¿De verdad preguntas, tú, por qué razón se abstuvo Pitágoras de comer carne? [1]
I
En lo que a mí respecta, quisiera saber —perplejo como estoy— con qué actitud, con qué suerte de disposición anímica o mental, la primera persona probó sangre con su boca, rozó con sus labios carne de animal muerto y —preparando mesas de cuerpos e imágenes inertes— denominó «alimento» y «nutrición» a miembros que, poco antes, podían rechinar, aullar, moverse y ver.
¿Cómo podía la vista de esta persona recrearse en la matanza de animales que eran degollados, desollados, despedazados? ¿Cómo soportaba su olfato el hedor? ¿Cómo no repugnaba la contaminación a su gusto, el cual se hallaba en contacto con las llagas de otros seres y recibía flujos y sangre de heridas mortales? [2]
Las pieles se arrastraban y mugía sobre los asadores carne cruda y asada, y había como una voz de vaca. [3]
Se trata, obviamente, de una invención y un mito pero, en realidad, es una cena espantosa: a saber, que una persona tenga apetito de seres que todavía mugen y, mientras, nos ilustre sobre los animales de que debemos alimentarnos cuando aún viven y emiten sonidos; y que, además, disponga varios modos de aderezo, asado y presentación.
Considerando cuanto antecede, deberíamos prestar atención a la primera persona que inició el proceso [4], no a quien, posteriormente, se detuvo.
II
Podría decirse que, para quienes por vez primera decidieron comer carne, el motivo era la absoluta necesidad y más aún, la penuria. [5] En efecto, ellos no ejercían esa práctica cuando transcurría su vida entre deseos ilícitos o cuando —disponiendo en abundancia de materias necesarias— se daban a placeres antinaturales, fuera de lugar. Mas, de recobrar en este mismo instante sensibilidad y voz, dirían posiblemente: «dichosos y amados de los dioses quienes hoy vivís; ¡qué época os ha correspondido! Disfrutáis y administráis un solar rico en bienes. ¡Cuánta vegetación tenéis, cuántas cosechas, cuánta riqueza obtenéis de los campos, cuánta delicia de los árboles! Es más, tenéis la posibilidad de vivir en el lujo sin mancillaros con sangre. Y es que a nosotros nos tocó una parte de la historia del tiempo sumamente dura y terrible, cuando caímos en una miseria importante, irresistible, debido a la primera generación. [6] Aire y astros mezclados con agua turbia e inestable, con fuego y tornados también, cubrían el cielo. Y no se había establecido un sol todavía el cual, dotado de curso firme y estable, dividiera el amanecer y el anochecer, y que, después, de nuevo los trajera, coronándolos de estaciones fructíferas, de guirnaldas de flores. Y la tierra quedó asolada porque los ríos perdieron su cauce; y prácticamente todo quedó «informe a causa del lodo» y se vio devastado por barrancos cenagosos, bosques y selvas yermos. No existía recolección de frutos ni herramientas ni técnicas basadas en la experiencia [7]. Entonces el hambre no cesaba ni la semilla de grano aguardaba la estación propicia. ¿Por qué extrañarse si, de modo antinatural, nos servimos de carne de animales cuando se comía fango, se roía corteza de árbol y se era afortunado con hallar grama que germinaba o una raíz de junco? Si, tras probar una bellota, la comíamos, bailábamos de alegría en derredor de una encina o una haya, y la llamábamos «donante de vida», «madre», «nutricia».
Esta era la única fiesta que conocía la vida de entonces: el resto era, absolutamente todo, un sinfín de angustia y tristeza. Ahora bien, a quienes vivís en la actualidad, ¿qué arrebato o qué locura os impulsa a mancillaros con sangre, cuando tenéis cubiertas vuestras necesidades? ¿Por qué hacéis escarnio de la tierra, como si no pudiera alimentaros? ¿Por qué sois impíos con Deméter, portadora de leyes, y deshonráis al afable y dulce Dioniso, como si no obtuvieseis de ellos lo suficiente? [8] ¿No os avergonzáis de mezclar nuestros frutos con sangre y muerte? Y eso que llamáis «salvajes» a las serpientes, a los leopardos y a los leones, pero no sois inferiores a ellos en crueldad cuando matáis: de hecho, para ellos la muerte es alimento; para vosotros, «guarnición».
