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Un argumento kantiano a favor de los Derechos Animales

Última edición: 14 noviembre, 2022 | Publicación: 26 agosto, 2022 |

La filosofía moral kantiana suele considerarse contraria tanto a la consideración moral como a los derechos legales de los animales nohumanos.

El propio Kant afirma sin ambages que los animales son «meros medios» e «instrumentos» y que, como tales, pueden ser utilizados para fines humanos. En el argumento que conduce a la segunda formulación del imperativo categórico, la fórmula de la humanidad como un fin en sí misma, Kant dice:

«Los seres cuya existencia no depende de nuestra voluntad, sino de la naturaleza, tienen, sin embargo, si son seres irracionales, solamente el valor relativo de medios, y por eso se les llama cosas; por el contrario, los seres racionales se denominan personas, porque su naturaleza misma los señala como fines en sí mismos, es decir, como algo que no debe ser usado como simple medio.»

FMC 4:428 [1]

En su ensayo «Conjeturas sobre el comienzo de la historia humana», un análisis especulativo sobre el origen de la razón en los seres humanos, Kant establece una conexión explícita entre el momento en que los humanos se dieron cuenta de que debían tratarse como fines en sí mismos y el momento en que se dieron cuenta de que los demás animales no debían ser tratados como tal. Dice:

«La primera vez que [el ser humano] le dijo a la oveja: «la piel que te cubre no te ha sido dada por la naturaleza para ti, sino para mí», arrebatándosela y revistiéndose con ella, tomó conciencia de un privilegio que concedía a su naturaleza dominio sobre los animales, a los que ya no consideró como compañeros en la creación, sino como medios e instrumentos para la consecución de sus propósitos arbitrarios.»

 CCHH 8:114 [2]

En su explicación de los derechos legales, Kant introduce un nuevo obstáculo a la cuestión de los derechos de los animales. Para Kant, el objetivo de los derechos legales no es, contrariamente a lo supuesto por muchos filósofos, proteger nuestros intereses más elementales. Su objetivo es definir y preservar la esfera máxima de libertad de cada ciudadano, dentro de la cual puede actuar como le parezca justo y apropiado. Se trata, en palabras de John Rawls, de fijar el marco en el que cada persona sea libre de perseguir su propia «concepción del bien» [3]. Kant cree que cada uno de nosotros posee el derecho innato a la libertad, que define como «la independencia frente al arbitrio constrictivo ajeno» (MC 6:237). Sostiene que sin la institución de unos derechos legales exigibles, nuestras relaciones con los demás se caracterizarían por la dominación unilateral de unos individuos sobre otros. El problema no es, o no sólo es, que los fuertes puedan tiranizar a los débiles. Aun en el caso de que el fuerte fuera lo suficientemente escrupuloso como para no interferir en las acciones o posesiones del débil, sin derechos, el débil sólo podría conservar sus posesiones y actuar según su propia voluntad en virtud de la tolerancia del más fuerte (MC 6:312). La dependencia en la buena voluntad ajena supone una violación del derecho innato a la libertad, por lo que Kant encuentra como un deber, y no como una mera conveniencia, que los seres humanos vivan de acuerdo con un estado político que proteja y haga valer los derechos de cada persona. (MC 6:307-8) [4]. Por muy buenas intenciones que tengamos, una correcta relación mutua sólo resulta posible bajo un estado político donde rija un sistema legal que garantice los derechos de todos.

Los animales irracionales sin embargo no parecen gozar del tipo de libertad a la que los derechos pretenden proteger desde esta perspectiva. Si los seres humanos podemos gobernar nuestras vidas es gracias a nuestra racionalidad. Racionalidad que, para Kant, no es sinónimo de inteligencia. Se trata de una capacidad normativa basada en lo que Kant considera la facultad exclusivamente humana de meditar y juzgar las razones de nuestros actos y creencias. Como seres racionales, podemos reflexionar acerca del significado de una buena vida, decidirlo por nosotros mismos y vivir después en consecuencia. Para la tradición liberal, con su enfática defensa de la tolerancia y su animadversión hacia el paternalismo, este tipo de autonomía ha supuesto a menudo la base de cuando menos un cierto número de nuestros derechos. Derechos básicos como la libertad personal, la libertad de conciencia o la libertad de expresión y asociación, manan de nuestro derecho general a determinar por nosotros mismos lo que supone una buena vida, y de vivirla siempre y cuando nuestras acciones no infrinjan ese mismo derecho en los demás.

Pero Kant hace extensible el argumento a todos los derechos. Defiende por ejemplo el derecho a la propiedad, ya que sin él nadie podría utilizar objetos naturales —como un terreno cultivable, por ejemplo— para llevar a cabo sus propios proyectos sin depender de la voluntad de los demás de no interferir en ese uso. Así, nuestro derecho a la propiedad no sería tanto una protección de nuestros intereses como una prolongación de nuestra libertad de acción. Por supuesto, una de las cosas sobre las que Kant opina que podemos hacer reclamo de propiedad es el resto de animales. Su estatus legal de propiedades es una correlación directa de su estatus moral de simples medios.

Para Kant es importante fundamentar todos nuestros derechos en la libertad porque, según él, la propia naturaleza de los derechos hace que su ejecución sea de carácter coercitivo. La esencia misma de un derecho es el poder proteger aquello a lo que se tiene derecho mediante el uso legítimo de la fuerza, ya sea en nombre propio o por delegación en el Estado. Así es como los derechos protegen nuestra libertad de la dominación ajena. Kant considera que el único caso en que se justifica el uso de la coerción es en la defensa de la libertad, ya que la defensa de la libertad consiste precisamente en usar la coerción como un arma en contra la propia coerción. Según Kant, las personas no pueden ser coaccionadas las unas a las otras en nombre de lo que alguien, o la mayoría, o incluso todos, consideren como bueno. Lo único que justifica impedir que alguien actúe según su deseo es que su acción atente contra la libertad de otra persona.

Pero los demás animales no son autónomos ni eligen su modo de vida. Para la filosofía jurídica kantiana, esto parece convertir los derechos de los animales irracionales en una cuestión implanteable. Además, a quienes defienden los derechos de los animales no suele interesarles tanto asegurar su libertad de acción como protegerlos contra el daño. De ello parece inferirse que la filosofía kantiana es un mal lugar donde buscar un fundamento para los Derechos Animales.

No obstante, en este artículo argumentaré que es posible defender tanto la consideración moral como los derechos legales de los animales nohumanos sobre la base de los propios argumentos éticos y políticos de Kant. La perspectiva de Kant sobre el lugar que ocupa el ser humano —su resistencia frente a las visiones metafísicas del mundo y los argumentos que utiliza para demostrar la posibilidad de construir un sistema moral objetivo sin necesidad de esas visiones— requiere el reconocimiento de nuestra comunión con el resto de los animales.

II. ¿Por qué debemos considerar a los animales como fines en sí mismos?

En el argumento que conduce a la fórmula de la humanidad, ya mencionado, Kant afirma que es nuestra naturaleza de seres racionales o «personas» lo que nos «señala» como fines en nosotros mismos. Algunos interpretan que Kant está haciendo una simple afirmación metafísica respecto de un valor determinado. La racionalidad o la autonomía es así una propiedad que confiere una suerte de valor intrínseco o de dignidad a los seres que gozan de ella, lo que hace que deban ser respetados de un modo muy particular. Al carecer de esa característica, los demás animales carecen también de ese valor o dignidad.

Esta interpretación plantea diversos problemas. Uno de ellos es que no explica el tipo particular de valor supuesto a los seres racionales. «Valor» no es un concepto unívoco —diferentes cosas se valoran de diferentes maneras. El tipo de valor que Kant atribuye a las personas implica el respeto a sus elecciones personales, tanto en sentido de concederles libertad para determinar sus propias acciones como en sentido de considerar sus fines escogidos como buenos y por tanto dignos de ser perseguidos. Esto se evidencia en la naturaleza misma de aquellos deberes que, según Kant, se derivan de la máxima de respetar a las personas como fines en sí mismas (FMC 4:429-31). No podemos usurpar el control de otras personas sobre sus propias acciones, forzándolas o engañándolas para que hagan aquello que nosotros deseemos o creamos conveniente —es decir, no podemos utilizar a otras personas como meros medios para nuestros fines. Tenemos también el deber de favorecer los fines de los demás. Una persona puede ciertamente tener algún tipo de valor —incluso algún tipo de valor como fin— sin que eso implique respetar sus elecciones. Un príncipe, o alguien considerado por alguna tradición religiosa como la encarnación de su dios, podría ser valorado igual que se valora un objeto precioso —preservándolo, protegiéndolo y adorándolo— sin permitirle sin embargo ejecutar ninguna de sus elecciones.

