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Los filósofos y los animales

Última edición: 19 junio, 2023 | Publicación: 18 junio, 2023 |

Las vidas de los animales son las Conferencias de la Cátedra Tanner correspondientes al curso 1997-1998 pronunciadas por Coetzee en la Universidad de Princeton.

La jungla de Upton Sinclair

Dichas conferencias suelen ser ensayos filosóficos que exploran los valores humanos. En este caso Coetzee subvierte la fórmula al construir sus presentaciones como conferencias ficcionales pronunciadas por una novelista ya mayor, Elizabeth Costello, en una Universidad de EEUU. Literatura, filosofía y profundas convicciones humanas son los elementos con los que Coetzee construye esta moderna fábula sobre las relaciones entre el hombre y los animales cuyas implicaciones están en la conciencia de todos.

Está esperándola en la puerta de embarque cuando llega su vuelo. Han pasado dos años desde la última vez que vio a su madre; muy a su pesar, se sorprende al comprobar cuánto ha envejecido. Su cabello, del que sólo recordaba algunas mechas grises, ahora es completamente blanco; camina con los hombros caídos; tiene las carnes flácidas.

Nunca han sido una familia muy dada a las muestras de afecto. Un abrazo, unas palabras sólo murmuradas y queda resuelto el trámite de los saludos. En silencio, siguen el flujo de los viajeros hacia la sala de recogida de equipajes. Recogen su maleta y emprenden el viaje en coche, que tendrá hora y media de duración. 

—Un viaje muy largo —comenta él—. Debes de estar agotada.
—Lista para dormirme —dice ella.
En efecto, durante el trayecto se duerme un rato, la cabeza apoyada de cualquier manera contra la ventanilla.

A las seis en punto, cuando ya empieza a anochecer, aparcan delante de la casa en las afueras de Waltham donde vive él. Su mujer, Norma, y sus hijos salen a recibirlos al porche. Con una muestra de cariño que debe de costarle un gran esfuerzo, Norma extiende los brazos y exclama: 

—¡Elizabeth!

Las dos mujeres se abrazan; los pequeños, como niños bien educados, aunque de manera más comedida, imitan a su madre. Elizabeth Costello, la novelista, se alojará en casa durante los tres días que ha de durar su visita al Appleton College. No son días cuya llegada él haya ansiado. Su mujer y su madre no se llevan bien. Mejor habría sido que Elizabeth se hubiera alojado en un hotel, aunque él no sea capaz de insinuar siquiera tal opción. Las hostilidades se reanudan casi de inmediato. Norma ha preparado una cena ligera. Su madre se percata de que sólo hay tres platos en la mesa. 

—¿Es que no cenan los niños con nosotros? —pregunta. 

—No —replica Norma—. Cenan en el cuarto de jugar. 

—¿Por qué? La pregunta es ociosa, pues conoce de sobra la respuesta. Los niños cenan aparte porque a Elizabeth no le agrada ver carne sobre la mesa, mientras que Norma se niega a modificar la dieta de los niños para adaptarla a lo que llama «la delicada sensibilidad de tu madre». 

—¿Por qué? —pregunta Elizabeth por segunda vez. Norma le lanza a él una mirada de enojo. Él suspira. 

—Madre —le dice—, los niños van a cenar pollo. Ésa es la razón. 

—Ah, entiendo —dice ella.

Su madre ha recibido una invitación del Appleton College, en donde John es profesor adjunto de física y astronomía, para pronunciar la conferencia anual de la Cátedra Gates y reunirse después con los estudiantes de literatura. Como Costello es el apellido de soltera de su madre, y como él nunca ha pensado que existiera razón alguna para divulgar su parentesco con ella, cuando se cursó la invitación se desconocía que Elizabeth Costello, la escritora australiana, tuviera un familiar entre la comunidad docente de Appleton. Él hubiese preferido que las cosas siguieran igual. Elizabeth Costello es famosa en el mundo entero sobre todo por La casa de Eccles Street  (1969), una novela sobre Marion Bloom, esposa de Leopold Bloom, que hoy se menciona en el mismo contexto que El cuaderno dorado o La historia de Christa T, por ser una obra rompedora y pionera en el campo de la ficción feminista. A lo largo de la última década ha florecido a su alrededor una pequeña industria crítica; existe incluso un Boletín Elizabeth Costello que se publica periódicamente en Albuquerque, Nuevo México. Habida cuenta de su renombre como novelista, esta mujer entrada en carnes, de cabellos blancos, ha sido invitada a Appleton para hablar sobre el tema que ella misma escoja; ella ha respondido a la invitación con la decisión de charlar no sobre sí misma ni sobre sus obras de ficción, tal como sin duda les habría complacido a sus anfitriones, sino acerca de uno de sus caballos de batalla predilectos: los animales.

