En este cuento se recoge de manera condensada y simple la idea de la evolución de las especies, tal como lo plantearon Lamarck con su transformismo y Darwin con su evolucionismo.
Antecedentes
Como si a los matorrales buenos y generosos
les brotaran de repente cardos con malas intenciones
y espinas de alto poder,
en Costa de Oro, Guinea, se apostó
en una maleza próxima a un riachuelo
un grupo de caza
de la empresa Slimbeck
—multinacional en su composición,
pero mexicana por el número de acciones.
Los expedicionarios
que tomaban clases de paciencia
con sus intereses,
que escondían su prisa en las botas,
esperaron en su escondrijo
—el cronómetro mordiéndose los segundos—,
pusieron ademanes y respiración
en cámara lenta
y, en lo posible, dejaron de pestañear,
para que la espesura en que se ocultaban
pudiese considerarse
un sinónimo encarnado del silencio.
Una caterva de simios,
arrojándose entre sí
puñados de júbilo,
y poniéndose en ocasiones
muy cerquita, a un milímetro quizá,
de las carcajadas de los hombres,
se aproximó al riachuelo,
confiando en lo que parecía ser
un trozo de jungla
que había recibido un proceso de limpieza
de toda amenaza;
descendió al abrevadero,
con la sed ganándole a las vencidas
a la cautela.
Oh lector, antes de continuar
y tras de caer en cuenta
de que en mi tinta existe el cosquilleo
de aclarar ciertas cosas,
te digo que:
hay balas que llevan en sí
últimos suspiros, velorios,
la negrura suprema.
Las hay, y salen de cacería
en todos los continentes.
Pero hay otras, tal vez de buen corazón,
que arrojan a sus víctimas tan sólo
bostezos del tamaño de invisibles manzanas,
párpados vencidos,
negruras más o menos efímeras.
La expedición a la Costa de Oro
tenía balas con narcóticos
para poder fácilmente secuestrarle a la selva
el número de primates que exige
la voracidad sin freno,
de parques zoológicos , circos
y mujeres histéricas que buscan
el abrazo perpetuo
de esas estrafalarias mascotas,
lo cual se hace sin el escándalo
de la resistencia animal
y la mentida culpa con que en veces
comentan el suceso los revólveres,
después de volver a los monos,
tras la descarga,
en fácilmente transportables
como sacos de arena a medio llenar
o muñecos de trapo,
con el corazón descosido,
cuyos cuerpos diríase que son
camastros o “ataúdes del sueño”,
donde sólo permanece despierta
la respiración.
Dicen los aborígenes,
que saben de los sentires de la selva,
que cuando ocurre esto,
el derramamiento del rocío
en cada una de las hojas
muestra la angustia e impotencia
de la jungla.
Aunque los cazadores,
engreídos, pensando en que
“donde ponen el ojo ponen el sueño”,
o en que, de plano,
son peritos en masacres
y en feroces holocaustos de lo verde,
ahora sólo dieron en un chimpancé;
los demás, aterrados,
corrieron a refugiarse en el simio invisible
que llevaban dentro.
El animal fue malherido por dos balas:
una en la mejilla, en el lugar
donde arroyos en miniatura
suelen emprender su desordenado recorrido
hacia los pañuelos
y la compasión: la herida
fue leve y sólo dejó una cicatriz,
como un serpentígero recuerdo a flor de piel,
tras de sangrar lo suficiente
para que a nuestro mono le endilgaran sus captores
el nombre de Peter el Rojo
que, en opinión del chimpancé,
era tan poco agraciado, que parecía
no hecho por los hombres,
sino por las entendederas malhadadas
de otro mono.
La segunda herida fue debajo de la cadera,
generando una hemorragia
que no paró de manar y manar
hasta el momento en que la sangre
no pudo menos que meter el freno
de la coagulación
y que, además de forzarlo a renguear
a partir de entonces
(y, llevando de paseo su cojera a todos lados,
imprimir en el polvo
un reguero de huellas cercenadas)
lo obligó en lo futuro a caminar
con la ayuda de la fe de erratas
de su báculo.
El mono despertó en una jaula
colocada en el entrepuente
de uno de los barcos de la flota
de Slimbeck, que llevaba de nombre
“Por el dedo de Dios”
Designación que se refería tal vez
a las órdenes del destino,
a lo que ha pasado y pasará por obra y gracia
del “así sea” de lo inexorable,
de aquello que en el calendario
no tiene vuelta de hoja,
o, si se prefiere, del director orquestal
que armoniza el cantar sin orden ni concierto
de los relojes.
No era la única jaula;
en otras había boas gigantes
que digerían a perpetuidad el bolo alimenticio
de su tedio,
chacales que mordisqueaban
su reír carroñero,
leones destronados,
el cetro hecho astillas,
con rugidos que,
la cola entre las piernas,
sufrían la mordaza de su venir a menos
al estallar desafinadamente.
Pero la jaula del chimpancé
distinguíase de las otras
no sólo porque estaba constituida por tres barrotes
y un cuarto costado, de madera,
parte del cajón
que servíale de soporte,
sino por el lugar, volumen
y nicho donde se incubaba
la semilla de un portento.
Y, en su interior, un habitante
al principio nervioso,
con efímeras perlas en la frente,
como un junco golpeado por el viento,
y en santa paz más tarde
todo él y sus respiraciones,
que algo, muy nebuloso aún,
pisando los talones a lo incomprensible,
se traía entre pecho y espalda.
Las iniciales tareas
que tuvo el simio en la jaula fueron:
sollozar quedamente.
Los quejidos, al tener por metrónomo
el ritmo de la angustia,
se sucedían unos a otros
en el mismísima cadencia
que, sin la hermana de caridad del consuelo,
requiere la inhóspita amargura;
espulgarse hasta el dolor
o séase, empeñar las uñas simiescas
en la caza menor
de bestezuelas que riegan a su paso
escozores y cosquillas
y arrojan a la carne en que se ocultan
a sufrir, rascada por un terco masoquismo,
agradabilísimas dolencias;
y lamer hasta el aburrimiento
una nuez de coco,
lo cual ocurrió tras de ingerir
el agua circular de su recinto
y ponerse a roer el blanco fruto
al principio con el dulce pasatiempo
que llevaba a las neuronas hedonistas
a una rutinaria distracción,
y más tarde a lamerla
por no dejar,
por rutina,
aunque este lamer por lamer
fuera contemporáneo de un abúlico
aburrimiento.