III
Está claro que —a menos que debamos defendernos— no comemos leones y lobos; al contrario, nos olvidamos de ellos. Sin embargo, apresamos y matamos animales mansos y domésticos, carentes de aguijones y dientes para dañamos, seres a los que —por Zeus que sí— parece haber creado la naturaleza merced a su belleza y encanto. [Es como si una persona, a la vista de que el Nilo se desborda e inunda la región con su limo fértil y fructífero, no se sorprendiese —a tenor de lo que aporta— de que proporciona fecundidad y riqueza en frutos extraordinariamente dulces y útiles para la vida sino que, observando en cualquier lugar a un cocodrilo que está nadando, una culebra que lleva la corriente o un montón de animales salvajes, objetase que estas criaturas provocan nuestra condena y la necesidad imperiosa de operar así. O como si —por Zeus— , al ver esta tierra y estos cultivos llenos de frutos dulces y cargados de espigas de trigo, pero detectar en algún rincón, entre esta mies, un poco de cizaña o yero, obviara recolectar y cosechar los primeros para lamentarse de los últimos. Esto es parecido a quien asiste al discurso de un orador en cierta causa judicial: el discurso es rico en elocuencia y en defensa de alguien sumido en peligros; o tal vez — sí, por Zeus— es de condena y acusación de actos temerarios y mezquinos. Y el discurso fluye y progresa no de un modo simple, ramplón; al contrario, se atiene a numerosos registros (o más bien a todo género) de actitudes emocionales; se ajusta igualmente a los ánimos —variados, diferentes— de los oyentes y de los jueces, ánimos que se deben persuadir y modificar o —por Zeus que sí— suavizar, mitigar, aplacar. Pues bien, la persona en cuestión renuncia a examinar este aspecto del problema y a evaluar el tema capital para seleccionar expresiones erradas que la intervención, en su curso, ha introducido debido al ímpetu de la acción, (deslices casuales que se han incorporado al discurso). Y, a la vista de cualquier demagogo. [9]
IV
El caso es que nada nos perturba: ni el aspecto de le carne fresca, ni el carácter persuasivo de la voz melodiosa, ni la pureza en los hábitos de vida, ni la peculiaridad de la inteligencia de estas pobres criaturas [10]. Sin embargo, por una pequeña porción de carne, les privamos del sol, de la luz, del curso de su vida, cosas que, por esencia y naturaleza, merecen. De este modo, los gritos que emiten y elevan nos parecen inarticulados y no plegarias, súplicas, justas del que dice: «no censuro que obres por necesidad, sino por desmesura; sacrifícame para comer pero no me captures para un bocado delicioso». ¡Qué crueldad! Es terrible la visión de una mesa, ya preparada, de hombres ricos que se sirven de carniceros y cocineros como vigilantes de animales muertos. Pero hay algo más terrible: la mesa una vez recogida; hay más restos que alimentos ingeridos. En suma, los animales mueren en vano. Más aún, hay otras personas que se abstienen de comer platos cocinados e impiden que los animales sean fileteados y troceados. Rechazan la carne de los animales muertos pero no evitan la suerte de los vivos.
V
En efecto, en nuestra opinión es absurda la afirma de tales hombres en el sentido de que el principio de la práctica se halla en la naturaleza. Efectivamente, que el acto de comer carne no es connatural al ser humano viene demostrado, en principio, por la morfología de su cuerpo. [11] Y es que el cuerpo del ser humano no se parece al de las criaturas de condición carnívora: carece de hocico corvo, de garras agudas, de poderosas fauces, de estómago resistente, de jugos internos capaces de digerir y elaborar alimentos pesados, y carne. Así es que, por estas razones —la sencillez de los dientes, la pequeñez de la boca, la delicadeza de la lengua, la escasa capacidad de nuestros jugos para la digestión—, la naturaleza desaprueba comer carne. Y si, a título personal, dices que has nacido para esta forma de alimentación, antes de nada sacrifica tú solo al animal que te quieras comer; pero por ti mismo, sin servirte de un cuchillo, un palo o un hacha.
