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¿Un delfín es una persona? 

Publicación: 14 noviembre, 2023 |

Esta pregunta fue planteada durante el juicio llevado a cabo contra dos personas que en mayo de 1977 liberaron a dos delfines nariz de botella utilizados con fines experimentales en el Instituto de Biología Marina de la Universidad de Hawái.

Es una pregunta interesante por varias razones, y deseo dedicar la mayor parte de este capítulo a interpretarla y buscar su conexión con varios otros asuntos de interés. No entraré en los detalles del caso real, sino que me basaré en el relato que de forma clara y reflexiva hace de él Gavin Daws en su artículo «El crimen de la ‘liberación animal'», publicado en Ethics and Animals, editado por Harlan B. Miller y William H. Williams.

Kenneth Le Vasseur, el primero de los dos hombres en ser juzgado, alegó por medio de sus abogados lo que se conoce como una defensa de «elección entre dos males». En principio, la ley admite este alegato en los casos en que un acto que en otras circunstancias sería censurable, se torna necesario para evitar un mal mayor. Para que esta defensa tenga éxito, el acto debe ser (hasta donde alcance el conocimiento del acusado) la única forma de impedir un daño o un mal inminente y más grave para sí mismo o para «otro». Le Vasseur, que había estado encargado del cuidado de los delfines, creía que su cautiverio, bajo las condiciones que prevalecían, ponía sus vidas en peligro.

«En la declaración inicial de la defensa, [su abogado] habló de la naturaleza excepcional de los delfines como animales; de la malas condiciones físicas en que habían decaído con rapidez en el laboratorio; y de la rutina de castigos infligida sobre ellos, que implicaba un exceso de trabajo, una reducción de sus raciones de comida, y un aislamiento total en el tanque, privados de la compañía de otros delfines, incluso del contacto con humanos, y privados también de todos aquellos juguetes de los que habían gozado con anterioridad —hasta el punto en que Puka, tras una negativa constante a participar en las sesiones experimentales, desarrolló comportamientos autodestructivos y sintomáticos de un trastorno profundo que le hizo caer por fin en un letargo «comatoso». Le Vasseur, temiendo el fatal desenlace y siendo consciente de que no había ninguna ley a la que pudiera recurrir, se creyó legitimado, en interés del bienestar de los delfines, a liberarlos. La liberación no fue un robo, en el sentido de que Le Vasseur no tuvo intención de obtener ningún provecho propio. Lo que se pretendía era destacar las condiciones que imperaban en el laboratorio.»

Pero, ¿podía un delfín ser «otro»? El juez creyó que no. Dijo que el «otro» debía ser otra persona, y definió a los delfines, en lo que respecta a la ley, como propiedades, no como personas. Según el código penal, un delfín no podía ser «otra persona». La defensa trató sin éxito de lograr la recusación del juez por prejuicio. Luego solicitó acudir al Tribunal Federal a fin de reclamar que los derechos de la Decimotercera Enmienda con respecto a la servidumbre involuntaria podían se aplicados a los delfines. El juez rechazó la apelación:

«El juez Doi dijo: «Tenemos a los delfines, a los orangutanes, a los chimpancés, a los perros, a los gatos. No sé hasta qué nivel pretende usted que la inteligencia sea insuficiente para que ese animal o cosa, o como quiera usted llamarlo, sea un ser humano bajo el código penal. Yo digo que no lo es, y esa es mi respuesta».» 

En este punto —que determinó el resultado final del juicio— hubo algo que al juez se le antojo perfectamente obvio en relación al significado de las palabras «otro» y «persona». ¿Qué fue? ¿Y cuánto es de obvio para el resto de nosotros? En su respuesta, plantea la posibilidad de que ese algo sea la inteligencia, pero lo rechaza. Esa consideración la afirma innecesaria. La cuestión es bastante simple; no se requieren pruebas. La palabra «persona» significa ser humano. Creo que ésta es una visión muy natural, pero incorrecta, y las complicaciones que nos encontramos al analizar el uso de esta interesante palabra resultan instructivas. En primer lugar, existen varios precedentes bien establecidos y venerados en cuanto a calificar como «personas» a seres que no son humanos. Uno concierne a las personas de la Trinidad, e incluso a la personalidad del mismo Dios. Otro atañe al caso de las «personas jurídicas»: organismos corporativos como ciudades o colegios que cuentan como personas para diversos fines, como la posibilidad de demandar y ser demandados. Como dice Blackstone, estas «corporaciones o cuerpos políticos … están formados y creados por las leyes humanas para fines sociales y gubernamentales», a diferencia de las «personas físicas», que sólo pueden ser creadas por Dios. 

