¿Cómo entonces la planta, que está fija en la tierra y que encuentra en ella su alimento, habría podido desarrollarse en el sentido de la actividad consciente?
La membrana de celulosa con la que se envuelve el protoplasma, al mismo tiempo que inmoviliza el organismo vegetal más simple, lo sustrae, en gran parte, a las excitaciones exteriores que actúan sobre el animal como irritantes de la sensibilidad y que le impiden adormecerse [1]. La planta es pues generalmente inconsciente. Pero aun aquí debemos guardarnos muy bien de establecer distinciones radicales. Inconsciencia y conciencia no son dos etiquetas que podamos pegar maquinalmente, una sobre la célula vegetal, otra sobre los animales. Si la conciencia se adormece en el animal que ha degenerado en parásito inmóvil, inversamente se despierta, sin duda, en el vegetal que ha reconquistado la libertad de sus movimientos, y se despierta en la exacta medida en que el vegetal ha reconquistado esta libertad.
Conciencia e inconsciencia señalan, además, las direcciones en que se han desarrollado los dos reinos, en el sentido de que para encontrar las mejores muestras de la conciencia en el animal es preciso ascender hasta los representantes más elevados de la serie, en tanto que para descubrir casos probables de conciencia vegetal es necesario descender tan abajo como sea posible en la escala de las plantas, llegar a las zoosporas de las algas, por ejemplo, y más generalmente a estos organismos unicelulares de los que puede decirse que dudan entre la forma vegetal y la animal. Desde este punto de vista, y en esta medida, definiríamos el animal por la sensibilidad y la conciencia despierta; el vegetal, por la conciencia adormecida y la insensibilidad.
En resumen, el vegetal fabrica directamente sustancias orgánicas con sustancias minerales: esta aptitud le releva en general de moverse y, por lo mismo, de sentir. Los animales, obligados a ir en busca de su alimento, han evolucionado en el sentido de la actividad locomotriz y por consiguiente de una conciencia cada vez más amplia, cada vez más distinta.
Ahora bien, que la célula animal y la célula vegetal deriven de un tronco común, que los primeros organismos vivos hayan oscilado entre la forma vegetal y la forma animal, participando de una y de otra a la vez, esto es lo que nos parece dudoso. Acabamos de ver, en efecto, que las tendencias características de la evolución de los dos reinos, aunque divergentes, coexisten todavía hoy, tanto en la planta como en el animal. Sólo difiere la proporción. De ordinario, una de las dos tendencias recubre o aplasta a la otra; pero, en circunstancias excepcionales, ésta se separa y reconquista el lugar perdido. La movilidad y la conciencia de la célula vegetal no están adormecidas hasta tal punto que no puedan despertarse cuando las circunstancias lo permiten o lo exigen. Y, por otra parte, la evolución del reino animal se ha visto sin cesar retardada, o detenida, o vuelta atrás, por la tendencia que ha conservado a la vida vegetativa.
Por plena y desbordante que pueda parecer, en efecto, la actividad de una especie animal, el embotamiento y la inconsciencia la acechan. No mantiene su papel sino por un esfuerzo, al precio de un cansancio. A lo largo de la ruta sobre la que el animal ha evolucionado, se han producido desfallecimientos sin número, decaimientos que se refieren en la mayor parte a hábitos parasitarios y que son otros tantos retrocesos hacia la vida vegetativa. Así, todo nos hace suponer que el vegetal y el animal descienden de un tronco común que reunía, en su primer estado, las tendencias de uno y otro.
Pero las dos tendencias que se implicaban recíprocamente en esta forma rudimentaria se disociaron al agrandarse. De ahí el mundo de las plantas con su fijeza y su insensibilidad, y de ahí también los animales con su movilidad y su conciencia. No hay necesidad, por lo demás, de hacer intervenir una fuerza misteriosa para explicar este desdoblamiento. Basta señalar que el ser vivo apunta naturalmente a lo que le es más fácil, y que vegetales y animales han optado, cada uno por su parte, por dos géneros diferentes de facilidad en la manera de procurarse el carbono y el nitrógeno que les es indispensable. Los primeros, continua y maquinalmente, extraen estos elementos de un medio que se los suministra sin cesar. Los segundos, por una acción discontinua, concentrada en algunos instantes, consciente, quieren encontrar estos cuerpos en organismos que ya los han fijado. Son dos soluciones diferentes en la comprensión del trabajo, o, si se quiere, de la pereza.