Así es, del mismo modo que los lobos, osos y leones matan a los animales que se comen, apresa un buey a mordiscos, o desgarra con la boca a un cerdo, un cordero o una liebre. Y, tras saltar sobre ellos, comételos todavía vivos como hacen los animales antedichos. Ahora bien, si aguardas a que el objeto de tu comida sea cadáver y te resulta indecoroso arrojar de la carne el alma ahí presente, ¿por qué comes, de modo antinatural, lo que está vivo? Con todo, nadie osaría comer un animal sin vida tal y como, cadáver, se encuentra. Al contrario, lo cuecen, lo asan, cambian su aspecto con fuego y hierbas; alteran, modifican y matizan con numerosas especias la pieza a fin de que el paladar, bien engatusado, acepte lo que le resulta extraño. A fe que era gracioso lo de aquel espartano, el cual, nada más comprar un pescadito en una tienda, lo dio al tendero para que se lo preparara. El tendero le pidió queso, vinagre y aceite, a lo que repuso el espartano: «si hubiera tenido estos ingredientes no habría comprado pescado» [12].
En cuanto a nosotros, nos recreamos tanto en el sacrificio que llamamos «guarnición» a la carne; y luego precisamos de guarnición para la propia carne, así que mezclamos aceite, miel, salsa de pescado, vinagre con especias sirias y arábigas como si, en realidad, estuviéramos embalsamando un cadáver para su sepelio. Efectivamente, aun triturada, suavizada y en cierto modo disuelta la carne, es laborioso el proceso de la digestión; más aún, incluso hecha la digestión, la carne provoca pesadez aguda e indigestiones malsanas.
VI
Diógenes tuvo el arrojo de comer un pulpo crudo para eliminar la práctica de cocinar la carne [13]. Y, ante la presencia de numerosas personas a su alrededor, cubierto con su vieja capa, acerca la carne a su boca y dice: «por vuestro bien me arriesgo y expongo al peligro». Bonito peligro, por Zeus. Desde luego, no se arriesga como Pelópidas por la libertad de los tebanos, o como Harmodio y Aristogitón por la de los atenienses [14]: el filósofo se expone al peligro en combate contra un pulpo crudo para que nuestra vida se aproxime a la de los animales salvajes.
Sucede que la ingestión de carne es antinatural no sólo para el cuerpo sino que también toma grasiento el espíritu debido a la saciedad y al hartazgo: «el vino y el abuso de carne conforman un cuerpo fuerte y robusto, pero un espíritu débil». Y, para no granjearme las iras de los atletas, me atengo a ejemplos de mis conciudadanos: así, los atenienses nos tildaban a los beocios de ‘gruesos’, ‘insensibles’ y ‘necios’ debido, en buena medida, a nuestra voracidad: «estos individuos son cerdos…»; y Menandro: «quienes tienen mandíbulas» [15]; y Píndaro: «a saber después…» [16]. Como dice Heráclito, «un espíritu enjuto es el más sabio» [17]. Los vasos vacíos, cuando se percuten, hacen ruido; si se llenan, no suenan con los golpes. Las láminas de bronce propagan los ruidos en círculo hasta que alguien, tocándolas con la mano, interrumpe y anula el proceso de la vibración. Un ojo lleno de exceso de humedad pierde agudeza visual para las funciones que le son propias.
Si miramos al sol a través de una atmósfera húmeda y de una masa de vapores densos, no lo vemos diáfano ni brillante sino opaco, cubierto, con los rayos tenues. Del mismo modo, en fin, es absolutamente imperioso que —a causa de un cuerpo entorpecido, pesado y lleno de alimentos incompatibles— la luz y el fulgor del espíritu se tomen débiles y confusos, errantes e inconstantes, y que éste carezca de la brillantez y la intensidad precisas para ahondar en los fines —sutiles, difíciles de examinar— de las cosas.
VII
Al margen de lo indicado, ¿no parece que el hábito de la filantropía es cosa extraordinaria? En efecto, ¿quién podría agraviar a un ser humano si se comporta de manera indulgente y filantrópica con criaturas de otra especie? Hace un par de días recordé, mientras me hallaba en una discusión, aquella cita de Jenócrates [18] según el cual los atenienses condenaron a cierta persona que había desollado vivo a un camero.