John Bernard no ha querido divulgar su parentesco con Elizabeth Costello porque prefiere abrirse camino a su manera en el mundo. No es que se avergüence de su madre. Al contrario, está orgulloso de ella, a pesar de que su hermana, su difunto padre y él mismo aparecen en los libros de su madre de una manera que a veces a él le resulta bastante dolorosa. Sin embargo, no está muy seguro de desear escuchar una vez más su discurso sobre los derechos de los animales, sobre todo porque sabe que después, en la cama, su mujer lo agasajará con sus desdeñosos comentarios al respecto. Conoció a Norma y sé casó con ella cuando los dos eran estudiantes de posgrado en la Universidad Johns Hopkins. Norma es doctora en filosofía, especializada en la filosofía de las ideas. Tras mudarse con él a Appleton, no ha conseguido encontrar una plaza docente. Esto le causa amargura y es una fuente de conflictos entre ambos. Norma y su madre nunca se han caído bien. Es probable que Elizabeth hubiera optado por no llevarse bien con ninguna mujer que se hubiera casado con él. En cuanto a Norma, nunca ha tenido reparos en decirle que los libros de su madre están sobrevalorados, y que sus opiniones sobre los animales, la conciencia animal y la relación de los seres humanos con los animales son vacuas, pueriles y sensibleras.

Ahora está preparando un ensayo crítico para una revista de filosofía sobre los experimentos de aprendizaje del lenguaje con primates. A él no le extrañaría que su madre apareciera en una despectiva nota a pie de página. Él carece de opiniones al respecto en un sentido u otro. Cuando era niño tuvo hamsters durante una temporada; aparte de eso, su familiaridad con los animales es muy escasa. Su hijo mayor quiere tener un cachorro. Tanto él como Norma se resisten; no les importa el cachorro en sí, pero prevén un perro adulto, con las necesidades sexuales de un perro adulto, y les parece que sólo traerá complicaciones

Su madre tiene derecho a sus convicciones, entiende él. Si desea dedicar sus años de declive a hacer propaganda en contra de la crueldad con los animales, está en su pleno derecho. Dentro de pocos días, por ventura, ella habrá emprendido viaje hacia su próximo destino y él podrá volver de lleno a su trabajo. Durante su primera mañana en Waltham, su madre duerme hasta bastante tarde. Él se va a dar una clase, regresa a la hora del almuerzo, la lleva a dar un paseo encoche por la ciudad. La conferencia está programada para última hora de la tarde. Luego se celebrará una cena oficial por cortesía del rector del claustro, a la que Norma y él están invitados. La conferencia la presenta Elaine Marx, del Departamento de Literatura Inglesa.

Él no la conoce, pero tiene entendido que ha escrito acerca de su madre. En su presentación, le llama la atención que ni siquiera haga el intento de vincular las novelas de su madre con el tema sobre el que versará su conferencia. Le toca el turno a Elizabeth Costello. Él la encuentra vieja y fatigada. Sentado en primera fila junto a su mujer, trata de insuflarle algo de fuerza. 

—Damas y caballeros —comienza—, han transcurrido dos años desde la última vez que di una conferencia en EEUU. En aquella ocasión encontré razones de peso para disertar sobre un gran fabulador, Franz Kafka, y en concreto sobre uno de sus relatos, el «Informe para una academia», que versa sobre un simio educado, Peter el Rojo, que interpela a los miembros de una sociedad erudita para referirles la historia de su vida, es decir, de su ascenso desde bestia hasta algo semejante al hombre [1].

En aquella ocasión también me sentí un poco como Pedro el Rojo, y no la dejé pasar sin decirlo expresamente. Hoy, esa sensación es más fuerte si cabe, por razones que espero les resulten claras más adelante.» Las conferencias a menudo arrancan con algunos comentarios en tono ligero, cuyo propósito no es otro que lograr que el público asistente se sienta a sus anchas. La comparación que acabo de trazar entre el simio de Kafka y yo misma podría tomarse por un comentario en ese tono, cuyo propósito es que ustedes se sientan a gusto, con el que expresar que soy una persona normal y corriente, no una diosa ni una bestia. Incluso aquellos de ustedes que hayan leído el relato de Kafka acerca del simio que actúa entre seres humanos como una alegoría de Kafka, el escritor judío, que actúa ante un público de gentiles [2] puede que me hayan hecho el favor, puesto que no soy judía, de tomar la comparación en su sentido literal, es decir, con toda su carga de ironía.

