razones similares que no voy a desarrollar aquí en detalle, la moral no requiere ninguna otra cosa que no sea la eliminación total de la caza y captura con fines comerciales y deportivos. Por tanto, las implicaciones de la teoría de los derechos, tal y como he dicho, son claras y contundentes.

Mis dos últimos puntos tratan sobre filosofía, mi profesión. Ésta no es, por supuesto, una sustituta de la acción política. Las palabras que he escrito aquí y en otros lugares no cambian nada por sí mismas. Es lo que hacemos con las ideas que expresan las palabras —nuestros actos, nuestros acciones— lo que cambia las cosas. Todo lo que la filosofía puede hacer, y todo lo que yo he intentado hacer, es ofrecer una visión sobre los objetivos que deberían buscar nuestras acciones. Y el porqué. Pero no el cómo. 

Por último, recuerdo a mi reflexivo crítico, aquel que mencioné antes, quien me reprendió por ser demasiado cerebral. Bien, he sido cerebral: la teoría de los deberes indirectos, el utilitarismo, el contractualismo —cosas que rara vez despiertan grandes pasiones. También me viene al recuerdo, no obstante, la imagen de otra amiga colocada frente a mí en una ocasión —la imagen de la bailarina como expresión de una disciplinada pasión. Las largas horas de sudor y trabajo, de soledad y de práctica, de duda y fatiga: esta es la disciplina de su arte. Pero también hay pasión en ello, el feroz empeño por sobresalir, por hablar a través de su cuerpo, por hacerlo bien, por penetrar en nuestras mentes. Esta es la imagen que quisiera dejar de la filosofía, no la de algo «demasiado cerebral», sino la de una disciplinada pasión. De la disciplina ya hemos visto suficiente. En cuanto a la pasión: hay veces, y no es infrecuente, en que las lágrimas acuden a mis ojos cuando veo, o leo, o escucho la miserable situación en que se encuentran los animales a manos de los seres humanos. Su dolor, su sufrimiento, su soledad, su inocencia, su muerte. Ira. Rabia. Lástima. Angustia. Indignación. Toda la creación gime bajo el peso del mal que los humanos infligimos a estas mudas e impotentes criaturas. Es nuestro corazón, no nuestra cabeza, el que clama por el fin de todo esto, el que demanda que superemos, por ellos, los hábitos e impulsos que hay detrás de su opresión sistemática. Todos los grandes movimientos, está escrito, pasan por tres fases: ridículo, discusión, adopción. Es la consecución de esta tercera fase, la adopción, la que tanto requiere de nuestra pasión y nuestra disciplina, nuestros corazones y nuestras cabezas. El destino de los animales está en nuestras manos. Dios quiera que estemos a la altura. 

Tom Regan, 1985

QUIÉN FUE TOM REGAN

Tom Regan [1938 – 2017] fue un filósofo estadounidense que se especializó en la teoría de los derechos de los animales. Fue profesor emérito de filosofía en la Universidad Estatal de Carolina del Norte, donde enseñó desde 1967 hasta su jubilación en 2001. Regan es autor de numerosos libros sobre la filosofía de los derechos de los animales, incluido The Case for Animal Rights (1983), uno de los pocos estudios que han influido significativamente en el movimiento moderno por los derechos de los animales. Argumentó que los animales no humanos son lo que llamó los «sujetos-de-una-vida«, al igual que los humanos, y que, si queremos atribuir valor a todos los seres humanos independientemente de su capacidad para ser racionales agentes, entonces, para ser consistentes, debemos atribuirlo de manera similar a los no humanos.

Desde 1985, se desempeñó con su esposa Nancy como cofundador y copresidente de Culture and Animals Foundation, una organización sin fines de lucro «comprometida con fomentar el crecimiento de los esfuerzos intelectuales y artísticos unidos por una preocupación positiva por los animales». La Vegan Society lo recuerda como un vegano incondicional y activista.

Editorial Cultura Vegana
www.culturavegana.com

FUENTES BIBLIOGRÁFICAS

Este artículo es una versión del original «The Case for Animal Rights«, publicado en animal-rights-library.com, Tom Regan, 1985. Basado en la traducción de Igor Sanz publicada en lluvia-con-truenos.blogspot.com, «La cuestión de los Derechos Animales«, 19 de diciembre de 2015

1- Nota del traductor: Como es costumbre, Tom Regan se refiere a los animales nohumanos como «animales», reservando para los humanos una categoría diferente. Tal y como hago siempre, no puedo dejar de destacar el error de esta forma de expresión y sus connotaciones antropocéntricas. 

2-  No existe versión española de este libro. Los únicos trabajos de Regan que han sido traducidos son Jaulas vacías y En defensa de los derechos de los animales.

3- Paté o crema de berenjenas típico de la cocina árabe.

4- Web oficial en memoria de Tom Regan


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