La ley, si lo desea, puede crear personas; no actúa como un simple registrador pasivo de su existencia (tal y como dejó de hecho implícito el juez Doi cuando hizo de su fallo una cuestión de derecho y no de facto). En tercer lugar, y en relación a una instancia que parece más cercana al caso de los delfines, los zoólogos usan el término en relación a los miembros individuales de un organismo múltiple o colonial, como una medusa o un coral, cada uno de los cuales tiene (como señala el diccionario de forma razonable) «una vida más o menos independiente». (Es interesante también apuntar que, en general, la «identidad personal» se atribuye antes a la continuidad de la conciencia que a la forma corporal en aquellas narrativas en que ambas entidades divergen. La ciencia ficción apoya con firmeza esta visión, que John Locke planteó por primera vez en su Ensayo sobre el entendimiento humano.) 

Nada tienen de forzado o paradójico estos usos, ya que la palabra en su origen no significaba «ser humano» ni nada que se le parezca. Su significado es «máscara», y su sentido más básico y general proviene del arte dramático. Las «máscaras» de una obra son los personajes que aparecen en ella. Así, y citando de nuevo al Diccionario de Oxford, tras de «máscara» vienen los significados de «interprete o personaje que actúa; aquel que interpreta o representa un papel; personaje, cargo o función en el que alguien actúa; sujeto de derechos legales; persona jurídica». Las dos últimas definiciones dejan meridianamente clara la diferencia entre esta noción y la de ser humano. No todos los seres humanos tienen por qué ser personas. La palabra persona en latín no se aplica a los esclavos, aun cuando sí se reconoce a las naciones como personas corporativas. Los esclavos no tienen texto en la obra, por así decirlo; no figuran en ella; son sólo extras. Existen ejemplos similares y delirantes en relación a las mujeres. Lo siguiente está sacado del libro Las mujeres en el pensamiento político occidental, de Susan Moller Okin:

«Un caso, presentado ante el Tribunal Supremo de los Estados Unidos en la década de 1890, hace referencia a una mujer de Virginia que fue apartada del ejercicio del derecho a pesar de que el estatuto pertinente estaba redactado en términos de «personas». El Tribunal argumentó que, en efecto, dependía del propio Tribunal Supremo «determinar si el uso dado a la palabra ‘persona’ (en el Estatuto) se limita a los varones, y si se admite o no a las mujeres en el ejercicio de la abogacía en la Mancomunidad». La cuestión de si las mujeres debían ser reconocidas como parte del término «personas» continuó hasta el siglo XX… En un caso de Massachusetts de 1931 … a las mujeres les fue negada la elegibilidad para servir como miembros de un jurado, a pesar de que la ley determinaba que toda «persona habilitada para el voto» era admisible para el cargo. La Corte Suprema de Massachusetts declaró: «De la omisión del término varón no puede inferirse la intención de incluir a las mujeres».» (Énfasis añadido)