Quiero señalar desde el principio que no era ésa la intención con que he hecho mi comentario, el comentario de que me siento como Peter el Rojo. Su intención no era irónica. Lo digo completamente en serio: significa lo que dice, y he dicho lo que pretendo decir. Soy una mujer mayor. Ya no tengo tiempo para decir cosas que no he querido decir. Su madre carece de una buena expresión oral. Le falta animación incluso cuando lee en voz alta sus propios relatos. Siempre le desconcertó, cuando era niño, que una mujer que se ganaba la vida escribiendo libros fuese tan mala cuando le contaba cuentos a la hora de irse a dormir. Debido a la falta de relieve de su expresión oral, debido a que no levanta los ojos de la página, él tiene la impresión de que sus palabras no surten el efecto deseado. Precisamente porque la conoce, él sí se da cuenta de adónde quiere llegar. No le apetece nada lo que se avecina. No quiere oír a su madre hablar de la muerte. Por si fuera poco, tiene la fuerte sensación de que su público —a fin de cuentas compuesto en su mayoría por jóvenes— desea aún menos que él asistir a una charla sobre la muerte. 

—Al abordar ante ustedes la cuestión de los animales —prosigue ella—, les haré el honor de saltarme los horrores de sus vidas y sus muertes. Aun cuando no me asiste razón alguna para creer que ustedes tengan en mente lo que se les hace a los animales ahora mismo en las instalaciones industriales o productivas —tengo mis dudas a la hora de seguir llamándolas granjas—, en los mataderos, en los barcos pesqueros, en los laboratorios del mundo entero, daré por sentado que ustedes me otorgan la capacidad retórica de evocar todos esos horrores y de expresárselos con la claridad y la fuerza adecuadas al caso, y lo dejaré aquí, no sin antes recordarles que los horrores que omito están, sin embargo, en el centro mismo de esta conferencia.

Entre 1942 y 1945, varios millones de personas hallaron la muerte en los campos de concentración del Tercer Reich: sólo en Treblinka perdieron la vida más de un millón y medio de personas, y es posible que la cifra total alcance los tres millones. Son cifras que nos embotan el cerebro. Sólo tenemos una muerte propia; podemos comprender las muertes de los demás de una en una. En abstracto, tal vez seamos capaces de contar hasta un millón, pero de ningún modo podemos contar un millón de muertes.» Las personas que residían en los aledaños de Treblinka, en su mayoría polacos, dijeron que nunca llegaron a tener conocimiento de lo que sucedía dentro del campo; dijeron que, si bien en términos generales tal vez hubieran podido adivinar lo que estaba ocurriendo, nunca tuvieron la menor certeza; dijeron que, si bien en cierto sentido podrían haberlo sabido, en otro sentido nunca lo supieron, nunca pudieron permitirse el lujo de saberlo, por su propio bien.»

Las personas que residían en los alrededores de Treblinka no fueron una excepción. Había campos de concentración por todo el territorio del Reich, cerca de seis mil tan sólo en Polonia, y miles imposibles de precisar en el territorio alemán propiamente dicho [3]. Pocos alemanes residían a más de unos pocos kilómetros de un campo de tal o cual índole. No todos los campos eran de exterminio, campos dedicados a la producción de la muerte en masa, aunque en todos ellos acontecían horrores de toda clase, más horrores de los que uno podría permitirse el lujo de saber, por su propio bien. No es porque se embarcasen en una guerra de expansión, y la perdieran, por lo que se considera todavía hoy a los alemanes de cierta generación como si al margen de la humanidad, como si tuvieran que hacer o ser algo especial para ser readmitidos dentro del género humano. A nuestro juicio, perdieron su condición de seres humanos porque optaron por cierta ignorancia voluntaria. Habida cuenta de las circunstancias que prevalecían en la guerra desencadenada por Hitler, la ignorancia bien pudo ser un mecanismo de supervivencia de suma utilidad, si bien ésta es una excusa que, con admirable rigor moral, rehusamos aceptar como tal. En Alemania, decimos, se franqueó cierto límite que llevó a la gente más allá de la criminalidad y la crueldad de la guerra ordinaria, hasta un estado que sólo podemos calificar de pecado.