Pero el problema más importante es que la afirmación sobre el valor intrínseco de los seres racionales es exactamente el tipo de afirmación metafísica desacreditada por la filosofía kantiana. Kant no cree que los seres humanos posean el tipo de conocimiento racional directo de la naturaleza de las cosas necesario para descubrir que ciertas entidades u objetos son, como cuestión metafísica, intrínsecamente valiosos. A grandes rasgos, Kant piensa que las afirmaciones que van más allá del conocimiento empírico o científico han de ser sólo presupuestos necesarios del ejercicio racional, es decir, presupuestos del pensamiento general, o de la construcción de una comprensión teórica del mundo, o de la toma racional de decisiones. Su metodología filosófica consiste en identificar los presupuestos de la actividad racional y, a continuación, tratar de validar dichos presupuestos mediante aquello que él mismo califica como «crítica» [5].

En su argumento de la fórmula de la humanidad, Kant aspira a demostrar que el valor de las personas como fines en sí mismas es un presupuesto de la elección racional. El argumento, tal y como yo lo entiendo, es el siguiente [6]. Como seres racionales, no podríamos optar por la persecución de un fin si no lo considerásemos como un fin bueno. Este requisito está unido a la propia naturaleza de ese tipo de autoconciencia que fundamenta la elección racional. Un ser racional es aquel que es consciente de las razones por las que está tentado de hacer o creer algo —las razones presupuestas que lo empujan a una creencia o intención. Dado que somos conscientes de las razones de nuestras acciones y creencias, no cabe que sostengamos una acción o una creencia sin poder justificar la adecuación de sus razones [7]. Decir que la persecución de un fin está justificada es lo mismo que decir que el fin es bueno (CRP 5:60). Es importante destacar que, para Kant, juzgar que un fin es bueno significa que hay razones para que cualquier ser racional lo favorezca. Como dice en su Crítica de la razón práctica:

«Lo que hemos de llamar bueno tiene que ser objeto de la facultad apetitiva en el juicio de toda persona razonable, y el mal, un objeto de execración a los ojos de todos.» 

CRP 5:61 [8]

No está diciendo que todo el mundo deba tener los mismos intereses que yo, sino que si mi interés por un determinado fin ofrece razones genuinas para su aspiración, entonces los demás tienen también una razón, aunque no necesariamente imperativa, para tratar de proteger mi aspiración.

Así, Kant contempla el acto de elegir como la adopción de una determinada «máxima» o principio a modo de ley universal, una ley que rige tanto mi propia conducta como la de los demás. Una elección se hace ley en cuanto implica conferir un tipo de valor objetivo —o, más propiamente hablando, intersubjetivo— a alguna cosa, un valor frente al cual todo ser racional debe responder. Para comprender las implicaciones que Kant atribuye a este argumento es importante señalar que sólo las elecciones racionales tienen este tipo de carácter normativo. Sólo las elecciones racionales se hacen sobre la base de una valoración de los motivos o razones que las justifican, de modo que sólo las elecciones racionales representan decisiones sobre lo que debería hacerse. Los demás animales no hacen elecciones en el mismo sentido que los seres racionales, de tal manera que sus elecciones no tienen categoría de ley.

Sin embargo, la mayoría de los fines que elegimos son simplemente objetos de nuestra propensión, y los objetos de nuestra propensión no son, considerados tal cual, intrínsecamente valiosos. Como dice Kant:

«Los fines que un ser racional se propone arbitrariamente como efectos de su acción (fines materiales) son todos relativos, pues sólo su relación con una peculiar capacidad desiderativa del sujeto les confiere algún valor.» 

FMC 4:428

Los objetos de la propia propensión de alguien son sólo —o más bien a lo sumo— buenos para él, es decir, buenos en relación con su «peculiar» capacidad para el deseo [9]. Se trata, en general y de acuerdo con la idea de Kant, de cosas que le gustan y cree que le harán feliz. Ahora bien, del hecho de que algo sea bueno para alguien no se sigue, en términos generales, que posea una benignidad absoluta y que cualquiera vaya a encontrar razones para su fomento. Como ya se ha dicho, Kant supone que los seres racionales sólo perseguimos fines a los que consideramos un bien absoluto, no contemplando que persigamos aquellos objetos de nuestra propensión que entendemos buenos sólo para nosotros. No obstante, lo hacemos, a menudo incluso esperando que los demás nos presten una pequeña ayuda o, cuando menos, que no interfieran sin una razón poderosa para hacerlo. Esto sugiere que tomamos por un bien absoluto actuar según nuestras elecciones y con vista en los efectos que sean buenos para nosotros. ¿Por qué lo hacemos?

Esa es precisamente la pregunta de la que parte el argumento de la fórmula de la humanidad, y la respuesta de Kant es que lo hacemos porque nos consideramos fines en nosotros mismos. Dice:

«[…] la naturaleza racional existe como fin en  misma. Así se representa necesariamente el hombre su propia existencia, y en esa medida supone un principio subjetivo de las acciones humanas.» 

FMC 4:429

Nos «representamos» como fines en nosotros mismos en la medida en que tomamos por un bien absoluto aquello que es bueno para nosotros. Es como si cada vez que hiciésemos una elección dijésemos: «Tomo las cosas que son importantes para mí como importantes a secas, importantes de modo absoluto, en tanto que me tomo a mí mismo como importante«. De este modo, al considerar lo que creemos bueno para nosotros como un bien absoluto, nos mostramos consideración de fines en nosotros mismos, o dicho de un modo quizá más apropiado, reivindicamos esa condición. Kant continúa:

«Pero así se representa igualmente cualquier otro ser racional su existencia con arreglo al mismo fundamento racional que vale también para mí; por consiguiente, al mismo tiempo supone un principio objetivo

FMC 4:429

Kant señala que, en este punto del argumento, la teoría es sólo un «postulado» que demostrará más adelante, en la sección final del libro. En ella, Kant expone los fundamentos que, a su juicio, validan nuestra concepción de nosotros mismos como miembros, en tanto que seres racionales, de lo que él llama el Reino de los Fines, una comunidad en la que todos los seres racionales, como fines en sí mismos, elaboran, en torno a cada elección, leyes conjuntas para sí mismos y para los demás.

Así, cada vez que uno hace una elección racional, presupone que uno mismo, y por implicación, cualquier otro ser racional, tiene una especie de posición normativa, una suerte de cargo de legislador dentro del Reino de los Fines, que hace que su elección se convierta en norma para todos los seres racionales. Así es como piensa Kant que nuestra naturaleza racional nos «señala» como fines en nosotros mismos. Por supuesto, en el ámbito moral, el derecho de alguien a conferirles un valor objetivo a sus fines y acciones está limitado por el mismo derecho del resto a conferirles un valor objetivo a sus propios fines y sus propias acciones. (Esto es análogo al modo en que, en el ámbito político, nuestra libertad está limitada por la libertad de los demás). Así pues, sólo los principios o máximas moralmente permisibles cuentan como normas. O dicho en el lenguaje de Kant, nuestras máximas deben ajustarse al imperativo categórico: debemos ser capaces de desearlas como norma universal. Para Kant, esto significa que, en última instancia, es la facultad de elección moral lo que «señala» a los seres racionales como fines en sí mismos. Así lo expresa él:

«Ahora bien, la moralidad es la única condición bajo la cual un ser racional puede ser un fin en sí mismo; porque sólo a través suyo es posible ser un miembro legislador en el reino de los fines.» 

FMC 4:435

Al exponer estos argumentos, he hablado alternativamente de nuestra posición como legisladores y nuestra posición como seres cuyos fines y acciones deben ser considerados como buenos y, por lo tanto, normativos para todos. Esto refleja que el argumento de Kant emplea dos sentidos ligeramente distintos de «fin en sí mismo», uno que podríamos considerar activo y otro que podríamos considerar pasivo. Debo tratar a los demás como fines en sí mismos en sentido activo si los considero capaces de legislar por mí y, por tanto, de situarme en la obligación de respetar sus elecciones o ayudarles a perseguir sus fines. Debo tratar a los demás como fines en sí mismos en sentido pasivo si estoy obligado a tratar sus fines, o al menos las cosas que son buenas para ellos, como un bien absoluto. Es evidente que para Kant estos dos sentidos vienen a significar lo mismo. Y es que en su declaración más explícita sobre por qué sólo tenemos deberes para con los seres racionales, afirma:

«Juzgando según la mera razón, el hombre no tiene deberes más que hacia el hombre (hacia él mismo o hacia otro); porque su deber hacia cualquier sujeto es una coacción moral ejercida por la voluntad de éste.» 