Susan Moller Okin

¿Qué está pasando aquí? No creo que seamos capaces de entenderlo a menos que comprendamos cuán profundamente conectado se halla el arte dramático con nuestra forma de pensar, de qué manera tan íntima dan forma sus categorías a nuestras ideas. Las personas que hablan así tienen una idea clara de la función que creen estar contemplando a su alrededor. Saben quiénes están implicados y quiénes no. Los intentos de introducir a nuevos personajes en la obra les irritan. Se inclinan por rechazar estas tentativas por considerarlas obviamente absurdas y paradójicas. La cuestión de quién es y quién no es una persona parece entonces una cuestión bastante simple y clara. Bertie Wooster no es un personaje en Macbeth, y fin del asunto. Mi principal objetivo aquí es señalar que esta actitud es excesivamente tosca. La pregunta en realidad es muy compleja, más del estilo de «¿quién es importante?» que de «¿quién tiene dos piernas?». Sabemos que la pregunta «¿quién es importante?» nos exige más preguntas, empezando por «¿importante para qué?». La vida no está compuesta de un único propósito o una única función, sino de una multitud entretejida. Diferentes personajes importan de diferentes maneras. Los seres que figuran en algunas obras están ausentes en otras, y todos representamos distintos papeles y distintos guiones. Incluso en la cotidianidad humana resulta fatal ignorar este hecho. Insistir en que todas las relaciones pueden ser reducidas a las escritas en una sola función —como el contrato social, por ejemplo— resulta desastroso. Los intelectuales son propensos a tales errores y deben cuidarse de ellos. Pero cuando llegamos a casos más complejos, aquellos donde la alternancia es mayor —casos como el aborto, la eutanasia o el trato hacia las otras especies— este tipo de errores se tornan aún más paralizantes. Es por eso que estos casos son también muy útiles para la clarificación de los más elementales. 

Está claro que, en cuanto a las mujeres, quienes limitaron el uso del concepto «persona» se vieron enfrentados a este problema. No querían negar por completo que las mujeres fuesen personas, ya que las mujeres figuraban de forma prominente en los dramas de la vida privada. La vida pública, sin embargo, presentaba un escenario diferente, cuyas reglas y convenciones las excluían a ellas (con excepción de las reinas) tanto como a los elefantes o a los ángeles. El hecho de que lo público se vea a menudo afectado por lo privado era un detalle informal que había de quedar al margen de la decisión. Del mismo modo, los esclavos desempeñaron sin lugar a dudas un papel fundamental en la vida privada de la antigua Roma. En las comedias griegas y romanas figuraban a menudo como personajes centrales algunos esclavos de gran ingenio, tanto hombres como mujeres, que orquestaban las intrigas y aportaban ese carácter cerebral del que suelen carecer por desgracias los héroes y las heroínas. Sin embargo, nada de ello les confirió derechos legales. Los límites particulares e institucionales sirvieron para compartimentar el pensamiento y evitar que la gente se plantease preguntas sobre los derechos y el estatus de aquellos que, para fines cruciales, se mantenía por entonces ignorados. 

Creo que será útil ahondar un poco más en la línea de uso aceptada de la palabra «persona». ¿Cuánto es de íntegra su asociación con la forma corporal humana? ¿Qué pasa con los seres inteligentes de otros planetas, por ejemplo? ¿Podríamos llamarlos personas? Si no es así, entonces el contacto con ellos —algo ciertamente concebible— requerirá a todas luces que acuñemos una nueva palabra que cubra la muy sutil labor moral que hoy cumple el término «personas». La idea de una persona en el sentido casi técnico requerido por la moralidad actual es la desarrollada por Kant en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Es la idea de un ser racional, capaz de elegir y, por lo tanto, dotado de dignidad, merecedor de respeto y titular de derechos; alguien que debe ser considerado siempre como un fin en sí mismo y no como un mero medio para fines ajenos. Dado que esta definición sólo hace referencia a las cualidades racionales y no hace mención alguna a la forma o la ascendencia humana, el espíritu que encierra no nos autorizaría a excluir a las inteligencias extraterrestres más de lo que nos autoriza a excluir a los espíritus etéreos. Así pues, las implicaciones morales de la palabra «persona» bajo nuestros principios kantianos actuales habrán de incorporarse a cualquier palabra que pretendamos acuñar en la inclusión de los extraterrestres. (C. S. Lewis, que describe un planeta donde habitan tres especies racionales distintas, les hace usar la palabra hnau para la condición que comparten entre sí, siendo este término naturalmente crucial para la moral de todas ellas). 