Los cautivos pueden discurrir
sobre los más variados temas y cuestiones:
tienen todo el tiempo del mundo
para pensar las cosas que afuera de ellos
viajan en el devenir general
en su respectivo medio de transporte;
pueden hacerlo, como el chimpancé
a) recordando el pasado neblinoso,
cuando el simio correteaba entre los árboles
con sus dos esposas y un etcétera de amantes,
b) en el presente en ruinas,
cuando la incomodidad y el temor,
sus compañeros de clausura,
no lo dejan en paz
o c) en el futuro aciago,
cuando tal vez sólo tendrán parlamentos
el dolor y el desastre.
Mas de pronto, una idea
irrumpe en el escenario, arma
con los dientes y la lengua un micrófono
y se codea con el hambre y el deseo:
se trata de la obsesión.
El cacumen de Peter el Rojo
no deja de rumiar
en cómo diablos, por dónde.
por qué desconocido punto cardinal
salir del encierro.
Si te hallas en una relación amorosa enfermiza,
en que se ha llegado al extremo
de que las uñas empiezan a tener
curvatura de garras,
o en que ya no es posible decir o suspirar
nuestras voces,
sino que se las dispara a quemarropa,
hay que salir.
Si una mosca, acostumbrada a la idea
de que el aire es el ámbito de la libertad,
cae de repente en una telaraña
y siente que se acercan
milímetro a milímetro
las mandíbulas de su último segundo,
hay que salir.
Si no te gusta tu trabajo
y eres, bufón del rey,
también el hazmerreír de tus escrúpulos ,
hay que salir.
La obsesión del mono enjaulado
en el barco “por el dedo de Dios”
era salir,
encontrar la salida,
darse a la fuga.
“Hasta entonces había tenido tantas salidas,
y ahora no le quedaba ninguna.
Estaba atrapado”.
La obsesión del mono
era poner los pies en polvorosa
o en el convoy de la tierra movediza.
El vocablo fuga,
endulzando su saliva,
enmendaba los desvíos
de su aliento
—el aire en los pulmones solamente
era el ir y venir de un trozo de libertad-.
haciéndole sentir
la tienda de campaña de la gloria
a la vuelta de la esquina.
Pero no lo podía hacer
ni golpeando con los tambores
de su propia guerra
la pared de roble, que era una tabla
con músculos de granito,
insobornable y sin veta alguna
de misericordia.
Ni tampoco tratando
con todititas sus fuerzas
—aumentadas en no sé cuántas onzas
por su desesperación
de separar los barrotes
hasta abrir el dulce hueco
por el que cupiesen con holgura
su corpachón de mono,
la audaz silueta de su temeridad
y el desprecio por los hombres.
Si el chimpancé permaneciese
recargado en la tabla de su celda,
no cabe duda: reventaría.
El término insoportable,
despojado de letras
hasta ser únicamente un sentimiento,
se introdujo en los poros de su carne
y empezó su acción devastadora.
Pero vino a su mente una feliz ocurrencia
que le suavizó los rigores
de su pesadilla.
(Las ocurrencias son pensamientos
que nacen en los rincones oscuros de la lógica,
son respuestas inesperadas
a preguntas previsibles,
vienen de muy adentro
tal vez de los bajos fondos del cerebro
y de la misma forma en que una niña
recoge sus enaguas,
la ocurrencia recoge sus raíces
y nos impide ver su acta de nacimiento).
Aunque no dejó de tener, ay, cola que le pisen,
en cierta ocasión, el día más pensado,
Peter se dijo en voz alta
-para escucharse a sí mismo-:
“dejé de ser mono”.
Y, con ello, con esa ocurrencia,
cesó de cogitar con el vientre,
como afirmaba hasta entonces,
para realizarlo con el cerebro.
Nuestro chimpancé
con escrupuloso cuidado
trata de que por favor no se confundan
la salida con la libertad.
Salir es ir de un sitio al otro,
azuzar a los pies en ese viaje
que nos hace abrigar en la nuca
el hálito del adiós
cuando ya en la frente se reconoce el aliento
del saludo.
Pero salir puede ser, válgame Dios,
trasladarse de una cárcel a otra
o cambiar de una mazmorra
en que se da más agua que pan
a otra en que se brinda más pan que agua.
Y eso ¿tiene algo que ver con la liberación?
La libertad, en cambio,
es fugarse de las fugas
o el utópico salir de los salires.
“El sentimiento de libertad,
dice Peter el Rojo,
es uno de los más sublimes,
así de sublimes son también
los correspondientes engaños”.
La libertad es el encarcelamiento
de todas las prisiones.
Abrir las puertas y darle el tiro de gracia
a las cerraduras.
Peter no acaricia el sueño descomunal
de liberarse,
de acudir a la quema universal de pasaportes
o al desmoronamiento de los muros
que contraponen a los humanos.
Él sólo quiere evadirse de.
Hallar o inventarse una puerta de salida.
Quiere salir y busca
la manera de hacerlo.
Si el qué le pone mariposas en la barriga
—órgano con el que piensan los monos,
Peter dixit-,
el cómo le invade el cuerpo
y hace que se le encaramen los grados de temperatura
hasta la obsesión,
que peina ya el posgrado del delirio.
Un día, examinando un trozo de espejo
que alguien arrojó a sus pies,
supo que los espejos
habían venido al mundo a imitar
todo lo que se les pone enfrente.
No una imitación aproximada, sino perfecta,
ni concebida por ratitos,
sino de manera constante.
Entonces tuvo el fructífero pensamiento
de imitar, por un lado, esa imitación
y dejar a la cámara fotográfica
dialogando con la envidia,
y, por otro, emplear la imitación
como la forma de evadirse
de su enclaustramiento.
Para salir del calabozo transparente
de la jaula
se necesita ser
maestro en imitaciones
y tener en el mimetismo
no un cambio de vestiduras,
sino de expresiones corporales.
Nuestro mono pasó del nerviosismo
a la tranquilidad,
del temblor con que el miedo lo sacudía
a un diminuendo en la turbulencia
de su sangre,
como si los gruñidos
y golpeteos de la voz, surgieran
no de las fauces de un ser irracional
sino de los jardines
de un reír que, hallándose a flor de labio,
repudia las espinas.
Sin esa gran paz interior.
sin ese respirar hondo
que le adormece las entrañas,
le hubiera sido imposible
dar con la escapatoria.