MC 6:442 [10]

Pero esa conclusión no es evidente. La idea de que la elección racional implica la presunción de que somos fines en nosotros mismos no es igual a la idea de que la elección racional implica la presunción de que los seres racionales son fines en sí mismos, pues no somos meros seres racionales. El contenido de la presunción no viene dado automáticamente por el hecho de que sean los seres racionales quienes hagan dicha presunción. ¿Presuponemos nuestro valor sólo en tanto que seres capaces de desear ver convertidos nuestros principios en leyes? ¿O presuponemos nuestro valor en tanto que seres para quienes las cosas pueden ser buenas o malas? Lo cierto es que el propio argumento de Kant refleja que nuestro valor viene presupuesto por cuanto que las cosas pueden sernos buenas o malas —en resumen, por cuanto que somos seres con intereses. Permítaseme explicar por qué.

Supongamos que elijo perseguir algún objeto de propensión ordinario, alguna cosa que deseo. Según el argumento de Kant, esta elección presupone una actitud hacia mí misma, un valor que me atribuyo o una condición que reivindico. ¿Se trata de mi valor como ser autónomo capaz de legislarme a mí y a los demás? ¿O de mi valor como ser para quien las cosas pueden ser buenas o malas?

Si se trata del valor que me concedo como ser autónomo, entonces cada una de mis elecciones debería estar motivada por el respeto a mi propia autonomía, a mi capacidad legislativa. La forma natural de entender la noción de respeto a mi propia autonomía es suponer que me ajusto a una norma por el sólo hecho de ser yo su creadora. Kant piensa, en efecto, que en cada una de mis elecciones estoy dictando una especie de ley para mi misma y para el resto de personas, y la idea no carece de contenido: refleja la diferencia esencial entre la elección de algo y el simple deseo de algo. Desear algo es sólo un estado pasivo que no incluye el compromiso de seguir deseándolo, mientras que estar dispuesto a algo es un estado activo que sí incluye el compromiso de seguir dispuesto a ello, al menos en condiciones de igualdad. Por ejemplo, si elijo (o dispongo, para usar el lenguaje de Kant) cultivar hortalizas en mi jardín sabiendo que tendré que desbrozarlo con regularidad, entonces me estoy comprometiendo a desbrozar en el futuro mi jardín con cierta periodicidad, aun cuando no tenga ganas de hacerlo. Esto no quiere decir que esté tomando la decisión de desbrozar mi jardín ocurra lo que ocurra —así se esté cayendo el cielo, por decirlo de algún modo. Pero sí significa que cualquier buena razón que tenga para abandonar un objetivo de mi voluntad o elección ha de provenir de otras normas asumidas u otros compromisos adquiridos y no de un mero cambio de apetencias. Si adopto la disposición de cultivar hortalizas en mi jardín, puedo decidir no desbrozarlo en caso de que un amigo enfermo requiera de mi atención urgente, por ejemplo. Pero no habré decidido, o dispuesto, cultivar hortalizas en mi jardín realmente si dejo abierta la posibilidad de no desbrozarlo cuando no me apetezca. Porque si todo lo más que he dispuesto al decidir que voy a mantener mi jardín desbrozado es que lo desbrozaré sólo cuando me apetezca, entonces no habré dispuesto nada en absoluto [11]. Así, cuando elijo como fin el cultivo de hortalizas, me estoy comprometiendo con mi yo futuro a un proyecto de desbroce por vía de una norma no condicionada por sus deseos. En ese sentido, habré legislado un imperativo categórico en relación a mi persona. Pero mi yo futuro también compromete a mi yo presente, en tanto que su deber de desbrozar requiere que yo compré ahora un protector para sus rodillas o las herramientas que necesitará para el desbroce —cosa que he de hacer tanto si me apetece como si no. En este sencillo sentido, cuando tomo una decisión, me impongo obligaciones —me creo mis propias razones. Y cuando actúo de acuerdo con esas razones, se puede decir que estoy respetando mi propia autonomía, en tanto que obedezco a una ley creada por mí misma.

Cualquier otra persona que respete mi elección también se estará rigiendo por el respeto hacia mi autonomía: estará tomando mi elección por ley. Pero, en ese sentido, mi propia decisión original de elegir o disponer algún fin deseado no habrá estado motivada por el respeto hacia mi autonomía. No puedo respetar mi propia elección ni hacer lo necesario para llevarla a cabo hasta después de haber hecho la elección. Así pues, no es el respeto a mi propia autonomía, no es el hecho de asumir mis elecciones como normas, lo que hace que me «reivindique» como un fin en mí misma en el momento de la elección original. En el momento de mi elección original no hay razón para considerar mi fin como un bien absoluto, sino sólo como un bien para mí. Esto sugiere que el hecho pertinente sobre mí es que soy el tipo de ser para el que las cosas pueden ser buenas o malas, un ser con intereses.

Por supuesto, alguien podría insistir en que mi propia autonomía la respeto en un sentido diferente: no en el sentido de tomar por ley una elección propia, sino en el sentido de presuponer que lo que es bueno para los seres racionales autónomos, y sólo para los seres racionales autónomos, debe ser tratado como un bien absoluto. Pero el argumento no conduce a esa conclusión: del hecho de que sólo los seres racionales autónomos hagan presunciones normativas no se sigue que las presunciones normativas atañan sólo a los seres racionales autónomos. Nótese además que muchas de las cosas que consideramos buenas para nosotros no lo son en tanto que seres racionales autónomos. La comida, el sexo, el bienestar o la ausencia de dolor y miedo nos son cosas buenas en tanto que seres animados. De este modo, es mucho más natural pensar que el presupuesto detrás de una elección racional se apoya en el deber de tratar como bienes absolutos las cosas que resultan buenas para los seres para quienes las cosas pueden resultar buenas o malas. Pero, por supuesto, las cosas pueden ser buenas o malas, en el sentido pertinente, para cualquier ser sensible, es decir, para cualquier ser a quien las cosas puedan causarle placer o aversión, felicidad o sufrimiento [12]. Esto sugiere que la presunción que subyace a una elección racional se asienta en que los animales, en tanto que seres para quienes las cosas pueden ser buenas o malas —en tanto que seres con intereses—, son fines en sí mismos.

Podríamos resumir la cuestión así: como seres racionales que somos, necesitamos justificar nuestras acciones, es decir, buscar razones para ellas. Eso requiere suponer que algunos fines merecen la pena, que son bienes absolutos. A falta de una visión metafísica sobre un reino de valores intrínsecos, lo único que nos queda es que algunas cosas son ciertamente buenas o malas para nosotros. Esa es la piedra angular de nuestro sistema de valores —tomar esas cosas como bienes y males absolutos— y con ello, nos tomamos a nosotros como fines en nosotros mismos. Pero no somos los únicos seres para quienes las cosas pueden ser buenas o malas; los demás animales no son diferentes a nosotros en este aspecto. Así pues, todos los animales deben ser considerados como fines en sí mismos [13].

III. ¿Por qué tenemos deberes morales para con los animales?

Pero hay otra manera de entender el argumento de Kant contra la consideración moral de los animales. En un pasaje antes citado, Kant dice:

«Juzgando según la mera razón, el hombre no tiene deberes más que hacia el hombre (hacia él mismo o hacia otro); porque su deber hacia cualquier sujeto es una coacción moral ejercida por la voluntad de éste.» (MC 6:442)

Se podría poner aquí el énfasis en la idea del deber hacia alguien y considerar que Kant afirma que es imposible que tengamos deberes para con un animal. Al fin y al cabo, es sabido que Kant opinaba que, aunque tenemos el deber de tratar con humanidad a los animales, no se trata de algo que les debamos a ellos, sino a nosotros mismos (MC 6:442; LE 27:459) [14]. Esta afirmación apunta al núcleo mismo de la cuestión de los derechos legales de los animales, ya que el deber de respetar un derecho legal se entiende como un deber hacia el titular de ese derecho. Si no tenemos ningún deber hacia los animales, parece entonces imposible que puedan tener derecho alguno.

En el pasaje que acabo de citar, Kant afirma que tener un deber hacia alguien es estar constreñido por su voluntad. Para entender el significado de esto, consideremos lo que ocurre cuando hacemos una promesa y contraemos con ello una obligación. De acuerdo con la concepción de Kant de las promesas, lo que ocurre cuando hacemos una es que transferimos el derecho a tomar una determinada decisión, un derecho naturalmente propio, a otra persona, del mismo modo en que podemos transferir alguna propiedad. Si te prometo que mañana almorzaré contigo en la cafetería, te transfiero mi derecho a decidir si iré o no, no teniendo ya derecho a negarme a menos que me absuelvas de mi promesa. De este modo, mi decisión es ahora tuya —es un asunto cuya determinación depende de tu voluntad, no de la mía. Tu voluntad está en posición de constreñir mi paso por la cafetería. Puedes obligarme a ir.