En mi opinión, no es peor quien tortura a un ser vivo que quien arrebata su vida y lo mata. Al parecer, somos más sensibles a los actos contra las costumbres que a los actos contra la naturaleza. En esa ocasión me expresaba de un modo francamente coloquial. Dudo ahora (del mismo modo que duda el capitán de una embarcación en desplazarse con mal tiempo, o como duda el poeta en levantar la máquina cuando la función teatral se está desarrollando) en dirigir mi intervención —si se me permite— al principio que configura mi convicción: un principio de importancia, misterioso e inverosímil —como afirma Platón [19]— incluso para personas versadas y estudiosas del fenómeno de la muerte. Tal vez no sea mala cosa citar, como prólogo, las palabras de Empédocles … Aquí se refiere, alegóricamente, a las almas porque —debido a los sacrificios, a la ingestión de carne y al comer otras especies animales— quedan, a modo de condena, aprisionadas en los cuerpos [20].
En realidad, este principio parece notablemente antiguo: los relatos sobre las penalidades de Dioniso —a causa de su desmembramiento—, sobre los atropellos contra él de los Titanes —quienes, tras haber degustado su sangre, fueron sancionados y fulminados—, son un mito relativo, de manera simbólica, a la palingenesia: en efecto, lo que en nosotros es irracional, caótico y violento, lo que no proviene de la divinidad sino de espíritus malignos, los antiguos lo denominaban «Titanes» [21], esto es, «quienes reciben una sanción y cumplen condena». [22]
Plutarco
Moralia
Sobre comer carne I en amazon
Año 46 dC – 119 dC
NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1— Se trata del famoso intelectual Pitágoras, hijo de Mnesarco de Sanios, quien emigró a Crotona hacía el 531 aC tal vez por oposición política a la tiranía de Polícrates. Como testimonia un fragmento de Jenófanes (frg. 7 D), la tradición literaria confirma su creencia en la metempsícosis. Por cuanto afecta a la abstinencia en el consumo de carne, parece que la medida fue instituida por sus discípulos quienes continuaron y desarrollaron las enseñanzas del maestro. Un estudio fundamental sobre la doctrina pitagórica sigue siendo el de W. Buerkert, Lore and Science in Ancient Pythagoveanism, Harvard, 1972 (trad. inglesa del original alemán de Nuremberg, 1962). El lector hispano dispone de una buena síntesis, con escogida bibliografía, a cargo de M. García Teijeiro, en J.A. López Pérez (ed.), Historia de la Literatura Griega, Madrid, 1988, pág. 247.
2— La dramatización, de fuerte tono retórico, está ligada frecuentemente al estilo de Plutarco (sobre el cual puede atenderse a la aportación de J.A. Fernández Delgado, «El estilo de Plutarco en la historia de la prosa griega», E. Clás 102 [1992], 31-63). En esta ocasión, podemos observar cómo el autor presenta, casi ante óculos del lector, la práctica de comer carne con inclusión de los cinco sentidos propios del ser humano (la cita homérica posterior, como ejemplo de índole retórica, corona la argumentación con el sentido del oído). Todo ello —-aparte el paralelismo con Platón, Leyes 959 A-B— justifica la lectura eidolón («imágenes») transmitida en los manuscritos.
3— Se recoge el pasaje de Homero, Od. XII 395-396, en donde los dioses, atendiendo a la petición del Sol (cuyas vacas habían sido devoradas por los compañeros de Odiseo), mandan esos prodigios como admoniciones de las penalidades que Odiseo y los suyos habrían aún de soportar.
4— Al margen de que, como consta en la edición de W.C. Helmbold (cf. ad loc.), el pasaje pueda hacer alusión a un determinado personaje, es probable que nos hallemos ante un artificio retórico de obligado concurso en el género epidíctico (es decir, de elogio o vituperio sobre un sujeto o una acción), técnica a la que Plutarco es circunstancialmente proclive en tratados de acusada formalización retórica. En efecto, la amplificación (aúxésis) es un elemento fundamental en el género epidíctico desde sus primeros inicios, con Gorgias y Aristóteles. Pues bien, la preceptiva retórica indica que uno de los tópicos capitales, en este sentido, insta a recordar la primera persona que realizó un hecho (prótos), contingencia en la que aquí se detiene Plutarco.