Peter confesaría más tarde
que era deudor de una paz
tan apacible que llevaba a su corazón
a cantar dulce y acompasadamente
su trova de latidos,
a una tripulación que, pese a todo,
era un puñado de gente buena.
Gente que, al soltarse a cantar:
“tan lejos estoy del suelo donde he nacido
que enorme nostalgia invade mi pensamiento”…,
hacía que el mico llevase el compás con el pie
y sintiera que, al mecerse en la hamaca
de canción tan melodiosa,
le traía el recuerdo del terruño africano
de sus tristezas.
Cuando, en cambio, oía cantar
a la tripulación,
gimiendo o de plano
encaramándose a la cumbre de los gritos:
“como México no hay dos.
No hay dos en el mundo entero”..,
él tarareaba en su interior
esos patrióticos cantos que arrojaban
a su debido sitio
su indiscutible extranjería.
Pero ¿cómo eran estos marinos
que en alta mar y alta morriña
lloriqueaban sus canciones?
Eran individuos que hacían las cosas con lentitud,
con pies de plomo,
como si la liebre de la prisa,
no siendo acicateada por la meta,
prefiriese a tomar el compás de sus palpitaciones
como obligación de sus zapatos,
la incuria del tortuguismo.
Las malas palabras,
latigazos de saliva,
eran como la sal y pimienta
de sus diálogos;
afables y de buen humor,
eran moneda corriente
que, en diciéndolas, producían un derroche
de valioso tintineo.
A veces carraspeaban, pero ese rumor
estaba lejos de ser,
como al principio lo temiese el mono,
gritos de guerra.
Eran locuaces, pero el simio no entendía
por lo común sus bromas.
A veces, por ejemplo, alguno de ellos
daba órdenes al otro,
y éste replicaba,
alzando los hombros para cargar su indiferencia:
“¿Y yo por qué?”,
a lo cual respondía un estallido de carcajadas
incomprensibles para el chango.
Otras, cuando los hombres
protestaban con furia
por algo fuera del entendimiento del simio,
la declaración de alguno de que:
“haiga sido como haiga sido”,
era también causa de celebración
por el coro de estentóreas carcajadas
con lo que el mono atento, reflexivo,
hundíase en la tierra movediza de la perplejidad.
Y en otras ocasiones,
un marino preguntaba a otro:
¿qué estás leyendo?
y éste respondía
con la mayor seriedad
que puede traer al mundo una persona:
estoy leyendo una tesis de maestría
que no puede ocultar el plagio
y su robo a mano armada,
lo cual era festejado, como en los casos anteriores,
por el hilarante regocijo
de la tripulación,
mientras nuestro mono se ponía un dedo en la frente
como muestra de su incapacidad
para entender a los humanos.
En el desarrollo desigual
de la evolución del antropoide,
tomó la delantera la buena educación,
las sonrisas-puente,
las manos rumiando los secretos del saludo.
Cuando alguien de la tripulación
escupía al suelo,
en las fauces del simio
se esbozaba la mueca de un asco
con ínfulas de escudo,
mientras los ojos se le empequeñecían
para refugiarse en una oscuridad
sin indecencias.
Los marinos se rascaban de vez en vez la nuca
—y no propiamente buscando conceptos—
y en seguida acusaban a las pulgas de Peter
de realizar saltos mortales
de un lado al otro,
como si ellas fueran portadoras
de una muy personal manera
de interpretar la teoría
del gran Darwin.
A veces se sentaban en semicírculo
al rededor del mono
como si se tratase,
no de un puñado de espectadores
ante un felicísimo remedo de ser humano,
sino una rueda de prensa
frente a un inminente milagro de la zoología.
Los marinos, fume que te fume,
hacían un techo algodonado
que emborronaba, en el firmamento,
la estrella de la tarde.
Peter había visto siempre a las nubes del cielo
como inalcanzables,
pero ahora estaban allí,
al alcance de su mano,
y con un aroma intenso, casi comestible,
que le hacía pensar
“qué delicioso olor tienen las nubes”.
Y, alguno, de cuando en cuando, tomaba una varita
—la varita del placer, como la llamaba el antropoide—
y con ella le rascaba con tesón
allí donde le resultaba placentero.
La obsesión y el nerviosismo
que habían embargado a nuestro personaje
no fueron una tormenta en el vaso de agua
de una vulgar exageración,
pero sí la ceguera
que le impedía hilar fino
o pasar por el ojo de hormiga de una aguja
los planes delicados y sutiles
sobre la manera de escapar.
Con sus colmillos de entonces
—capaces de desprender la pulpa
a las nueces más blindadas del nogal—,
habría incluso podido roer el cerrojo.
Pero no lo hizo.
Exoneró de tamaña proeza
al cascanueces de su dentadura.
De hacerlo, lo hubieran arrojado
a una jaula peor, más pequeña
y famélica de luz.
O podría morir en las fauces de la boa
que tiene en el menú de sus apetitos
elefantes, caballos, monos en su miedo.
O podría terminar su existencia
arrojándose por la borda del barco
a la salada asfixia.
Todas, maneras diferentes de suicidio.
Era tan fácil imitar a la gente.
Pronto aprendió a escupir
y en donde ponía el ojo
ponía una humedad inesperada.
Luego los hombres y el simio
se escupían mutuamente
en una guerra sin cuartel y sin heridos.
Tomar con destreza la pipa
le resultó más difícil,
como tiempo después le fue casi imposible
recorrer en su patín del diablo
todas las conjugaciones de los verbos.
Al principio le daban una pipa seca
para ver la reacción del antropoide
ante el raro instrumento.
Él hacía el esfuerzo de fumar
y al poner el pulgar en el hornillo,
los marinos retorcíanse de júbilo.
Pero después
pusieron en las fauces del animal la boquilla
ya preparada para usarse.
Le fue difícil,
la ineptitud, como ventosa,
era una con su cuerpo,
ya que a veces la agarraba como un puñal,
otras como si se tratase de un tenedor
y unas más con el hornillo al revés,
produciendo una verdadera cascada de tabaco
ante el festivo repudio
de los marinos.
Finalmente asió la pipa cual debe ser,
no como lo hace un empresario o un obrero,
un Slimbeck o un navegante,
sino como un chimpancé intelectual
que, tras de cada chupada y su respectiva exhalación,
atiborra el medio ambiente
con una humareda de citas
del exacto volumen de la vanidad.