Hay otra manera de entender esta misma transacción, hablando por supuesto una vez más en términos de implantación normativa. Como veremos más adelante, Kant concibe la adquisición original de un bien como la creación de una especie de ley de obligado cumplimiento para todos. Por ejemplo, cuando reclamo un terreno como propio, lo que estoy diciendo a efectos prácticos es que nadie puede hacer uso de ese terreno sin mi consentimiento, que todo el mundo está obligado a cumplir mi voluntad en cuanto al modo en que ha de usarse ese terreno. Pero Kant opina que no puedo establecer leyes para todos de forma unilateral, ya que los demás son libres y no están sujetos a mi voluntad. Así que el único modo posible de erigir normas que reclamen posesiones personales es por medio de aquello que Rousseau llamó la Voluntad General, es decir, por medio de normas establecidas por todos [15]. Por eso, hacer una promesa y transferir el derecho de elección puede entenderse como la creación conjunta de una ley: cuando prometo reunirme contigo y tú aceptas mi promesa, establecemos mutuamente una ley que hace tuya mi decisión de reunirme contigo. Si nuestras promesas son recíprocas —si los dos prometemos reunirnos mañana para almorzar—, creamos conjuntamente la norma de presentarnos ambos en la cafetería al día siguiente, y ahora ninguno de los dos puede rescindir el plan de forma unilateral. Si quiero hacer otra cosa, necesito obtener tu permiso, y si tú quieres hacer otra cosa, necesitas obtener el mío. Al unir nuestras voluntades bajo una ley común, sólo podemos cambiar las cosas bajo una nueva ley conjunta.

Esto nos puede ayudar a comprender aquellos derechos no contraídos por acción particular, como el derecho permanente a no ser tratados como un mero medio para fines ajenos. Como hemos visto, Kant supone que todos nosotros deseamos que los seres racionales sean tratados como fines en sí mismos, ya que (según él) la presunción de que los seres racionales deben ser tratados como fines es inherente a cada acto de elección racional. Se trata pues de una ley que, en tanto que seres racionales, deseamos en conjunto. Es esa ley nacida del deseo conjunto lo que hace posibles los deberes de los unos hacia los otros: podemos así comprometer nuestras voluntades mutuas. Pero los demás animales no participan en la elaboración de las leyes morales ni están bajo su autoridad. No pueden por tanto obligarnos a nada en nombre de las leyes morales, de modo que ningún deber moral tenemos para con ellos.

Así entendido, el argumento de Kant representa una versión de lo que yo llamo el «argumento de la reciprocidad». El argumento de la reciprocidad sostiene que los seres humanos no tienen deberes en absoluto, o no tienen deberes de justicia (es decir, deberes asociados a derechos), para con el resto de animales porque tales deberes están sujetos a una relación de reciprocidad. Hay varias versiones de este argumento. Una es aquella que dibuja una burda imagen de la moral como una suerte de contrato o acuerdo social cuyo contenido sería algo así como: «Actuaré con ciertas restricción hacia ti, si tú actúas con idénticas restricciones hacia mí«. Esta versión cae en la obvia necesidad de explicar el deber de cumplir con el propio contrato social. Ese deber no puede estar basado en el contrato.

Otra versión está asociada con el argumento de David Hume de que los requisitos de la justicia respectan sólo a determinadas condiciones, condiciones que John Rawls denominaría después «las circunstancias de la justicia» [16]. Hume emplea este argumento para demostrar que los requisitos de la justicia están basados en consideraciones de utilidad. Esperamos que la gente se ajuste a los requisitos de la justicia sólo bajo ciertas condiciones, argumenta, y esas condiciones son exactamente aquellas en las que ceñirse a los requisitos de la justicia resulta útil para todos los individuos implicados. Así pues, debe ser la utilidad lo que fundamente los requisitos. Una de estas condiciones es una igualdad aproximada de poder entre las partes del contrato social, que deriva en el interés de todos en crear y conservar el contrato. Hume sostiene que no tenemos deberes de justicia para con el resto de los animales. Así lo expresa:

«Si, entremezclada con los hombres, hubiera una clase de criaturas que, a pesar de ser racionales, poseyeran una fuerza tan inferior, tanto corporal como mental, que fueran incapaces de toda resistencia, y nunca pudieran hacernos sentir ante la provocación más extrema los efectos de su resentimiento, creo que la consecuencia necesaria sería que estaríamos obligados por las leyes de la humanidad a tratar con amabilidad a estas criaturas, pero que, hablando con propiedad, no estaríamos sometidos a ninguna restricción de justicia con respecto a ellas… Nuestra relación con ellas no podría llamarse sociedad, pues ésta supone un cierto grado de igualdad, sino dominio absoluto por un lado y obediencia esclava por el otro. Deberían renunciar de inmediato a cualquier cosa que nosotros codiciáramos. El único título por el que conservarían sus posesiones sería nuestro permiso. El único freno por el que podrían controlar nuestra voluntad sin ley sería el recurso a nuestra compasión y bondad. Y como jamás resulta ningún inconveniente del ejercicio de un poder que está tan firmemente establecido en la naturaleza, las restricciones de la justicia y la propiedad, al ser completamente inútiles, nunca tendrían lugar en una relación tan desigual.

Esta es, obviamente, la situación de los hombres en relación con los animales; y en qué medida puede decirse que estos últimos posean razón, es algo que dejo que otros lo determinen.»
[17]

La versión de Hume parece indicar que si algún grupo de personas adquiriera suficiente poder sobre el resto de nosotros, dejaría de debernos justicia. Supongamos, por ejemplo, que un pequeño grupo de personas obtuviera el control de la única arma capaz de volar por los aires ciertas ciudades importantes y nos amenazara con usarla para obligarnos al resto a someternos a su voluntad. Dado su desinterés en cooperar, el argumento de Hume les exime de actuar con justicia hacia nosotros. Hume parece incluso invitarles a no hacerlo, pues subraya que el tipo de poder superior que exonera de concederles derechos a los demás requiere no sólo de una mayor fuerza por parte de los miembros individuales del grupo: también han de estar lo suficientemente organizados entre sí como para conservar su fuerza frente al grupo de los débiles. Dice:

«En muchas naciones, el sexo femenino es obligado a padecer esclavitud […], y a las mujeres se las incapacita para tener propiedad alguna, contrariamente a lo que sucede con sus amos y señores. Pero aunque los varones, cuando se unen, tienen en todos los países una fuerza corporativa suficiente para mantener esta severa tiranía, tal es, sin embargo, la capacidad de insinuación, la habilidad y el encanto de sus bellas compañeras, que las mujeres pueden, por lo común, romper esa coalición y compartir con los del otro sexo todos los derechos y privilegios de la sociedad.» [18]

Volveré sobre este punto más adelante, ya que expresa algo importante en torno a nuestra relación con el resto de animales. Véase entretanto cómo el argumento de Kant puede ser contemplado como una versión del argumento de la reciprocidad, en tanto que sugiere que sólo aquellos que se encuentran en una determinada relación de reciprocidad pueden establecer normas de obligado cumplimiento mutuo [19].

Si el argumento de la reciprocidad funciona es sólo en relación a esa creencia de Kant de que el trato humanitario a los animales es un deber hacia nosotros mismos. Dado que el deber lo tenemos para con la parte que emite la norma que establece ese deber, cuando menos nos tenemos el deber propio de tratar humanitariamente a los animales [20]. El problema empero de esta forma de pensar, al menos en lo que atañe a las obligaciones morales, es que Kant considera que el fundamento último de estas obligaciones generales es la autonomía, la capacidad de los seres racionales de dictarse leyes a sí mismos. El propio Kant dice que si estamos sujetos a las leyes morales es por nuestro deseo mismo de que los seres racionales sean tratados de determinada manera. Desde el punto de vista moral, tu capacidad para obligarme a mí en virtud de tu voluntad se debe tan solo a que el respeto a tus elecciones es una norma de mi propia voluntad. Pero supongamos que mi argumento anterior es correcto y que estamos comprometidos con el principio de que todos los seres para quienes las cosas pueden ser buenas o malas, todos los seres con intereses, deben ser tratados como fines en sí mismos. Siendo así, aunque los animales no puedan obligarnos en virtud de su voluntad, sí pueden obligarnos en virtud de su naturaleza, la naturaleza particular de esa clase de seres. Según este argumento, todo acto de nuestra voluntad nos compromete a considerar a estos seres como fines en sí mismos, y como acto de nuestra voluntad, se traduce en ley para nosotros.