5— Este extremo constituye uno de los principios básicos de la argumentación de Plutarco en el primer tratado. En realidad, las observaciones siguientes de nuestro autor pueden tener ciertas reminiscencias órficas (que no son las únicas en estos opúsculos, como veremos más adelante): el orfismo es una corriente religiosa que, originada en época arcaica, tiene en la antropogonía su mayor contribución a la historia del pensamiento religioso (sobre tal antropogonía, vid, infra, 996C). El caso es que, según parece desprenderse del pasaje presente, la primera generación de hombres asiste a la pérdida de una unidad beatifica, anterior, en la que no se consumía carne. Así, ellos se veían, por pura necesidad, en la obligación penosa de comer carne antes de que, con el tiempo, se pudiera restablecer el orden primero. Este aspecto parece apuntar a trazos de características órficas: véanse las sugestivas indicaciones de J. P. Vernant, Mito y religión en la Grecia antigua, trad. esp., Barcelona, 1991, págs. 73 ss.
6— La indicación de Plutarco parece remitir a Empédocles (frs. B 2 y 3 DK), filósofo y taumaturgo a quien se relaciona, precisamente, con el orfismo merced a su creencia en la transmigración de las almas y a su condición de vegetariano como áscesis para liberar, purificar el alma y alcanzar la experiencia mística (cf., infra, 996B-C).
7— La observación de Plutarco pretende sugerir una antinomia radical entre la comunidad salvaje, carente del dominio conjunto de una serie de técnicas, y la civilizada, aquella que sí dispondría de la pericia necesaria para el manejo simultáneo de las técnicas básicas. Naturalmente, Plutarco pretende insinuar una identificación entre salvajismo y consumo de carne, por un lado, y entre civilización y vegetarianismo, por otro. Cf. B. Farrington, Ciencia griega, trad. esp., Barcelona, 1979, pág. 19.
8— Como es lógico, las figuras de Deméter y Dioniso son divinidades introducidas de modo metafórico y simbolizan, respectivamente, la tierra cultivada (más propiamente el grano) y la vid.
9— Según todos los indicios y las observaciones de los críticos (cf. la edición de W.C. Helmbold, ad. loc.), el fragmento que consta entre corchetes pertenece genuinamente a Plutarco pero, con probabilidad, a otra obra. En cualquier caso, y dado que el pasaje se halla incompleto, desconocemos el objetivo último de las comparaciones que establece Plutarco. Con todo, no es de extrañar que el fragmento se filtrara, en su momento, a la obrita presente, ya que en el contenido del mismo subyace la crítica a quienes optan por hechos baladíes en perjuicio de los verdaderamente importantes, circunstancia esta que se corresponde con la práctica de los seres humanos que consumen carne (lo considerado frívolo) frente a las personas que se abstienen de comer carne animal (actitud juzgada aquí de
nobleza).
10— Plutarco incide ahora en uno de los argumentos de mayor enjundia, a saber, en la existencia de cierto tipo de inteligencia para los animales. En realidad, el queroneo anticipa una cuestión que debía de ser troncal en el segundo tratado y que, dado el carácter incompleto de éste, no tenemos perfectamente desarrollada: la polémica contra los estoicos quienes negaban la existencia de inteligencia en los animales. Como bien indican F. Becchi («Istinto e intelligenza negli scritti zoopsicologici di Plutarco», en F. Bandini, G, Pericoli [edd.], Scritti in memoria di Dino Peraccioni, Florencia, 1993, págs. 67 ss.) y A. Barigazzi («Implicanze morali nella polemica plutarchea sulla psicologia degli animali», en I. Gallo [ed.], Plutarco e le Scienze, Atti del IV convegno plutarcheo, Génova, 1992, especialmente págs. 298-303), el tema de la racionalidad de los animales está desarrollado con arreglo al principio de la physis y de la oikeíósis: es decir que en los animales existe un indicio de racionalidad en la medida en que siguen aquello que les es propio y rehuyen lo que les es ajeno por naturaleza. Al decir de Becchi (ibid., págs. 78-83), esta doctrina tiene su origen en el pensamiento aristotélico-peripatético y es utilizada por Plutarco con intenciones deliberadas de polémica antiestoica.