Después vino el aprendizaje del alcohol.
Aunque al antropoide los primeros sorbos
no le parecieron propiamente amargos,
sino que sintió que libaba
algo así como la bebida nacional del infierno,
un líquido que tal vez
había tenido relaciones pecaminosas con la lumbre,
finalmente aprendió
a empinar el codo, y hacerlo con singular alegría,
a más de discernir, por lo menos,
tres tipos de agua:
el agua dulce del riachuelo y los cocos,
el agua salada del mar y las pupilas
y el agua ardiente de la tierra sulfurosa
y la botella.
Con el paso del tiempo
olvidó a los marinos que,
en semicírculo,
le bebían las vocales y consonantes
con las que se enredaba su lengua.
Pero un individuo,
llamado el españolete,
al que no pudo dirigir nunca
la goma de borrar de sus indiferencias,
se dedicó a él con verdadero ahínco.
Venía siempre,
botella en mano, a brindarle
sus jugosas enseñanzas,
en cualquiera de los puntos cardinales
del cronómetro.
“Ningún maestro de hombre
encontrará en el mundo entero
mejor aprendiz de hombre”,
como diría Peter años después.
Además de ser el españolete
quien le instruyó en descorchar botellas
y beber hasta los aledaños de la locura,
también fue el que le condujo a hablar
con el acento de los españoles
y el vosotros en que cabalga
la segunda persona del plural.
Si alguien se hubiese acercado
al antropoide en ese instante
poniendo su cabeza junto a la de él,
habría escuchado
ruidos indescifrables:
se trataba
de la insólita actividad de las neuronas
que, al aunar el deseo de salir y la imitación
—la recóndita puerta para hacerlo—
había encontrado
el rompecabezas de la lógica,
que, en armándolo, descubría
la calzada real
de los silogismos de la existencia humana,
la derrota que yendo tras de sí,
inventándose,
iba de los medios a los fines
sin escuchar el canto de sirena
de las desviaciones.
Si alguien en ese instante
se hubiese puesto junto al mono
—ahí por donde merodean
los ángeles custodios de los simios—,
hubiera escuchado también
el inconfundible rumor
de una lengua en movimiento,
la saliva desplazándose de izquierda a derecha,
y las mandíbulas y los labios
buscando con tesón la forma de expresar
las vocales y consonantes
que en sílabas y vocablos
se amanceban con ternura
o se separan
dándose con el portón en las narices.
La síntesis de lo que pasaba
en la materia gris del chimpancé
y de lo que ocurría en sus fauces
—el lenguaje dicen los eruditos
es la encarnación del pensamiento—
generó una especie
de súbito y pequeño milagro:
Peter comenzó a gritar “Hola”,
con una dicción que envidiaría
cualquier hombre de letras.
Informe para la Academia Mexicana de la Lengua por Peter el Rojo
I
Excelentísimos señores de la Academia mexicana de la lengua:
Uno de los más conspicuos
miembros de número de vuestra institución
—verdadero taller de compostura
de decires enfermos
y flores que agonizan con todo y aroma—
me ha invitado a presentar ante ustedes un
Informe sobre mi anterior vida de mono
y la comparación de ella con mi vida actual.
En sentido rigoroso no puedo complaceros
pues tal cosa no está en mi garra, digo en mi mano
(aunque se lo proponga mi voluntad,
a la que, desde su cuna,
cuido como la niña virgen de mis ojos)
ya que desde hace por lo menos cinco años
dejé totalmente
mi vida simiesca, arbórea e irracional.
Cinco años.
Este tiempo no discurre
en el tronar de yemas que dibuja
la llamita de lo fugaz,
sino que ha devenido en enorme lentitud,
al modo en que discurre la tortuga
arrastrada por el talón de Aquiles
de su fatiga,
cuando en medio de ruedas de prensa,
música de fondo, discursos que tejen mis pulmones
y la sensación
de ser acribillado por ráfagas de aplausos,
me he sentido en realidad muy solo,
cual un celebérrimo espectáculo de circo
al lado de la mujer más gorda del mundo,
el músico precoz que tararea su primera trova
en las sábanas pautadas de la cuna
y el gigante que entronado en su altivez
se encasqueta una nube de corona.
He cumplido la palabra
de hallarme entre vosotros,
porque no me aferré a mis orígenes,
la selva de mis ancestros,
la matriz de mi madre
y mi festín cotidiano de pulgas.
En realidad, yo, este mono,
acepté de buen grado
el yugo en que me encuentro.
La salida que creí hallar
para dejar la jaula
—el útero en que fui madurando
para advenir a esta tierra—
me hizo entrar en una prisión más holgada,
sin barrotes visibles
pero con mis patas o mis pies
en realidad enraizados.
Además, día a día, tras de escuchar
el batir de unas alas que se alejan,
descubro que las pocas remembranzas
que tengo, no son
sino frutos picoteados por las aves.
Afligido,
en ocasiones evoco, sí,
los vaivenes
de la proa delfinesca del destino
controlados “Por el dedo de Dios”
en alta mar
en dirección a un puerto mexicano.
Ahí nos esperaba la estruendosa bienvenida
de los mariachis
—en que el silencio,
avergonzado,
dejaba que el júbilo, efervescente,
brotase por todos los resquicios del espacio—,
y la eterna quejumbre del cantante ranchero
que, entre las cuatro milpas
que tan sólo han quedado,
continúa como siempre,
con las cuerdas de su voz y sus guitarras
—y con la duda del amor
de aquella Marieta que,
aunque los hombres fuesen muy malos,
continuaba en el insinuante floripondio
de la coquetería—
deshojando y deshojando margaritas.
Para qué engañarme,
poco a poco se me han ido perdiendo
pedazo tras pedazo de mi vida
en las tierras pantanosas de la amnesia.
De haberlo permitido los hombres,
ahora carceleros eruditos
y alguaciles racionales,
yo, al principio,
cuando me hallaba en los albores del cambio,
hubiera vuelto a mi mundo
“por la puerta total que el cielo forma
sobre la tierra”;
pero esta nueva salida,
angostándose, fue llave desdentada
frente a la castidad insobornable
de la cerradura.
“Pero díganme, excelentísimos señores,
¿cómo comparar
mi vida pasada con la presente
si la tempestad de recuerdos
que antes tuve “me ha ido abandonando”,
se me escampó en llovizna y en pañuelos,
si, sufriendo parálisis la memoria,
soy tercamente proclive al “mal de olvidos”?