IV. ¿Por qué deben tener derechos legales los animales?

El argumento que acabo de exponer, sin embargo, sólo afecta a la consideración moral de los animales. En el caso de los derechos legales o políticos, surge de nuevo un problema adicional, estrechamente ligado a los problemas mencionados al principio del artículo. Para Kant, el sentido en el que los demás pueden obligarnos legalmente es diferente del sentido en el que pueden obligarnos moralmente (MC 6:218-221). El sentido en el que los demás pueden obligarnos legalmente no «pasa» por nuestra propia autonomía del modo antes descrito. El sentido en el que las personas pueden obligarnos legalmente es gracias a la potestad de hacer valer sus derechos por medio del uso legítimo de la coerción. Como ya se ha dicho, la coerción sólo es legítima en defensa de la libertad, un tipo de libertad que, aparentemente, los otros animales, en tanto que seres irracionales, no tienen. Si el objetivo de los Derechos Animales es tan solo proteger sus intereses y no su libertad, entonces no parece que puedan tener cabida en el marco de la filosofía kantiana.

Sin embargo, un examen más detallado del argumento de Kant revela de nuevo motivos para poner en duda esta conclusión. Como se vio más arriba, Kant fundamenta nuestra reivindicación de fines en nosotros mismos demostrando que se trata de una presunción de la elección racional —demostrando que la reivindicación es inherente en cierto modo a cada acto de elección racional. Contemplar las cosas que son buenas para nosotros como si fueran un bien absoluto nos compromete con el principio de que los seres para quienes las cosas pueden ser buenas o malas son fines en sí mismos. De manera muy similar, Kant intenta demostrar que el compromiso con los derechos exigibles para todos, y, por tanto, con un estado político provisto de un sistema jurídico, es inherente a cada reivindicación propia de derechos.

El argumento es el siguiente. Desde el punto de vista de Kant, un derecho legal o político equivale a una autorización para el uso de la coerción. Decir que tenemos derecho legal sobre una propiedad es decir que si alguien intenta utilizarla sin nuestro consentimiento podemos hacer uso legítimo de la fuerza para impedírselo. Pero la coerción sólo es legítima al servicio de la libertad. ¿Por qué entonces podemos emplearla en defensa de una propiedad? Lo mismo que para otros defensores clásicos del contrato social, para Kant el estado de naturaleza es aquel en el que las personas reclaman para su uso privado ciertas partes de los bienes comunales [21]. Sin la posibilidad de reclamar como propios ciertos objetos no sería posible hacer un uso eficaz de ellos cuando no estuvieran bajo nuestra posesión física. O aunque pudiéramos, nuestro uso de ellos estaría sujeto a la voluntad de los demás de un modo que resultaría inconsistente con nuestra libertad. No me sería posible cultivar trigo en mis tierras si tú a tu vez pudieras entrar en ellas en cualquier momento para empezar a cultivar judías, y no me sería posible hacerlo libremente si el único modo dependiera de obtener tu concesión. Para poder hacer un uso libre de esas tierras necesito poder reclamar mi derecho sobre ellas. Así, una propiedad es una suerte de extensión de nuestra propia libertad. Negar la posibilidad de esta forma de reclamación de objetos equivale a imponer una restricción arbitraria sobre nuestra libertad (MC 6:246). Se ha de admitir por tanto la posibilidad de las tales reclamaciones —reclamación de derechos exigibles. Kant llama a esto «el postulado de la razón práctica con respecto a los derechos» (MC 6:246).

De modo que yo puedo elevar a norma el hecho de que tú no puedas utilizar determinadas tierras sin mi consentimiento. Pero no puedo hacerlo de forma unilateral, puesto que no soy tu amo. La reclamación de derechos, como se vio antes, ha de hacerse en virtud de normas de mutua autoridad, normas establecidas de forma conjunta. En términos roussonianos, mi reclamación, para que tenga fuerza de ley, he de hacerla en nombre de la Voluntad General. En el estado de naturaleza, arguye Kant, los derechos son sólo «provisionales», dado que estos no pueden alcanzar su plena realización hasta que el sistema judicial de un estado establece leyes reales y coercitivas en defensa de los derecho de todos (MC 6:255-257). Por eso es un deber abandonar el estado de naturaleza y vivir bajo un orden social político. Kant llama a esto el «postulado del derecho público» (MC 6:307). Yo tomaré los dos postulados de Kant en un conjunto que daré en llamar «el presupuesto de los derechos exigibles«.

Para poder sobrevivir, tenemos que reclamar bienes para nuestra propia utilización particular, de igual modo que, para poder actuar, tenemos que tomar decisiones racionales que nos permitan perseguir determinados fines. Si la persecución racional de mis fines implica la presunción de mi derecho a utilizar determinados objetos para la consecución de dichos fines, y esto a su vez implica la presunción de que se han de proteger y hacer valer los derechos de todos, entonces los derechos exigibles son un presupuesto inherente a la persecución racional de mis fines. Es idéntico a la forma en que la persecución racional de nuestros fines comprende la presunción de que los seres con intereses han de ser tratados como fines en sí mismos.

Pero, ¿quién es exactamente ese «todos» cuyos derechos se han de hacer valer? Sólo los seres racionales pueden reclamar derechos y sólo ellos pueden obligarse mutuamente a cumplir los presupuestos de la reclamación, del mismo modo que sólo los seres racionales eligen perseguir sus fines y sólo ellos pueden obligarse racionalmente a cumplir los presupuestos de su elección. Pero, como se vio antes, la presunción detrás de la elección racional no conduce a que sólo los seres racionales sean fines en sí mismos, y, de hecho, al examinar en más profundidad el contexto en el que opera la presunción en su nivel más básico —a saber, que nuestra decisión de perseguir algo se da por el simple hecho de considerarlo bueno para nosotros—, se vio que esa conclusión no se seguía en absoluto. Bien al contrario, lo que se deduce es un compromiso con la idea de que son los seres para quienes las cosas pueden ser buenas o malas, los seres con intereses, quienes han de ser tratados como fines en sí mismos. En este caso también conviene que examinemos con más detenimiento el contexto en el que opera por primera vez el presupuesto de los derechos exigibles, el contexto relativo a su adquisición original.

No obstante, nos encontramos aquí con un problema. Y aunque el problema es un problema general relativo a los derechos de propiedad, será útil empezar por plantearlo como un problema concerniente a nuestro derecho (es decir, el derecho de los seres humanos) a poseer animales. Esto nos conduce a una pregunta que resulta pertinente en cualquier caso, a saber: aun en el hipotético caso de que los demás animales no pudieran gozar de derechos contra nosotros, ¿en qué supuesta forma nos confiere eso algún derecho sobre ellos? O dicho en términos más generales: ¿por qué habríamos de suponer que del hecho de que necesitemos reclamar objetos como propios para poder hacer un uso eficaz y libre de ellos se deduce que podemos reclamar cualquier cosa que encontremos en el mundo y no haya sido ya reclamada, incluido un ser animado y con vida propia?

Las filosofías tradicionales sobre el derecho desarrolladas en los siglos XVII y XVIII, en especial las teorías de Locke y Kant, tienen perfectamente clara la respuesta. Se desprende de dos tesis. La primera es heredera de una visión original del Génesis. Se trata de aquella que dice que Dios otorgó a la humanidad el dominio sobre el mundo y todo lo que hay contenido en él [22]. La segunda nace de una perspectiva particular de lo que representa un derecho en general, una perspectiva asociada con el argumento de la reciprocidad. Reclamar un derechos es hacer una reclamación relacional; una relación no representada por la relación entre nosotros y el objeto —la relación es entre nosotros y el resto de la gente. Juntando estas dos afirmaciones, podemos empezar a vislumbrar la problemática general relativa a los derechos individuales, una visión que es explícita y conocida en la obra de Locke, pero que también se halla implícita en las proposiciones kantianas revisadas más arriba. El problema de los derechos individuales tiene que ver con cómo se justifica el derecho de alguien de hacer suya una parte de los bienes comunes; o por decirlo con mayor precisión, con cómo podemos tomar en posesión una parte de los bienes comunes de forma que todos los demás lo consideren justificado. Tanto la insistencia kantiana en que los derechos deben establecerse de acuerdo con la Voluntad General como la famosa condición lockeana —que un derecho sólo puede reclamarse cuando se dejen bienes comunes suficientes y de similar calidad para los demás— están basadas en parte en esa perspectiva. [23] De hecho, Kant insiste en el papel fundamental que este supuesto ocupa en su teoría. La «verdadera definición» del derecho a una cosa, afirma Kant, es:

«[…] el derecho al uso privado de una cosa de la que estoy en posesión común (originaria o instituida) con todos los demás. Porque esto último es la única condición bajo la que es posible que yo excluya a cualquier otro poseedor del uso privado de la cosa […], ya que, sin presuponer tal posesión común, es incomprensible cómo yo, que no estoy en posesión de la cosa, puedo ser lesionado por otros que lo están y la utilizan.» (MC 6:261)

La presunción de Kant es ligeramente diferente de la de Locke, ya que distingue la posesión de la propiedad, estableciendo su postulado en torno a la posesión común. Cuando algo está en mi posesión física, cualquier persona (es decir, cualquier persona que no sea su legítimo propietario) que trate de usarlo sin mi permiso me va a causar un perjuicio, ya que estará obligado a usar la fuerza para quitármelo. Esto se infiere simplemente de mi derecho innato a la libertad, en el que Kant incluye el control sobre mi propio cuerpo. En cambio, cuando soy propietario de algo, quien lo use sin mi permiso me estará perjudicando aun cuando ese algo no esté a la sazón bajo mi posesión física. El presupuesto de la posesión común parece menos extravagante, pues en cierto modo lo único que hace es afirmar que nadie tiene derecho previo a impedirnos legítimamente que hagamos uso de la tierra y sus recursos y, en consecuencia, de dividirla en propiedades. Sea como fuere, la presunción pretende dar respuesta a una pregunta obvia: ¿cómo podría nuestro acuerdo de repartirnos los bienes del mundo tener autoridad alguna si no es a través de un derecho previo por nuestra parte?