11— En consonancia con el parágrafo anterior, la argumentación de Plutarco adopta (seguramente con intenciones retóricas) posiciones tendenciosas y aun extremas: en efecto, si los animales están dotados de racionalidad e inteligencia merced a su seguimiento de cuanto les es natural, la demostración de que el consumo de carne es antinatural para el ser humano revelaría, a la postre, una cierta inferioridad psicológica, e incluso moral, de las personas que comen carne respecto de los animales. Todas las comparaciones posteriores (que se avienen perfectamente a la teoría retórica de la parabolé, esto es, de la inclusión de símiles para corroborar un hecho) ahondan en el tono retórico del pasaje.
12— En Dichos de espartanos 234E-F, la anécdota alude a carne, no a pescado.
13— La anécdota aparece también citada en Sobre si es más útil el agua o el fuego 956B. Se trata del conocido Diógenes de Sínope, quien se erigió en el siglo IV aC como el máximo exponente de la filosofía cínica. La práctica de ingerir carne cruda debe inscribirse en su intención provocativa de subrayar la inconsistencia de ciertas costumbres consideradas, por lo común, civilizadas (la reacción contracultural es esencial en la doctrina cínica: cf. J.L. Calvo , en J.A. López Fhrez [ed,], Historia de la Literatura Griega…, págs. 885-886). Para un acercamiento a la filosofía cínica, véase el libro de C, García Gual, La secta del perro. Diógenes Laercio: Vidas de los filósofos cínicos, Madrid, 1987.
14— La equiparación, en la inserción de los ejemplos, de tebanos y atenienses se aviene al uso frecuente de ejemplos relativos a personajes beocios (por razones de índole retórica o patriotera, incluso no excluyentes entre sí) en la obra de Plutarco. Cf., por ejemplo, Sobre la malevolencia de Heródoto o el principio del Sobre si es más útil el agua o el fuego.
15— Kock, Com. Att. Frag. III, 328.
16— OI. VI 89. Acto seguido, Píndaro indica en sus versos 89-90 «si con veraces razones conseguimos libramos del oprobio de ‘cerdo de Beoda’» (trad. de J. Alsina, Píndaro. Epinicios, Barcelona, 1988, pág. 135).
17— Fr. B 118 DK.
18— Fr. 99 Heinze.
19— Fedro 245C.
20— He aqui un anticipo de la doctrina de la metempsícosis en la que, más adelante, se detendrá Plutarco.
21— Como ha puesto de manifiesto la crítica, el mito —que aparece ligado a la teoría de la metempsícosis— presenta características manifiestamente órficas (vid. J. P. Vernant, Mito y religión…, págs. 74-75 y, sobre todo, A. Bernabé, «Plutarco e Torfismo», en I. Gallo [ed.], Plutarco e la religione. Atti del VI Convegno plutarcheo, Nápoles, 1996, particularmente págs. 75-76). En efecto, a partir de aquí Plutarco da mayor peso a los argumentos místico-religiosos. En esta ocasión el queroneo, sin citar la procedencia órfica del mito, trae a colación la antropogonía que simboliza cierta versión según la cual Dioniso habría sido devorado por los Titanes quienes, a su vez, habrían sido castigados por Zeus. De este modo, el ser humano habría nacido de los restos de los Titanes, por lo que estaría dotado de una parte buena (la que representa Dioniso) y de una mala (la propia de los Titanes). Cito, por su importancia, las palabras de Vernant (ibid. pág. 75): «surgida de las cenizas de los Titanes fulminados, la raza de los hombres arrastra la herencia de la culpabilidad por haber desmembrado el cuerpo del dios. Mas, purificándose de esa falta ancestral por los ritos y el género de vida órficos, absteniéndose de toda carne para evitar la impureza del sacrificio sangriento…, cada hombre … puede retornar también a la unidad perdida, reunir al dios y encontrar en el más allá una vida propia de la edad de oro».
22— Llegado este punto, el primer tratado Sobre comer carne se interrumpe.
Las traducciones, introducciones y notas han sido llevadas a cabo por: Vicente Ramón Palerm (Sobre la malevolencia de Heródoto, Cuestiones sobre la naturaleza, Sobre la cara visible de la luna, Sobre el principio del frío, Sobre si es más útil el agua o el fuego y Sobre comer carne) y Jorge Bergua Cavero (Sobre la inteligencia de los animales y Los animales son racionales o Grilo).
Editorial Cultura Vegana
www.culturavegana.com
Comparte este post Sobre comer carne en redes sociales