Además ¿poseen algo en común
el antropoide salvaje
y el mono gramático
o, como diría, camaleónica,
una metáfora astuta:
el pulpo en su mar
y el pulpo en su tinta?
“A medida que mi evolución se desarrollaba,
activándose “como a fustazos”,
la posibilidad de una nueva salida se fue reduciendo,
convirtiéndose en un orificio estéril.
“Yo no era una pieza de la evolución
de las especies animales,
del cambio gradual
de los primates al homo sapiens
y de éste al homo sapiens sapiens
—de conocer mi caso, Darwin y Huxley
no echarían a rebato las campanas
del éxito—,
sino que dicha evolución tuvo lugar,
toda, dentro de mí,
fue un vertiginoso salto al interior de este sujeto,
mi salida fue un brinco de una dimensión a otra.
La vuestra simiedad, señores académicos,
que sin duda traéis a las espaldas,
y que, en los añejos días
en que érais sólo una promesa
saltando por las ramas del árbol genealógico,
está seguramente tan alejada de vuestras mercedes
como la mía lo está respecto al hombre
en que hoy habito.
Por eso creo que me comprenderéis
y mis palabras no serán confundidas
con distintas explosiones del silencio.
“Pese a todo lo dicho
voy a intentar, hincando a más no poder
las espuelas en mi esfuerzo,
poner ante vosotros
los pedazos de experiencia
del antes y el después de mi metamorfosis
que guardo en la cognición
y, si me es dable hacerlo,
en los suburbios y bajos fondos
de mi psique.
No deseo ocultarles
que antes de esta entrevista
me valí de una caña de bambú,
los embustes de un anzuelo maquillado
y una paciencia sorda a los demandas
del aburrimiento,
para pescar en las aguas evasivas del inconsciente
y exponerlos a la intemperie del yo,
estados de ánimo reprimidos
que resultan indispensables
para que la pintura que os presento
lleve la firma de la coherencia.
Lo primero que aprendí fue a dar la mano
como señal de fraternidad,
mientras escondía mis viejos y estridentes
sonidos guturales
debajo de la cama.
Hoy, en el auge de mi transformación,
puedo añadir a ese constante besuqueo de manos,
la palabra sincera.
Sólo cuando logré paladear los fonemas
—ya que no saben a lo mismo, como no lo ignoráis,
los vocablos amante y amiga, dolor y serenidad,
esperanza y muerte—,
atiné a vislumbrar sus colores
(la palabra puño es sin duda de un rojo vivo)
y logré exprimir el líquido que cargan,
si es que lo cargan
(la voz compungido es uno de los términos
más húmedos que conozco),
sólo entonces me hice del lenguaje apropiado
para hablar ante vosotros,
mis talentosos académicos de la lengua
e ilustrada saliva.
Cada vez encontrábame mejor entre las mujeres y los hombres.
Ahora era una persona de traje y corbata,
calcetines amarillos y un sombrero mexicano
que producía una tristeza insondable por el bien ajeno
en los calvos del pobrerío”.
II
Con la pericia de un orador
que se introduce en los oídos de su público
y que (subido al pináculo de la facundia
puede pescar al vuelo
el infinitivo de un astro
o el gerundio de un cometa),
y no con las dificultades, los tropiezos,
del que busca las palabras olvidadas
en todas las bolsas de su traje,
Peter, en su Informe,
dijo a continuación a los académicos,
a los cancerberos del bien decir,
todo lo que se ha narrado con anterioridad:
sobre su procedencia africana,
las heridas que le infligieron,
por qué lo bautizaron con el nombre
que lleva a las espaldas.
También que, después de los tiros,
despertó en una de las jaulas de “Por el dedo de Dios”,
el buque de Slimbeck,
y finalmente cómo había encontrado una salida,
el enigmático resquicio por el cual pudo deslizarse
a un cosmos, el de los hombres y mujeres,
que tiene a la razón en cautiverio,
a pan y agua,
y corre a no sé cuántos kilómetros por hora
a dar con la frente en el muro de sus lamentaciones.
A ese cosmos.
Todo lo expresó con una dulce voz de barítono
sin rozar las estrellas con impropios agudos
ni ensordecer a los gusanos con los graves
que llegan a perforar la tierra a nuestros pies.
Hablaba con voz suave, persuasiva, parsimoniosa.
Parsimoniosa significa caminar con buen paso,
sin tropiezos con alguna palabra que,
amasijo de cacofonías, resulta impronunciable,
o caer de bruces en un punto fuera de su sitio.
Significa que el orador
pastoree las oraciones
que ha de decir en cámara lenta,
al volumen indispensable
para que resucite la luz
que de común fallece
—o se halla en algún rincón arrinconada—
por la noche.
III
Peter señaló en su intervención:
“Los hombres que rodeaban mi jaula
eran tan semejantes entre sí
que parecían el fruto
de un semen y un óvulo seriales
encargados de poblar el mundo
o, al menos, la cubierta de “Por el dedo de Dios”.
“Pero no digo que eran iguales
como una gota de agua a su vecina,
porque esto es una exageración
y las exageraciones
son tan pesadas que terminan aplastando
al sujeto del que son atributo,
o fuerzan a la generosa verosimilitud
a que se venga abajo
destruyéndose de golpe con el golpe
y expulsando de su boca al dar en tierra
su último suspiro.
“Tan no era iguales
que uno , como os dije,
pronto se distinguió de entre ellos
al interesarse profundamente
por este mono venido a más,
en el que creía ver,
visionario precoz,
no sé qué portento in nuce,
como vosotros diríais.
“Llamábanle “El españolete”
quizás porque, a diferencia de los mexicanos,
hablaba sin faltas de ortografía
poniendo la ce, tras de sacar a codazos la ese,
en su correspondiente nido sonoro.
Este individuo me proporcionó
una preciosa ayuda
para dar con la salida,
el secreto corredor por el que irrumpiera
la historia natural,
el evolucionismo limitado a un solo ente
que me hizo dar de bruces en el mundo
de la estirpe humana
y sus académicos de la lengua.
En verdad “ningún maestro de hombre,
lo repito, encontrará en el mundo entero
mejor aprendiz de hombre”.
“Venía acompañado
de una botella de mezcal
y de una pipa,
par de instrumentos ineludibles
que requiere la partera del destino
para hacer su trabajo.