A pesar de estar formulada en un lenguaje religioso, la afirmación de que Dios nos entregó el mundo como un bien común recoge una idea que apunta directamente al núcleo del panorama moral, idea que también puede ser articulada en términos seculares. Se trata de la idea de que el resto de personas tienen tanto derecho como nosotros a los bienes del mundo y que debemos limitar nuestras propias pretensiones teniendo eso presente. Pero esta imagen del mundo como un bien o posesión común de la humanidad también representa al mundo y todo lo que hay en él, incluidos los animales, como una enorme propiedad. Que Kant esté dispuesto a aceptar esta visión del mundo es un factor muy importante, pues demuestra que no tiene ninguna razón fundada para considerar a los animales como propiedades potenciales. Simplemente asume que lo son.

Al principio de este artículo dije que la simple aceptación de las afirmaciones metafísicas relativas al valor es incoherente con la metodología kantiana. Las afirmaciones que se salen del ámbito de la experiencia empírica sólo pueden ser establecidas bajo una determinada condición. Deben descubrirse como presupuestos necesarios de la actividad racional. La afirmación de que el mundo nos fue dado como un bien común corresponde en efecto a esa categoría, a lo no demostrable científicamente. ¿Se trata tan solo una de afirmación religiosa o metafísica incongruente con la filosofía kantiana? ¿O podría por el contrario ser admitida como un presupuesto necesario de la actividad racional? En su particular formulación como presupuesto de la posesión común, Kant afirma explícitamente lo segundo:

«Todos los hombres están originariamente (es decir, antes de todo acto jurídico del arbitrio) en posesión legítima del suelo, es decir, tienen derecho a existir allí donde la naturaleza o el azar los ha colocado (al margen de su voluntad). Esta posesión […] es una posesión común, dada la unidad de todos los lugares sobre la superficie de la tierra como superficie esférica. […] La posesión de todos los hombres sobre la tierra, que precede a todo acto jurídico suyo […] es una posesión común originaria […], cuyo concepto no es empírico […]. La posesión común originaria es más bien un concepto práctico de la razón, que contiene a priori el principio según el cual tan sólo los hombres pueden hacer uso del lugar sobre la tierra siguiendo leyes jurídicas.» 

MC 6:262

Antes que cualquier otro derecho, antes de que empecemos a repartirnos el mundo en honor de nuestros fines, cada uno de nosotros tiene derecho a estar donde está, a estar allí donde «la naturaleza o el azar» lo ha colocado. [24]. El derecho a estar donde estamos es un rasgo del derecho a controlar nuestros propios cuerpos, ya que significa que, en ausencia de reclamaciones previas, nadie puede obligarnos a que nos movamos. Dado que, para Kant, el derecho sobre la tierra implica el derecho a sustentarse con sus recursos, eso significa que cada uno de nosotros tiene derecho a tomar lo que le sea necesario para la supervivencia.

En otras palabras, dado que somos arrojados al mundo sin más medio de subsistencia que el empleo de la tierra y sus recursos, no nos queda más alternativa que asumir que, como mínimo, nada malo cometemos al hacerlo. Pero no somos las únicas criaturas arrojadas al mundo sin más medio de supervivencia que el empleo de la tierra y sus recursos. Si eso es lo que ampara el presupuesto de la posesión común, ¿por qué no suponer que la tierra y sus recursos son una posesión común de todos los animales? [25]

Una vez más, es cierto que sólo los seres racionales pueden concebir su situación en términos normativos y morales, los únicos por tanto que pueden presuponer nuestro derecho a utilizar la tierra para subsistir. Pero de este hecho no se deduce que lo que se haya de presuponer es que sólo los seres racionales cuentan con ese derecho. En ausencia de premisas religiosas, cualquier presunción resulta arbitraria excepto la presunción de que el mundo pertenece en comunión a todas las criaturas que dependen de sus recursos. Tan solo una visión metafísica respecto de alguna suerte de relación especial entre los seres humanos y el universo podría justificar la presunción de nuestra posesión exclusiva, y ese es exactamente el tipo de visión que rechaza Kant. Dado que el tipo de «libertad» que atañe a los derechos es la libertad para usar nuestros propios cuerpos para forjarnos una vida digna en el mundo que nos ha tocado, la «libertad» de los demás animales resulta después de todo el tipo de cosa susceptible de ser protegida con derechos. [26]

Por supuesto, y a pesar del carácter necesario que Kant le atribuye de modo plausible, siempre cabría la posibilidad de abandonar por completo el presupuesto de la posesión común. No obstante, abandonar por completo la presunción implica abandonar por completo también aquella versión que nos llega desde el Génesis. Así, el mundo no habría sido entregado como un bien común a la humanidad, pues no habría sido entregado a nadie. Eso significaría que la posesión que los humanos hacen de los demás animales sería, en general, una posesión ilegítima. No sería más que un abuso de poder.

Ahora bien, recordemos que en la teoría de Kant los derechos se sostienen sobre la base de lo injusto de la dominación unilateral de unos individuos sobre otros. O por decirlo de un modo más coloquial: la teoría se sostiene sobre la máxima de que el poder no hace el derecho. El motivo de que exista el estado político y su aparato jurídico no radica, según Kant, en la inconveniencia de andar peleándose por todo a cada instante, o, como diría Hobbes, en lo desagradable, brutal y corta que es la vida en el estado de naturaleza. Lo que nos impulsa a establecer un sistema de derechos exigibles es la urgencia de mantener unas relaciones mutuas que podamos considerar legítimas.

Pero los seres humanos, colectivamente hablando, mantienen en efecto una relación de dominación unilateral sobre los otros animales. No hablo de una relación en la que nosotros, como especie, nos enfrentamos a ellos como especie. Hablo de una relación en la que los seres humanos se sitúan como un cuerpo organizado frente a animales individuales que no forman parte de ninguno. Los demás animales representan una población sometida que está casi a nuestra entera merced por mor de nuestra inteligencia, nuestra fuerza y nuestra capacidad de organización. [27]

De hecho, cuando Hume habla de las relaciones que los humanos mantienen con los animales, describe el tipo exacto de dominación unilateral cuya visión de injusticia es el punto de partida de la filosofía política kantiana. Y cuando habla de las relaciones de los hombres con las mujeres, Hume, con su característico realismo político, pone de manifiesto cuál es el factor que hace posible esa dominación unilateral. Ese factor es la capacidad de organización del grupo dominante frente a la resistencia individual del grupo dominado, si es que acaso le cabe resistencia alguna. Se trata de una de las características más notables de la relación actual de los humanos con el resto de los animales. Y nuestra forma de unirnos y organizarnos es a través de nuestros sistemas judiciales.

He dicho antes que el problema que Kant tiene en mente cuando construye su discurso en favor de los derechos no es la probabilidad de un mal comportamiento. Lo que cree es que es un mal en sí mismo que una persona esté completamente sometida a la voluntad de otra persona. La dominación unilateral es un mal moral, tanto si se hace uso de ella como si no. Sin embargo, eso no quiere decir que la dominación unilateral no sea fuente de mal comportamiento —y, de hecho, es evidente que lo es. Basta con echar un vistazo a lo que ocurre en nuestras granjas industriales y nuestros laboratorios de experimentación para contemplar los posibles resultados de esa dominación —de esa capacidad para hacer lo que se quiera con otro animal. Mientras haya beneficios que obtener, incluida la irresistible perspectiva de alargar la vida humana experimentando con otros animales, habrá gente dispuesta a hacer cualquier cosa, por muy cruel que sea, con un animal cautivo. Y lo que hace que eso sea posible es el estatus legal de propiedad de los animales. No es probable que la raza humana vaya a tener algún día un arrebato humanitario colectivo y vaya a poner fin a todas esas prácticas sin ningún impulso por parte de la ley. Pero, aunque así fuera, el argumento seguiría siendo igual de consistente. Por muy buenas intenciones que tengamos, el único modo de mantener una relación correcta con nuestros semejantes es brindándoles una cierta protección legal.