Ahora bien, si la inteligencia tiene de verdad tanta importante para la cuestión, se genera un cierto vértigo frente a la pregunta «¿dónde trazamos la línea?», ya que la inteligencia es una entidad gradual. Algunos habitantes de nuestro propio planeta, incluidas las ballenas y los delfines, han resultado ser mucho más brillantes de lo que se creía en el pasado. Aún no está claro cuán brillantes son en realidad. De hecho, es posible que para nosotros nunca llegue a estarlo del todo debido a lo diferente que es el tipo de inteligencia apropiado para un estilo de vida tan dispar. ¿Cómo podemos lidiar con semejante tesitura? 

En primer lugar, convendría alejarse un tanto de esa antítesis unívoca, simple y dualista de la que parte Kant en relación a las personas y las cosas. La mayor parte del argumento de Kant está ocupado en esto, y aunque no deja de ser el foco de su preocupación, no aprecia la necesidad de hacer distinciones más precisas. Las cosas se pueden emplear como medios para fines humanos de un modo que no es aceptable con las personas. Las cosas no tienen propósitos propios; no son sujetos, sino objetos. Tratar a las personas como si fuesen cosas supone explotación y opresión. Es un ultraje porque, tal y como exclama el propio Kant, «un hombre no es una cosa». Los amos venden esclavos; los gobernantes engañan y manipulan a los súbditos; los empresarios tratan a sus secretarias como simples cuadernos de notas. Al insistir en este contraste puro y marcado, Kant pudo establecer algunos puntos morales espléndidos, vitales para nosotros aún hoy en día, sobre el respeto incondicional debido a todo ser humano libre y racional. Pero la luz intensa y brillante que arrojó sobre estas situaciones oscureció por completo los casos intermedios. Un ratón tampoco es una cosa, antes incluso de que empecemos a pensar en los delfines. 

Me parece interesante que, así como los tribunales estadounidenses no pudieron precisar el porqué las mujeres no eran personas, Kant tampoco pudo hacer lo propio en relación con algo implícito en su teoría: que los animales eran cosas. Dice en su lección sobre «Deberes hacia los animales y los espíritus» que «no son conscientes de sí mismos y están ahí sólo como un medio para un fin», donde esos fines son los nuestros. Pero en realidad no los llama cosas, ni descarta que posean intereses. De hecho, condena con énfasis la crueldad y el maltrato hacia ellos. Pero, como tantas otras personas humanas ancladas en una teoría moral deficitaria, ofrece unas razones tan ingeniosas como poco convincentes. Sostiene —y esto es algo que aún se dice en nuestro tiempo— que la única razón por la que debemos evitar la crueldad contra los animales es porque puede desembocar en crueldad contra los seres humanos, o porque puede envilecernos, o porque es signo de un carácter moral inadecuado. Esto significa que si somos capaces de demostrar, por ejemplo, que al descargar nuestro mal genio contra un perro evitaremos hacerlo contra nuestra familia, y logramos al mismo tiempo un certificado que nos acredite como personas de un carácter moral elevado, nada fáciles de envilecer, entonces podremos seguir haciéndolo con la conciencia tranquila. Apalear perros, bien gestionado, podría así considerarse una forma legítima de terapia, al nivel de la jardinería, la alfarería y la costura. En ningún caso se les concedería una consideración directa a los instrumentos físicos empleados, ya que todos ellos serían objetos, no sujetos. Nada tiene de abyecto golpear objetos.

A pesar de la crueldad atroz que los seres humanos muestran hacia los animales en todo el mundo, no parece probable que alguien contemple el asunto de este modo. Los brotes de respeto, ternura, camaradería e incluso veneración que se alternan con la insensibilidad más irreflexiva, parecen conformar el perfil típico de la actitud humana. También es posible advertir la misma alternancia en las relaciones entre los propios seres humanos. No puede por tanto ser una actitud restringida sólo a las cosas. Incluso la crueldad en sí misma, cuando es deliberada, parece requerir que sus objetos no sean meros instrumentos físicos, sino elementos capaces de responder como personajes específicos de la obra teatral. En términos más generales, el atractivo de actividades como la caza o las corridas de toros parece depender de la sensación de burla y derrota que se extrae de una presa u oponente consciente, un «otro» capaz de poner resistencia en el juego o la función. El guión requiere de personajes nohumanos que puedan interpretar bien o mal su papel. Moby Dick no es un extra. Y es probable que la crueldad deliberada requiera de este elemento de consideración al otro para el envilecimiento. El «otro» no siempre es otro ser humano. 