Y me proporcionó lecciones
con un doble carácter: teóricas las unas
y prácticas las otras.
“El castellano, como buen educador,
sabía que la teoría y la práctica
no son como el agua y el aceite
que se detestan,
se echan malas miradas
y en todo plenilunio de desprecio
no pierden la oportunidad de enviarse
ardorosas declaraciones de odio.
No, entre ellas hay mucha simpatía
y mudos y constantes requiebros,
y aunque en veces se llevan mal
y hasta se retiran el saludo,
de común, conjuntando las manos,
sincronizan sus ideales
y caen en cuenta de que la palabra cooperación
es la más noble del diccionario.
“El español, acercándose a mi jaula,
me guiñaba el ojo como queriéndome decir:
´está bien atento´, ´tente, tente´,
´no te extravíes en los caminos simiescos
de la distracción´
y atraía y alejaba la botella
de su boca,
como si fuera el anuncio del mejor de los bálsamos
o la exhibición de una redoma de ambrosía
añejada en el Olimpo.
El mismo acto hacíalo una vez y otra vez con gestos
´exageradamente didácticos´
como queriéndome atornillar en las sienes
su experiencia.
Yo lo veía y lo veía
muerto de ganas de imitarlo,
de ser la segunda edición,
aunque fuera a la rústica,
de sus malabarismos,
deshaciéndome en mi interior
por adquirir finalmente
manías de espejo.
Mi maestro daba fin a la lección teórica
del día,
cuando me fatigaba,
y entre mis labios no podía detener
al intruso de un bostezo,
los músculos chorreándome hacia el suelo.
Lo docto me dejaba exhausto,
pero ´esto era parte de mi destino´
que se cumplía en una embarcación
con el elocuente nombre
de ´Por el dedo de Dios´.
También era parte de mi destino
la lección práctica, transformadora,
o el hacer que,
echando mano de medios sabuesos
que husmean el fin,
se calza las botas de siete leguas
del pensar.
Como mi mentor, cogía la botella,
la descorchaba
—como si le abriera una grieta al cielo
para que derramase el paraíso en el gaznate—,
la conducía a los labios
y, aunque no sin aversión,
apuraba su contenido
con el estrepitoso glu glu del cántico
de mi sed mentirosa.
Ya no era un simio que imitaba a un hombre
que empinaba el codo,
ni tampoco un actor que, por un momento,
desvanecía los límites entre la realidad y la ficción,
sino que era un nuevo ser humano,
pariéndose a sí mismo,
no sólo bebiendo “como beben los hombres”,
sino pensando en el hecho de beber
como lo hacen los cerebros sin pelambre
de los humanos.
“Quiero subrayar que mi maestro
no se enojaba conmigo,
no creía que su aprendiz
fuese un estúpido mono
entregado a dar vueltas y más vueltas
en la noria del círculo vicioso
de su mareo infecundo.
Nunca sentí que su cavidad bucal
sacara a codazos
una expresión de repudio a mi persona,
más bien que su sonrisa de las 8.30
o de las 9.10,
apenas nacida,
me orillaba
a buscar en el repertorio de muecas que poseo
si alguna, desplegando su abanico de dientes,
podía asumir,
a modo de gentil respuesta,
la inconfundible forma que con la suya
consonantase.
No se irritaba conmigo, pero sí,
de cuando en cuando, de vez en vez,
de cuando en vez y de vez en cuando
—que en todas estas formas es posible decirlo,
como no lo ignoráis
excelentísimos señores académicos—
´me tocaba el pelaje con la pipa encendida
hasta que comenzaba a arder lentamente
en cualquier lugar donde yo difícilmente alcanzaba´,
llevando a cabo tan insólita conducta
tal vez para reconvenirme,
atajar mis torpezas,
poner grilletes a mis fallas
(aún con resabios simiescos)
y colocarme en el cráneo
la corona de púas de la autocrítica,
o con la inconfesable intención,
ay de mí,
de causarme un poco de daño,
no mucho,
en la exacta medida
en que velada y subrepticiamente
irrumpía su sadismo.
Pero entonces él corría a apagar
el pequeño incendio provocado en mi piel
´con su mano enorme y buena´.
“En el momento en que,
obligando a todos mis órganos internos
a cerrar filas con la voluntad,
logré decir: ´Hola´ con timbre humano,
y dejar a mi espalda o, mejor, a mi cola
todos mis tristes antecedentes,
la reacción que produjo mi voz
o sea el: !Escuchen, habla!, lo sentí
como un beso en mi sudoroso cuerpo.
El primer adiestrador de Peter,
en la ciudad de México,
le enseñó lo fundamental
para la convivencia humana:
sentarse a la mesa,
manejar como Dios manda los cubiertos,
no poner los codos en el mantel
como si fuesen dos búcaros de manos,
no tomar a pellizcos el azúcar,
hacer un uso discreto de la servilleta
que no tiene nada que ver ni con la toalla
que es menos detallista y más abarcadora,
ni con el pañuelo que se despliega
como el velamen que siempre exige
el mar de lágrimas que podría sucumbir
en la zozobra del desconsuelo.
Lo adiestró en saludar, decir hasta luego,
dar las gracias o responder con el obligado
de nada que restablece el oportuno equilibrio
en el intercambio de finuras,
a decir, en contubernio con el reloj,
buenos días, buenas tardes y buenas noches
a sus noveles hermanos, o casi.
Y aunque él,
llevando sus aprendizajes
hasta la cima nevada de la hipérbole,
a veces decía “buenos medios días”
o “buenas medias noches”,
la costumbre,
que pugna contra las ovejas descarriadas
que llevan la noche en su pelambre,
al fin ponía las cosas en su sitio
y los saludos en la amistosa vaguedad
de lo común y corriente.
Lo educó en el arte
de vestirse con propiedad:
usar zapatos del mismo tinte,
no traer uno negro y otro café
como los hombres de ciencia distraídos,
fuera de sí,
que ponen a su cuerpo en cuarentena
mientras ellos platican con los dioses.
Lo forzó a ponerse traje, corbata,
agua de colonia,
y depilar porciones de su tronco
para que pudiera codearse con la elegancia
y hablarles de tú a los empresarios,
a los políticos y a las damas
de las lomas o los jardines del pedregal.