La firma de las cláusulas de la capitulación y el pago de las reparaciones a las naciones agredidas en la guerra no pusieron fin a ese estado de pecado. Al contrario, nos dijimos, esa generación siguió marcada por cierta enfermedad del alma. Ese estigma marcó a los ciudadanos del Reich que habían cometido crímenes perversos, pero también a aquellos otros que, por la razón que fuere, permanecieron sumidos en la ignorancia respecto a tales actos. A efectos prácticos, marcó por consiguiente a todos los ciudadanos del Reich. Sólo fueron inocentes los internados en los campos.» “Iban como ovejas al matadero”. “Murieron como animales”. “Los mataron los carniceros nazis”.

En las denuncias de los campos de concentración reverbera tan profusamente el lenguaje de los mataderos y los corrales que ya apenas es necesario que prepare yo el terreno para la comparación que estoy a punto de hacer. El crimen del Tercer Reich, dice la voz de la acusación, fue tratar a las personas como a los animales.

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Quién es Coetzee

John Maxwell Coetzee nació en Ciudad del Cabo en 1940 y se crió en Sudáfrica y EEUU. Profesor de literatura en la Universidad de Ciudad del Cabo, traductor, lingüista, crítico literario y, sin duda, uno de los escritores más importantes que ha dado estos últimos años Sudáfrica. En 1974 publicó su primera novela, Dusklands. Le siguieron In the Heart of the Country (1977), con la que ganó el CNA, el primer premio literario de las letras sudafricanas; Esperando a los bárbaros (1980), también premiada con el CNA; Vida época de Michael K. (1983), que le reportó su primer Booker Prize y el Prix Étranger Femina; Foe (1986); Age of Iron (1990); El maestro de Petersburgo (1994) e Infancia (1997). También le han sido concedidos el Jerusalem Prize y The Irish Times International Fiction Prize. Escritor «de brillante maestría, tensión y elegancia», en palabras de Nadine Gordimer, Desgracia, con la cual ha sido premiado, por segunda vez en su carrera, con el Booker Prize, el premio más prestigioso de la literatura inglesa.

Editorial Cultura Vegana
www.culturavegana.com

FUENTES BIBLIOGRÁFICAS

1— el pais.com, «Coetzee abre el debate sobre la necesidad de mostrar a los niños cómo sufren y mueren los animales», Winston Manrique Sabogal, El País, 22 de enero de 2022. Desde Pitágoras hasta los libros y conferencias de un activista por los derechos de los animales como el Nobel de Literatura J. M. Coetzee, pasando por Upton Sinclair y su exploración de las condiciones de los mataderos de Chicago en La jungla (1905), existe una amplia tradición que ha abierto un debate a lo largo de la historia de la literatura. Son autores que consideran que el planeta no es solo del ser humano y que se debería luchar por la armonía del ecosistema y no maltratar ni sacrificar cruelmente a los animales. Un tema latente que, a comienzos de enero …

2— culturavegana.com, «Sobre la Vida de los Animales», Editorial Cultura Vegana, Publicación: 25 enero, 2023. «Magnífico … El poderoso y sutil texto de Coetzee trata irreductiblemente del sufrimiento real de los animales, pero también de mucho más.» [1]

3— amazon.es, «La jungla», Upton Sinclair. Editorial‎ Capitán Swing, Edición nº 1, 20 de febrero de 2012. Cuando La jungla se publicó por entregas en el periódico socialista The Appeal to Reason en 1905, era un tercio más extensa que la edición comercial y censurada que se publicó en forma de libro al año siguiente. Esta expurgada edición eliminaba gran parte del sabor étnico del original, así como las más brillantes descripciones de la industria cárnica y algunos de los comentarios más punzantes y políticos de Sinclair. Escrito tras una visita a los mataderos de Chicago, se trata de una descripción dura y realista de las inhumanas condiciones de trabajo en el sector. No es frecuente que un libro tenga semejante impacto político, pero su publicación generó protestas a favor de reformas laborales y agrícolas a lo largo y ancho de EEUU, y dio lugar a una investigación de Roosevelt y el gobierno federal que culminó en la Pure Food Legislation de 1906, acogida favorablemente por la opinión pública. Esta edición contiene los 36 capítulos de la versión original sin censurar, y una interesante introducción que desvela los criterios censores aplicados en la edición comercial.

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