Por supuesto, que la crueldad produce envilecimiento es algo que goza de una admisión muy extendida, y este hecho sirvió al abogado de Le Vasseur para fundamentar una defensa alternativa. Llamó la atención sobre el estatus de empleado estatal de su cliente, lo que le confería autoridad para actuar como lo hizo en defensa de un «otro» que en este caso era el Estado, cuyos valores sociales se habían visto perjudicados por el trato dedicado a los delfines. Este alegato fue rechazado sobre la base de que, a ojos de la ley, la crueldad hacia los animales es sólo una infracción menor, mientras que el robo es un delito grave. En consecuencia, la elección entre dos males no cabía resolverla en favor del robo, el delito más grave. Es interesante que este argumento no se oponga a tratar a EEUU como a «otro» o a «otra persona» —que no insista en que una persona es sólo un ser humano—, sino que se apoye en la afirmación de que este «otro» encuentra sus valores mucho más afectados por el robo que por la crueldad hacia los delfines. 

Si ya este tipo de argumentos no son fáciles de manejar ni siquiera en relación con personas normales y corrientes, no digamos ya en referencia a una nación. ¿Qué grado de mal le corresponde a la crueldad? Una vez admitido que el punto de vista de la víctima no cuenta, que el daño sólo puede cometerse contra el acusado o alguna entidad de la que forme parte, nos vemos obligados a alejarnos de las consideraciones clave del argumento y a formularlo de manera forzada y de acuerdo con motivos que no son realmente los cruciales. ¿La crueldad es forzosamente depravada? Parece oportuno plantearle esta pregunta a esta clase de perspectivas, en parte con juicio empírico, en relación a la facilidad con que la gente puede caer en la depravación, y en parte quizá con juicio estético, a fin de descubrir hasta qué punto son los actos crueles forzosamente desagradables y repulsivos. En tal caso, estos actos parecen semejarse a otros que son repulsivos sin ser inmorales, como comerse a personas que no han sido asesinadas o contemplar atrocidades sobre las cuales no se tiene ningún control. El tema está más próximo a la pornografía que al aborto y la eutanasia. (En los debates sobre permisividad llevados a cabo en la década de 1960 se produjeron algunos casos de solapamiento, como cuando una galería de arte de Londres organizó un espectáculo en el que algunos peces eran electrocutados como parte de la exposición y los esfuerzos por prohibirlo fueron acusados de ser una expresión de censura carente de sensibilidad estética.)

El razonamiento parece fallar en el algún punto. La característica distintiva de los actos censurados por motivos puramente estéticos debería ser que sus efectos se limitan a quienes los han llevado a cabo. Ningún otro ser sintiente sale perjudicado en ellos. Ese es el tipo de problema al que se enfrentan los anarquistas cuando reciben la marginación de la sociedad, por ejemplo. Pero la crueldad no plantea este tipo de problemas, ya que la presencia de ese «otro» perjudicado se torna esencial. En nuestro caso ese «otro» se diría que es el delfín. ¿Es posible pensar de otra manera? ¿Es posible presentar una objeción de tipo indirecto contra la crueldad, alegando, por ejemplo, que es algo de mal gusto? 