Cuando aprendió lo que tenía que aprender,
le surgieron, tramadas por el señor Slimbeck,
varias alternativas:
ir al zoológico de Chapultepec,
actuar en un palenque
o presentarse en un teatro de variedades como “El Tívoli”
—digamos entre el número de Carmen Salinas
y el de Lyn May,
cuyo porte curvilíneo fue el salvoconducto
para lo inolvidable.
Actuar en un palenque no le satisfizo:
cómo hacerlo en un lugar donde no sólo
se lleva a cabo una sangrienta esgrima de picos,
sino que se presenta el dúo de cantantes rancheros
que nos pone la carne de gallina
ante la inminente presencia de los gallos
que se hallan picoteando sus agudos.
El zoológico de Chapultepec
hubiera significado un nuevo presidio
tan hostil, si cabe,
como aquel que “Por el dedo de Dios”
lo arrancase
de su raíz africana.
Se trataba de una nueva cárcel donde lo único
imposible de recluir
serían los rugidos de los reyes destronados
de la selva,
sobre todo en las horas nocturnas
-cuando Chapultepec se halla circundado
de un enorme quorum de furiosos insomnes.
Tales eran las alternativas.
Ante esas posibilidades, Peter
no tuvo dudas.
No identificó la red de los caminos posibles
con las circunvoluciones del cerebro.
Puso su afán en “El Tívoli”,
al cual consideró primer peldaño
para subir a la copa de los árboles
a sabiendas de que los más altos ramajes
son raíces, enlodadas todavía
por una insatisfecha aspiración,
del firmamento.
En el Tívoli se presentó en realidad
en pocas ocasiones
y a regañadientes,
como flor que recita su perfume
entre la algarabía de los cardos.
Muy pronto incluso se le abrieron
las puertas del Palacio de Bellas Artes;
su triunfo arrollador
-con las ocho columnas de la fama
llegando hasta los últimos rincones
de la urbepuso a muchos de los cómicos de moda
a perseguir,
chapoteando en los lodazales de su insignificancia,
a la inaccesible señora Posteridad.
Esa era su salida.
Su incorporación al nuevo mundo.
Su beber en pecho materno el agua del bautismo.
Peter se adaptó del todo
cuando supo al fin:
*ver TV sin las exclamaciones admirativas
de las primeras veces,
*no masticar el termómetro
introducido en la boca
para averiguar si la frente en llamas
falsea o no,
*lavarse las manos antes de comer
y después de ir al baño,
*complacerse, como quien no quiere la cosa,
con la visión de las piernas femeninas en movimiento
haciéndolo con la honesta discreción
del reojo,
*leer todo cuanto cae en sus manos
con la voracidad que le surgía
tras de cada severo ataque de ignorancia,
*dejar sin distinción el asiento
a todas las damas en el autobús
y no sólo a las que están como quieren,
*inhibir las toses, si no en los conciertos de pop,
sí en los de Mozart,
*no usar bufandas -ni siquiera la amarillacundo hay exceso de calor,
*no mascar el chicle del canturreo a la hora de comer,
*no comerse las moscas por deleitables que parezcan y
*no bajarse del auto -que lo lleva
de pueblo en pueblo y de triunfo en triunfo,
a chapotear en los charcos que surjan en el camino.
Y llegó al colmo: en una paradoja
que podrían envidiar los escritores sagaces
-aquellos que conjuntan las trovas de los grillos
y los fotones rubios de imprevistas luciérnagas-,
siendo que en el corpachón de Peter
la cola encabezaba la inocultable supervivencia
de su ser en el África,
al sufrir una cirugía
que la arrojó a la cesta de lo inservible,
lo superfluo,
lo que está de más,
nuestro mono fue blanco de una guillotina
que, derrumbándose de un cielo
con urgencias de fatalidad,
tasajeó la página de lo ido
en el Libro de la historia.
Al adaptarse tan plena y definitivamente
puso en aprietos a su adiestrador,
sus lecciones
producían en Peter tal cúmulo de saberes
que diríase un desfile de milagros
que se sucedían unos a otros
a la velocidad del vértigo.
El simio sintió que su cacumen,
vuelto rehilete en el cráneo,
giraba de modo tal que,
arrojando de sí todo juicio,
lo metía
en la camisa de fuerza de su locura,
casi casi convertido en el espejo
de su salvaje pasado.
Más tarde nuestro mono pudo escoger
a sus propios adiestradores,
como quien tiene la oportunidad
de acudir a un mercado de brújulas,
examinarlas por los cuatro costados,
y escoger no sólo la que se sabe al dedillo
dónde se esconden los puntos cardinales,
sino la que ostenta la virtud
o el posgrado de “alentar a su dueño
a seguir sin dudas el camino
hacia la meta escogida”,
o séase que no sólo le indique
el itinerario a seguir,
sino que lo dote
del combustible espiritual indispensable
—el número de litros de entusiasmo
requerido por la migración—
para acceder al punto cardinal
de sus deseos.
Nuestro querido mono
consumió muchos instructores
que, tras de su servicio,
terminaban hechos polvo, con el semblante
carcomido por la blancura
y devorado por las ojeras.
Llegó al extremo de ponerlos
en cinco habitaciones continuas
y obtener sus saberes
de todos a la vez,
corriendo como alma que lleva el diablo
de una pieza a otra
en una carrera
no de niveles sucesivos
sino de otra que,
deponiendo la monarquía de los relojes,
se tuteaba con lo simultáneo.
En verdad el futuro comenzó a sonreírle
y no hubo cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de su bienaventuranza.
Cuando alguien preguntaba a Peter
¿en qué año de tu “carrera de hombre” te encuentras?
Él respondía, por ejemplo: en el quinto cuarto
de mi enseñanza.
El cargar tantos conocimientos en la cabeza,
el saber que los rumiaba
no en la barriga sino en el cerebro,
el sentir, al pensar en sí mismo,
que algunas enciclopedias
podían ser itinerantes,
lo volvía feliz.
Con un esfuerzo que, a lo que tengo entendido,
no se ha vuelto a dar en el universo mundo,
y en que, como jugando un solitario con la indiferencia,
la palabra pujar
—que en general es recibida
con toda suerte de bendiciones
en todos y cada uno de los alumbramientos—
se queda corta.
Lo volvía feliz, pero no mucho.
Peter alcanzó la cultura de un mexicano medio,
y en veces hasta podría afirmarse
la de un miembro de número
de la Academia Mexicana de la Lengua.