También nos parece dudoso que se descubran en la planta elementos nerviosos, por rudimentarios que se los suponga. Lo que se corresponde en ella a la voluntad directriz del animal es, a nuestro entender, la dirección en que desvía la energía de la radiación solar cuando se sirve de ella para romper la vinculación del carbono con el oxígeno en el ácido carbónico. La sensibilidad del animal está sustituida aquí por la impresionabilidad especialísima de la clorofila de la planta a la luz. Ahora bien, como un sistema nervioso es, ante todo, un mecanismo que sirve de intermediario entre sensaciones y voliciones, el verdadero «sistema nervioso» de la planta nos parece ser el mecanismo o, mejor, la combinación química sui generis que sirve de intermediario entre la impresionabilidad de su clorofila a la luz y la producción del almidón. Lo que equivale a decir que la planta no debe tener elementos nerviosos, y que el mismo impulso que llevó al animal a producirse nervios y centros nerviosos, condujo, en la planta, a la función clorofílica. [2]
Esta primera ojeada sobre el mundo organizado va a permitirnos determinar en términos más precisos lo que une a los dos reinos y también lo que les separa.
Supongamos, como hacíamos entrever en el capítulo precedente, que hay en el fondo de la vida un esfuerzo por injertar en la necesidad de las fuerzas físicas la mayor suma posible de indeterminación. Este esfuerzo no puede conducir a crear energía, o si la crea, la cantidad creada no pertenece al orden de magnitud sobre el cual tienen poder nuestros sentidos y nuestros instrumentos de medida, nuestra experiencia y nuestra ciencia. Todo pasará, pues, como si el esfuerzo apuntase simplemente a utilizar lo mejor posible una energía preexistente, que encuentra a su disposición. No hay más que un medio para alcanzar éxito: es obtener de la materia una acumulación tal de energía potencial que pueda, en un momento dado, haciendo mover un resorte, obtener el trabajo de que se tiene necesidad para actuar. Él mismo no posee más que este poder de soltar el resorte. Pero este trabajo, aunque siempre el mismo y siempre más débil que cualquier cantidad dada, será tanto más eficaz en cuanto que haga caer de lo más alto un peso mayor, o, en otros términos, que la suma de energía potencial acumulada y disponible será más considerable. De hecho, la fuente principal de la energía utilizable en la superficie de nuestro planeta es el sol.
El problema era pues éste: obtener del sol que aquí y allí, en la superficie de la tierra, suspendiese parcial y provisionalmente su gasto incesante de energía utilizable, que almacenase una cierta cantidad, en forma de energía no utilizada todavía, en depósitos apropiados, de donde se la pudiera hacer salir en el momento querido, al lugar querido y en la dirección querida. Las sustancias de que se alimenta el animal son precisamente depósitos de este género. Formadas de moléculas muy complicadas que encierran en estado potencial una suma considerable de energía química, constituyen una especie de explosivos que no esperan más que la chispa para poner en libertad la fuerza almacenada. Ahora que es probable que la vida tendiese en primer lugar a obtener, a la vez, la fabricación del explosivo y la explosión que lo utiliza. En este caso, el mismo organismo que hubiese almacenado directamente la energía de la radiación solar la habría gastado en movimientos libres en el espacio. Por lo cual debemos presumir que los primeros seres vivos trataron, por una parte, de acumular sin descanso la energía tomada del sol, y de otra, de gastarla de una manera discontinua y explosiva por movimientos de locomoción: los infusorios de clorofila simbolizan quizá todavía hoy, pero en una forma rudimentaria e incapaz de evolucionar, esta tendencia primordial de la vida.
¿Corresponde el desarrollo divergente de los dos reinos a lo que podría llamarse metafóricamente el olvido, por cada reino, de una de las dos mitades del programa? O bien, lo que es más verosímil, ¿la naturaleza misma de la materia que la vida encontraba ante sí en nuestro planeta se oponía a que las dos tendencias pudiesen evolucionar juntas y por mucho tiempo en un mismo organismo? Lo que resulta cierto es que el vegetal se apoyó sobre todo en el primer sentido y el animal en el segundo. Pero si, desde el principio, la fabricación del explosivo tuviese por objeto la explosión, sería entonces la evolución del animal, mucho más que la del vegetal, la que indicase, en suma, la dirección fundamental de la vida.