Si hemos de presuponer que el mundo y todo lo que hay en él nos pertenece como un bien común a fin de poder hacer de su uso algo legítimo, entonces hemos de presuponer que ese bien les pertenece a todas las criaturas que se hallen en las mismas circunstancias. Los demás animales no están entre los bienes que podemos emplear a nuestro antojo, sino entre aquellos a quienes pertenecen el mundo y sus recursos. Y si rechazamos el presupuesto de la posesión común, entonces nuestro trato hacia los animales no es otra cosa sino un abuso arbitrario de poder, del poder de un grupo organizado sobre los más débiles. En tal caso, supongo que quedaría en nuestras manos decidir la forma de tratarlos —mas el argumento moral seguiría siendo válido. Los demás animales son, tanto como nosotros, seres con intereses, seres para quienes las cosas pueden ser buenas o malas, seres en definitiva que son fines en sí mismos. Sea como fuere, la única forma de mantener una correcta relación con ellos es concediéndoles ciertos derechos.

V. Conclusión

A pesar de las opiniones y afirmaciones de Kant sobre los animales, su filosofía capta de nuestra propia situación existencial algo que revela una hermandad entre ellos y nosotros. La idea central del pensamiento kantiano es que nuestras únicas leyes, las únicas leyes humanas, son las leyes de la razón, y que no podemos saber si el mundo, tal y como es en sí mismo, se ajusta a ellas o no. El hecho de que seamos racionales no nos concede una relación de privilegio con el universo. Kant veía la moral como un sustituto de la metafísica, dándonos una esperanza frente a nuestra imposibilidad de un conocimiento metafísico —la esperanza de que el mundo, con empeño, puede llegar a convertirse en un lugar adecuado a esas leyes nuestras, un lugar racional y bueno [28]. Eso hace que compartamos nuestro destino con el del resto de los animales, pues, igual que ellos, somos seres arrojados a un mundo que no ofrece garantías y nos enfrenta a la tarea de intentar construirnos un hogar en él. Es una presunción inherente a nuestra propia agencia racional y a nuestros sistemas molares y jurídicos que el destino de cada una de esas criaturas, cada una de las criaturas para quienes la vida en este mundo puede convertirse en algo bueno o malo, es importante. Por eso, tenemos el deber de respetar moralmente a los otros animales, así como de proteger ese respeto por vía del derecho judicial. [29]

Christine M. Korsgaard
2012

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS

1— Las obras de Kant se citan del modo tradicional, de acuerdo con el volumen y el número de página de la edición alemana estándar, Kants Gesammelte Schriften (editada por la Real Academia Prusiana de las Ciencias [actualmente Academia de las Ciencias de Berlín-Brandeburgo] [Berlín: George Reimer, más tarde Walter de Gruyter & Co., 1900], presente en los márgenes de la mayoría de las traducciones. Las abreviaciones son las siguientes; para conocer las traducciones empleadas en el texto original, véase la bibliografía).

CJ = Crítica del juicio
CRP = Crítica de la razón práctica
CCHH = Conjeturas sobre el comienzo de la historia humana
FMC = Fundamentación de la metafísica de las costumbres
LE = Lecciones de ética 
MC = Metafísica de las costumbres

2— Aunque puede traducirse de las dos maneras, he sustituido el término «lana» de la traducción de Nisbet por «piel» en referencia a la palabra alemana «pelz» por considerar que el primero suaviza un tanto la crudeza del argumento de Kant.

3— RAWLS, Teoría de la Justicia, mencionado por primera vez en XII.

4— Se aprecia aquí un contraste con las ideas de Locke y Hobbes, quienes interpretaban el abandono del «estado de naturaleza» como un remedio contra sus «inconvenientes» (el término es de Locke), adoptado así por motivos de prudencia y no como necesidad moral. Véase LOCKE, Segundo Tratado sobre el gobierno civil, y HOBBES, Leviatán.

5— Esta descripción aproximada del método kantiano pasa por alto un gran número de complejidades y controversias en torno a la interpretación de Kant. Lo que yo llamo «presupuestos» se presenta en diferentes tipos —principios constitutivos, principios regulativos, postulados, etc.; y los argumentos que Kant ofrece para validarlos también son de diversas clases —la «deducción» referida a un tipo de argumento especial, la «credencial» establecida en el argumento de la ley moral de su segunda Crítica (CRP 5:48), etc. Además, hay generada una controversia filosófica en cuanto a la naturaleza de la validación específica que Kant propuso finalmente para la ley moral, algo sobre lo que el propio Kant cambiaría de opinión a lo largo de su carrera. A pesar de estas complicaciones, creo que la descripción aproximada del método kantiano plasmada en el artículo se ajusta en general a todos estos casos. En este trabajo me centro en los presupuestos mismos, no en su validación. Argumentaré que en ciertos aspectos Kant identificó mal los presupuestos de la actividad de la razón práctica. Supongo que eso deja abierta la posibilidad de que los presupuestos revisados no puedan ser validados. Dado lo nebulosos que resultan los métodos de validación de Kant, en especial en relación a cuestiones de filosofía moral, resulta un tanto difícil abordarlos en términos tan general. No creo sin embargo que eso vaya a suponer un gran problema. Considero que Kant tenía razón al concluir que los presupuestos de la acción racional no necesitan ser deducidos en el mismo sentido que los presupuestos del entendimiento teórico.

6— Presenté por primera vez una versión de esta interpretación del argumento kantiano en KORSGAARD, Formula of Humanity.

7— Por supuesto, esto no quiere decir que no podamos caer en tentaciones o flaquezas éticas, sino que su justificación sólo puede darse en términos de autoengaño.

8— Naturalmente, alguien podría cuestionar la afirmación de Kant sobre la suficiencia de las razones propias para hacer que un fin particular sea un fin para todos. La presunción de Kant se refiere a lo que en otros lugares he llamado razones «públicas», también llamadas a veces razones «neutrales para el agente» —razones cuya fuerza normativa se extiende a todos los seres racionales. He defendido esta presunción en otros trabajos, incluyendo KORSGAARD, Las fuentes de la normatividad, Discurso 4, y KORSGAARD, Self-Constitution, Capítulo 9. Me llevaría demasiado lejos entrar a discutir este complejo tema aquí. Asumo que el lector mayoritario de este artículo estará dispuesto a conceder legitimidad a las reclamaciones morales y legales de los seres humanos o racionales sobre los demás, y que estará por tanto dispuesto también a conceder que, en cierto sentido, somos leyes para el resto, con independencia de que crea o no que los demás animales pueden también hacer tales reclamaciones.

9— Digo «o a lo sumo» porque bien podemos por supuesto desear cosas que sean perjudiciales para nosotros o nuestra felicidad, de tal modo que su elección resulte irracional.

10— El objetivo de la advertencia de la primera cláusula es dejar espacio a los deberes debidos a Dios, fundados en la fe. Dado que Kant piensa que no podemos demostrar la existencia de Dios, ni su naturaleza racional y volitiva, ni tener conocimiento teórico de cuál es su voluntad, no nos cabe, «juzgando según la mera razón», deber alguno para con Dios. Esto no es incompatible con la ocasional sugerencia de Kant de observar a Dios como el soberano del Reino de los Fines (FMC 4:433, 4:439). Kant piensa que la fe está apoyada en la razón, aunque no en el sentido habitual. Kant no cree que haya argumentos teóricos en favor de la existencia de Dios y la eternidad. Lo que él cree es que nuestras responsabilidades éticas nos obligan a confiar en la posibilidad de alcanzar un estado plenamente moral, y que, vistos como objetos de la «fe práctica», los postulados de Dios y la inmortalidad nos dan una idea de lo que sería un mundo moralmente perfecto. Por desgracia, Kant no concibió incluir la felicidad eterna de los demás animales en ese mundo moralmente perfecto. De hecho, afirma que sin esa fe, a todo lo más que puede aspirar aun la mejor de las personas es «a la miseria, a las enfermedades y a una muerte prematura, como los otros animales de la tierra» (CJ 5:452). Para una mayor reflexión en torno a este aspecto de la filosofía moral kantiana, véase KORSGAARD, Just Like All the Other Animals.

11— Para una versión más completa de este argumento, véase KORSGAARD, Self-Constitution, Sección 4.5.