Así parece actuar la ley en este caso. Y al hacerlo, se enfrenta a una dificultad común, aquella que surge en cuanto la opinión pública empieza a cambiar. Los estándares legales no son completamente independientes de los estándares morales. Fluyen de ellos y se cristalizan en formas diseñadas para expresar ciertas ideas morales selectas. Cuando las percepciones cambian radicalmente, las leyes se transforman. Pero a menudo se producen sacudidas y discrepancias a resultas de un ritmo de cambio diferente. Las nuevas percepciones morales requieren que los cristales se rompan y se vuelvan a recomponer, y ese es un proceso que lleva tiempo. Los cambios de este tipo han alterado repetidas veces las reglas que rodean al tema crucial que nos concierne: la marcada división del mundo en personas y propiedades. El cambio de talante frente a la esclavitud es un ejemplo claro de ello, al que volveremos más adelante. Pero vale la pena destacar primero que los descubrimientos más reveladores y objetivos también pueden marcar la diferencia. Cuando nuestra civilización desarrolló su perspectiva en relación a esa barrera por especies que sigue conservando, los animales nohumanos mejor desarrollados eran aún unos desconocidos. Leyendas aparte, se suponía que las ballenas y los delfines eran muy parecidos a los peces. Los grandes simios ni siquiera fueron descubiertos hasta el siglo XVIII, y hasta las últimas décadas apenas se ha tenido ningún conocimiento real sobre sus vidas. Respecto de las criaturas más familiares también se tenía una ignorancia general, al mismo tiempo que se descartaban de forma irreflexiva las evidencias disponibles; no hubo reconocimiento ni fe hacia sus capacidades sociales. Las principales tradiciones intelectuales de nuestra cultura nunca previeron la necesidad de pulir su tosca, extrema y lúgubre dicotomía entre los hombres y las bestias. A pesar de los esfuerzos de muchos pensadores inquietos, desde Plutarco hasta Montaigne, y desde Blake hasta John Stuart Mill, ningún otro modelo se llegó a desarrollar jamás. Si unos extraterrestres aterrizasen mañana, los abogados, los filósofos y los sociólogos tendrían que ponerse a discurrir a toda prisa. (No es que espere la llegada de los extraterrestres, pero forman parte del mobiliario imaginativo de nuestra era, de modo que es legítimo echar mano de ellos para despertarnos de nuestro dogmático letargo.) La ciencia ficción, aunque útil en ocasiones, se ha desmarcado a menudo del problema al hacer que sus extraterrestres no sean otra cosa que científicos con antenas verdes, seres dotados de un tipo de «inteligencia» que sería de inmediato admitida en el Instituto Tecnológico de Massachusetts —solo que un poquito superior, claro. Pero el hecho de que los delfines y los gorilas sean incapaces de desarrollar tesis doctorales nos permite salir al paso con respecto a los terrícolas no humanos. Las «personas» y sus correspondientes derechos pueden continuar siendo definidos bajos los términos de este tipo de inteligencias, de tal modo que podamos así seguir envenenando a discreción a las palomas del parque en cualquier momento que nos plazca. 

La pregunta es, ¿por qué este tipo de inteligencia debería ser tan importante y por qué debería marcar los límites de nuestra consideración moral? Con frecuencia se supone que el deber lo tenemos sólo para con aquellos seres dotados de la facultad del habla. El porqué de esta suposición, sin embargo, no está nada claro. Es probable que, en esencia, Bentham estuviese en lo cierto en su Introducción a los principios de la moral y la legislación: «La pregunta no es… ¿pueden hablar?, sino ¿pueden sufrir?» Pero los chimpancés, los gorilas y los delfines presentan ahora un problema adicional, y es que hay quienes han tratado de enseñarles un determinado tipo de habla, al parecer con cierto éxito. Estas iniciativas podrían habernos instruido mucho sobre las nuevas categorías requeridas para una clasificación más sutil por nuestra parte de los seres de este mundo. Por desgracia, el proyecto se está oscureciendo a causa de la encarnada oposición de personas que se obstinan en las viejas categorías y ven su curso como un intento ilícito por traspasar la frontera de contrabando. Esta reacción es extremadamente interesante. ¿Cuál es la amenaza? Es poco probable que estos elocuentes simios y cetáceos se hagan con el mando del gobierno. Lo único que podría ocurrir es que nos resulte mucho más difícil excluirlos de nuestras consideraciones éticas. En particular, su empleo como sujetos experimentales podría empezar a contemplarse de una forma muy distinta. ¿Es posible amurallar la frontera por medio de una negativa resuelta e inquebrantable a la admisión de que estos animales hablan? 