La «armonía» de los dos reinos, los caracteres complementarios que presentan, provendrían, en fin, de que desarrollan dos tendencias primeramente fundidas en una sola. Cuanto más aumenta la tendencia original y única, más difícil le resulta mantener unidos en el mismo ser vivo los dos elementos que, en estado rudimentario, están implicados el uno en el otro. De ahí un desdoblamiento, de ahí dos evoluciones divergentes; de ahí también dos series de caracteres que se oponen en ciertos puntos, completándose en otros, pero que, ya se completen ya se opongan, conservan siempre entre sí un aire de parentesco. Mientras el animal evolucionaba, no sin accidentes, a lo largo de la ruta hacia un gasto cada vez más libre de energía discontinua, la planta perfeccionaba su sistema de acumulación en el mismo lugar. No insistiremos sobre este segundo punto.
Bástenos decir que la planta debió servirse grandemente, a su vez, de un nuevo desdoblamiento, análogo al que se había producido entre plantas y animales. Si la célula vegetal primitiva debiese por sí misma fijar su carbono y su nitrógeno, hubiese podido casi renunciar a la segunda de estas dos funciones el día en que vegetales microscópicos apoyasen exclusivamente en este sentido y no se especializasen por otra parte diversamente en este trabajo tan complicado. Los microbios que fijan el nitrógeno de la atmósfera y los que, alternativamente, convierten los compuestos amoniacales en compuestos nitrosos y éstos en nitratos, prestaron al conjunto del mundo vegetal, por la misma disociación de una tendencia primitivamente única, el mismo género de servicio que prestan en general los vegetales a los animales. Si se crease para estos vegetales microscópicos un reino especial, podría decirse que los microbios del suelo, los vegetales y los animales nos presentan el análisis, operado por la materia que la vida tenía a su disposición sobre nuestro planeta, de todo lo que vida contenía primero en estado de implicación recíproca.
¿Es esto, hablando con propiedad, una «división del trabajo»? Estas palabras no darían una idea exacta de la evolución, tal como nosotros nos la representamos. Donde hay división del trabajo, hay asociación y hay también convergencia del esfuerzo. Por el contrario, la evolución de que hablamos no se cumple nunca en el sentido de una asociación, sino de una disociación; nunca hacia la convergencia, sino hacia la divergencia de los esfuerzos. La armonía entre términos que se completan en ciertos puntos no se produce, según nosotros, en el curso de la ruta por una adaptación recíproca; por el contrario, no se encuentra completa más que en el punto de partida. Deriva de una identidad original. Proviene de que el proceso evolutivo, que se produce en forma explosiva, separa unos de otros, y a medida de su crecimiento simultáneo, términos tan complementarios primeramente que justamente se confundían.
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Henri Bergson
La Evolución creadora
NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1—Cope, ob. cit., pág. 76.
2— L’assimilation de l’acide carbonique par les chrysalides de Lépidoptères, María von Linden, (C. R. de la Soc. de biologie, 1905, pág. 692 y ss.). Lo mismo que la planta en ciertos casos encuentra la facultad de mover activamente lo que dormita en ella, así el animal puede, en circunstancias excepcionales, colocarse en las condiciones de la vida vegetativa y desarrollar en él un equivalente de la función clorofílica. Parece resultar, en efecto, de las recientes experiencias de María von Linden, que las crisálidas y las larvas de diversos lepidópteros, bajo la influencia de la luz, fijan el carbono del ácido carbónico contenido en la atmósfera.
Editorial Cultura Vegana
www.culturavegana.com
FUENTES BIBLIOGRÁFICAS
- Estos párrafos pertenecen al capítulo II de La Evolución creativa de Henri Bergson. La traducción al castellano de las obras contenidas en el presente volumen se ha realizado sobre los textos franceses publicados por Les Presses Universitaires de France, de París, en la colección Bibliothéque de Philosophie Contemporaine, cuyo título original es: L’Evolution créatice y son obra de José Antonio Miguez, Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Madrid.
- amazon.com, «La Evolución creadora», Henri Bergson, Create Space Independent Publishing Platform, 26 de febrero de 2016. La evolución creadora: la distinción entre lo orgánico y lo inorgánico. El repaso de las teorías evolutivas y su proposición. La conciencia se impone a la materia, la duración como trazo de unión. En este libro Bergson hace acopio de algunas de las ideas más importantes en torno a su propia filosofía vitalista.
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