12— En un cierto sentido, las cosas pueden ser buenas o malas para cualquier tipo de entidad funcional —a saber, pueden ayudar o dificultar su funcionamiento. «Pisar los frenos es malo para el coche», decimos en ese sentido. No obstante, el coche está hecho para un propósito humano, y el modo en que las cosas pueden serle buenas o malas se deriva de ese propósito: en última instancia, lo que le ocurre al coche es en realidad bueno o malo para las personas, no para el coche. Por contra, en el caso de las plantas, la benignidad o malignidad que las cosas pueden tener para ellas no se deriva de los propósitos humanos («En mi jardín están floreciendo las malas hierbas; toda esta lluvia es buena para ellas»). Las cosas en este caso son buenas o malas para la propia planta, un organismo vivo que opera con el fin de sobrevivir y reproducirse. El modo en que las cosas pueden ser buenas o malas para los humanos y los animales incluye también ese sentido, pero en su caso se añade una nueva dimensión, que es el punto de vista del propio animal respecto del impacto de esas cosas buenas y malas —son a su vez buenas o malas bajo el punto de vista del animal. Con esto no pretendo apoyar esa opinión hedonista según la cual sólo las experiencias en sí mismas pueden ser buenas o malas, en tanto que agradables o desagradables. Sólo sugiero que existe un sentido de «bueno y malo para» en el que la benignidad o malignidad de las cosas está sujeta a las capacidades evaluativas del ser en cuestión. Por «capacidades evaluativas» me refiero a deseos, malestares, deleites, miedos, amores, odios, ambiciones, proyectos, principios y demás, algunas de las cuales son propias de todo ser con facultad para sentir. Este es el sentido de «bueno para» que considero relevante para el argumento. Para una mayor reflexión sobre el tema, véase KORSGAARD, The Origin of the Good.

13— El argumento principal de esta sección lo presenté por primera vez en KORSGAARD, Fellow Creatures.

14— De hecho, las opiniones de Kant eran bastante avanzadas para su época. Kant pensaba que los animales no debían ser dañados o matados de forma innecesaria, y desde luego no con fines deportivos (LE 27:460). Si hay que matarlos, ha de hacerse de forma rápida e indolora (MC 6:443). Nunca debemos someterlos a experimentos dolorosos cuando los fines son meramente especulativos o existe otra forma de lograrlos (MC 6:443). No debemos exigirles un trabajo más duro del que nos exigiríamos a nosotros mismos (MC 6:443). Si trabajan para nosotros, debemos tratarlos como miembros de la familia (MC 6:443), y cuando ya no puedan seguir haciendo su trabajo, debemos concederles un retiro acomodado (LE 27:459). Para Kant, los animales nohumanos han de ser objeto de amor, gratitud y compasión, y tratarlos de otro modo es «degradante para nosotros mismos» (MC 6:443; LE 27:710).

15— ROUSSEAU, El contrato social.

16— RAWLS, Teoría de la justicia, sección 22.

17— HUME, Investigación sobre los principios de la moral.

18— HUME, Investigación sobre los principios de la moral.

19— Para una exposición más detallada del argumento de Kant como argumento de la reciprocidad, véase KORSGAARD, Interacting with Animals. Nótese sin embargo que la versión de Kant no cae presa de la objeción que presento contra la versión de Hume. En el argumento de Kant, lo que está en juego no es el interés de todos, sino la libertad de todos, de tal modo que no se puede reclamar legítimamente un derecho sin defender la libertad de los demás. Así, la camarilla de los poderosos nos seguiría debiendo justicia al resto de nosotros.

20— Kant también sugiere a veces que el motivo por el que debemos tratar con humanidad a los demás animales es que nuestro trato hacia el resto de seres humanos podría verse influido por aquel (MC 6:443; LE 27:459). Aunque hoy en día resulta notoria la conexión entre el comportamiento criminal y el maltrato animal, que Kant llegara a sugerirla llama poderosamente la atención. Al fin y al cabo, si de verdad se piensa que el sufrimiento de los animales no tiene nada que ver con el sufrimiento de los seres humanos, ¿qué sugiere pensar que nadie vaya a tener la tentación de tratar a los seres humanos del mismo modo que a los animales?

21— Más adelante vuelvo sobre el rol de la idea de los bienes comunes.

22— En realidad, en Génesis 1:29-30, Dios da las plantas a los animales, y luego, en Génesis 9:3, da todo lo que vive y se mueve a los seres humanos.

23— LOCKE, Segundo Tratado sobre el gobierno civil.

24— Quienes hayan leído Casa desolada de Dickens recordarán a Jo, un joven vagabundo que no tiene derecho a estar donde está —el agente de policía siempre le está diciendo que «circule»— y que, por consiguiente, no tiene derecho alguno.

25— Como mencioné en la nota 22, en el relato del Génesis las plantas del mundo son entregadas a los animales antes de que los animales sean entregados a los humanos.

26— Por supuesto, no estoy sugiriendo que la forma correcta de proteger la vida de los animales sea convirtiéndolos en sus patronos. No es posible además pretender un reparto del mundo que deje «bienes comunes suficientes y de similar calidad» para todas las criaturas animadas cuando la vida de algunas de ellas está sujeta a la depredación de otras. Ahora bien, en el caso de los animales salvajes, sí cabría pensar en la existencia de ciertos deberes de preservación de sus hábitats, y los animales domésticos tienen ciertamente el derecho a no morir de hambre. La idea primordial en este punto es que si los animales son dignos de la libertad citada, entonces no tenemos derecho alguno sobre sus cuerpos: no son nuestros para hacer de ellos lo que queramos. Más allá de aquí, los derechos concretos que deberían concedérseles es asunto pendiente de resolución.

27— Hablo de la forma en que los humanos como colectivo nos enfrentamos al resto de animales como individuos. Son muchos los animales que también se ven sometidos a nuestra dominación a nivel de especie —la supervivencia de muchas especies está sujeta a nuestra voluntad. Sin embargo, no se trata de algo cierto para todas. A nivel colectivo, los mosquitos aún son capaces de derrotarnos.

28— Véase la nota 10.

29— Muchos de los argumentos de este artículo fueron discutidos en una versión previa de ellos en una charla sobre mi trabajo en torno a la ética y los animales celebrada en la Universidad de Nueva York, en septiembre de 2011, y por un grupo de lecturas éticas de Stanford en octubre de ese mismo año. Me gustaría dar las gracias a Charlotte Brown, Tom Doherty, Lori Gruen, Beatrice Longuenesse, Peter Singer y Jeremy Waldron por sus observaciones críticas.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

  • DICKENS CHARLES, Bleak House, New York 1977 (cit. Casa desolada de Dickens).
  • HOBBES THOMAS, Leviathan, en: CURLEY EDWIN (Ed.), Indianapolis 1994 (cit. HOBBES, Leviatán).
  • HUME DAVID, Enquiry Concerning the Principles of Morals, en: SELBY-BIGGE L. A./NIDDITCH P. H. (Ed.), Enquiries Concerning Human Understanding and Concerning the Principles of Morals, 3ª edición, Oxford 1975 (cit. HUME, Investigación sobre los principios de la moral).
  • KANT IMMANUEL, Critique of Judgment, Trad. PLUHAR WERNER S., Indianapolis 1987.
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  • KANT IMMANUEL, The Metaphysics of Morals, Trad. GREGOR MARY, en: GREGOR MARY (Ed.), Cambridge Texts in the History of Philosophy series, Cambridge 1996.
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  • KORSGAARD CHRISTINE M., Fellow Creatures, Kantian Ethics and Our Duties to Animals, en: PETERSON GRETHE B. (Ed.), The Tanner Lectures on Human Values, Volumen 25 (2005), Salt Lake City 2005 (cit. KORSGAARD, Fellow Creatures).
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  • KORSGAARD CHRISTINE M., Self-Constitution, Agency, Identity, and Integrity, Oxford 2009 (cit. KORSGAARD, Self-Constitution).
  • KORSGAARD CHRISTINE M., The Sources of Normativity, Cambridge 1996 (cit. KORSGAARD, Las fuentes de la normatividad).
  • LOCKE JOHN, Second Treatise of Government, en: MACPHERSON C. B. (Ed.), Indianapolis 1980 (cit. LOCKE, Segundo Tratado sobre el gobierno civil).
  • RAWLS JOHN, A., Theory of Justice, 2ª edición, Cambridge, MA 1999 (cit. RAWLS, Teoría de la justicia).
  • ROUSSEAU JEAN-JACQUES, On the Social Contract, en: CRESS DONALD A. (Ed.), Indianapolis 1987 (cit. ROUSSEAU, El contrato social.).  

Editorial Cultura Vegana
www.culturavegana.com

FUENTES BIBLIOGRÁFICAS

1— Este artículo de Christine M. Korsgaard es una versión traducida por Igor Sanz del original en inglés A Kantian Case for Animal Rights


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