Es comprensible que la gente haya pensado de esta manera, pero no es probable que ésta sea la solución al problema. Lo que convierte a las demás criaturas en nuestros semejantes, en sujetos con derecho a una consideración básica, no es su capacidad intelectual, sino su hermandad emocional. Y si buscamos los atributos que justificarían una demanda más elevada, haciendo que ciertas criaturas se aproximen al mismo grado de consideración debida a los humanos, encontramos que el más relevante parece ser ese tipo de complejidad sensitiva, social y emocional que se expresa en la formación de relaciones profundas, delicadas y estables. El don de imitar algunas de las habilidades intelectuales que son importantes para los humanos es sin duda un buen indicativo de lo anterior, pero no es algo crucial. Ya sabemos que tanto los simios como los delfines poseen este tipo de complejidad social y emocional. Si buscamos los elementos que hacen de las «personas» sujetos dignos de consideración moral, creo que podemos arrojar algo de luz comparando a estas sensibles criaturas con los ordenadores de última generación, programados de tal manera que, de acuerdo con el uso polémico actual, bien pueden ser calificados de «inteligentes». Estos ordenadores no perturban nuestro sueño bajo inquietud moral alguna, ni lograrían hacerlo por muy «inteligentes» que llegaran a ser, a menos que un buen día se nos revelasen como conscientes, sensibles y dotados de emociones. Si así ocurriera, nos veríamos enfrentados al grave problema al que tuvo que enfrentarse el doctor Frankenstein. (El ansia con que Frankenstein condujo sus investigaciones al desastre es algo sobre lo que deberían reflexionar los creadores de monstruos contemporáneos.) Pero aquellos que enfatizan la inteligencia de los ordenadores no encuentran razón alguna para llamarlos personas o reconocerlos como miembros de la comunidad moral. El habla, por lo tanto, tampoco sirve de alegato en el caso de los simios. Lo fundamental es el hecho ya evidente, y que el habla apenas viene a imposibilitar su negativa, de que son seres sociales dotados de una gran sensibilidad. 

No creo que estas deliberaciones sean sólo cosa de locos o extremistas. Parecen bastante extendidas hoy en día, y es probable que a todos nos invadan en algún momento, por más que no sepamos bien qué hacer con ellas. Si esto es así, y si la ley no les confiere todo su valor, entonces se habrá llegado al punto en que la legislación ha de ser modificada a fin de poner remedio a su conflicto con la moral. Existe un precedente obvio, un precedente al que trataron de apelar aquellos que habían liberado a los delfines:

«Tras sacar a los delfines de los tanques, los liberadores dejaron un mensaje que los identificaba como el «ferrocarril submarino», una referencia al ferrocarril subterráneo, la red de liberación de esclavos que los abolicionistas organizaron en los días previos a la Guerra Civil. A lo largo de la década de 1850, hubo ocasiones en que los jurados se negaron a condenar a las personas acusadas de liberar a los esclavos de forma subrepticia. Ese era el tipo de reivindicación que Le Vasseur y Sipman estaban demandando … No se consideraban criminales. De hecho, consideraban que, si había algún crimen, ese era el de mantener a los delfines —criaturas inteligentes y altamente conscientes, sin antecedentes penales de ninguna clase— en un confinamiento y aislamiento perpetuo, en pequeños tanques de hormigón fabricados para llevar a cabo sobre ellos experimentos reiterados.»

Si volvemos a los extraterrestres por un momento y nos planteamos si acaso los más inteligentes de ellos tendrían derecho a mantener bajo estas mismas condiciones a los seres humanos que los visitasen, por estúpidos que estos pudieran ser, creo que hasta al mayor enemigo de los astronautas podría empezar a comprender el punto de vista de Le Vasseur y Sipman. Atrincherar las leyes en torno al termino «persona» no parece suficiente recurso para rechazarlo. Necesitamos nuevas ideas, nuevos conceptos y nuevas palabras, y no estamos menos dotados para lograrlo que las gentes de 1850.

Mary Midgley
1985

Texto original publicado en inglés en animal-rights-library.com, «Persons and Non-Persons» y traducido al español por Igor Sanz

Editorial Cultura Vegana
www.culturavegana.com

FUENTES BIBLIOGRÁFICAS

1— En Peter Singer (ed), In Defense of Animals, New York: Basil Blackwell, 1985, pp. 52-62.


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