El rojo, continuando su Informe
ante la institución encargada
del hablar y el escribir de los humanos,
añadió:
“Permitidme deciros:
no ignoro que vuestra institución
tiene como propósito central
ser la cuidadora de las palabras,
el pastor que las reúne o las dispersa
para su buen uso,
y sólo excepcionalmente
trasquila sus balidos,
tampoco dejo de ver
que considera la lengua
como un cuerpo susceptible de cambios,
con mutaciones que el devenir cabalga
y no como un ente rígido y estático,
cual témpano de hielo que, ensimismado
en su intemporalidad,
viviera, como los ángeles,
en la tierra baldía
del “por los siglos de los siglos”.
Coincido con vosotros en que hay expresiones
que eran saboreadas por nuestros abuelos
como viejas golosinas virreinales
y formaban parte, como las mascotas,
el hacer las camas y poner la mesa,
parte de la familia,
y hoy se hallan en desuso, dormidas, temerosas
de que se les expropie su mini-predio
en el diccionario.
Mas también hay vocablos nuevos
-neologismos se les llamaque rechinan como botas recién estrenadas
y llenan los micrófonos, los escritos, los informes
y hasta las declaraciones de amor
del momento.
Pero asimismo hay otras que sufren
una metamorfosis subversiva
y de buenas a primeras,
como si hubieran vendido su alma al demonio,
significan los contrario de lo que significaban.
Son fonemas intrusos,
promovidos por los medios y el poder,
que, como en los mítines, se infiltran entre la gente
para confundirla y desprestigiarla
con sus actos de vandalismo gramatical.
Y vosotros, excelentísimos señores
¿qué hacéis ante lo que sucede?
Sóis los relojeros del gerundio.
Los patólogos del barbarismo.
Las comadronas de las conjugaciones verbales
de parto difícil que ponen en peligro
a las bocas y su criatura.
Ante todo esto.
¿dónde estáis,
excelentísimos señores?
Cada uno de vosotros se arrellana
en su respectiva indiferencia
y, como académicos de la lengua que sois,
os la mordéis,
produciendo, ay,
un silencio que, aun queriendo pasar inadvertido,
se escucha a todo volumen
en las ocho columnas
de vuestra complicidad con los de arriba…
Pero ¿quién soy yo para recriminaros?
Perdonad mi exabrupto
La decencia no es mi fuerte.
Y prosigo diciendo:
“Si vuelvo los ojos hacia mis últimos meses
y examino los pasos medrosos o audaces
con que buscaba mi salida
-los que, aunque no se detenían,
marchaban cargando la pesada corcova
de la inseguridad
y los que consideraban a sus pies
impacientes heraldos del futuro-,
no me arrepiento de nada
pero tampoco estoy satisfecho
ni puedo cantar victoria
con los laúdes de la complacencia.
Esos pasos, sus caídas y su vuelta a las andadas,
son la bitácora de mi evolución,
de mi brinco,
del aprendizaje de mi olfato
para adaptarme al nuevo mundo.
“Si el reloj es la teoría del devenir,
un gerundio encapsulado,
la evolución, su puesta en marcha,
es su desplazamiento.
El tiempo natural,
como la sangre de Acquapendente y Harvey,
o el río de Heráclito y Cratilo,
es irreversible,
incapaz de la menor retractación
o de confundir el futuro con el pretérito,
y renuente también, como nadie o como nada,
al quimérico borrón
que de pronto se detiene
para dar a luz su cuenta nueva.
“Yo, ilustres académicos, represento un caso único
porque en mí, un pronombre personal
de la primera persona,
se ha dado lo que vosotros
consideráis un salto,
un subir por las ramas interiores
de nuestro cuerpo hasta la floración
de un nuevo mundo,
y yo veo como una salida
-no a la libertad que tiene más bemoles
que el canto de sirenas
dispuesto a derretir, con su entusiasmo,
la cera pudibunda del oídosino al estadio biológico de vosotros,
ni mejor ni peor que cada uno
de los que se encuentran
calentando su silla en esta sala
y que me ve como la curiosidad
percibe a lo inesperado.
Yo soy simplemente
un dejar a las espaldas,
en los terruños invisibles
de lo que se es ido e acabado,
los tristes silogismos
de mi entraña simiesca.
Pero puede ser que en otras partes del mundo
otros monos,
otros chimpancés, orangutanes o gorilas
estén olfateando las cerraduras de sus jaulas,
en busca y rebusca de una palabra
debajo de su lengua,
viendo si existen pasaportes
no para el tránsito horizontal
sino para el vertical.
Y esto puede ocurrir en algún pequeño poblado
perdido en el África o en la selva Lacandona
o en la capital troglodita del Imperio.
Quizá tenían razón los transformistas como Lamarck
o los partidarios de la evolución como Darwin
y hay multitud de antropoides en la sala de espera
de un mundo en que la metamorfosis,
siendo el pan nuestro de cada instante,
conduzca a organizar sendos Informes
para las diversas Academias de la lengua
de los cinco continentes.
Pero deliro. No me toméis en serio.
Cada vez me parezco más a vosotros.
En veces, con mis manos en los bolsillos del pantalón,
una lámpara de Aladino en la mesa,
una copa en que se acuna la ebriedad,
una televisión que me hace señas y más señas
buscando esclavizarme,
y meciéndome en la hamaca
en donde mis recuerdos arbóreos
gustan de mecerse,
miro hacia el ventanal.
Si llegan visitas
-y a veces hay una cola de dos cuadras a mi puerta,
como si en mis habitaciones
estuviera teniendo lugar
la resurrección de Lázarolas recibo con la cortesía
de un hombre de mundo.
Mi empresario
—un hombre que, sabiendo
desde vender media gruesa de naranjas
en un humilde tianguis
hasta hacer posible en la historia
un salto cualitativo biológico que resultó
el mejor de sus negocios—
está sentado en la antecámara,
cuente que te cuente el ábaco de sus dedos.
Si toco el timbre, se presenta
con la puntualidad del mayordomo
que por esta vez no está bajo sospecha
de ser el asesino de sus deberes.
Mi manager, como dicen los yanquis,
está ahí para escuchar lo que tengo que decirle,
para satisfacer mis órdenes,
como si fuera yo
no un chimpancé que ha saltado hacia arriba,
sino un dios venido a tierra.
Esta ahí para cumplir mis deseos,
algunos simples, cotidianos
como ofrecerme una “cuba” con un solo hielito,
y otros que se despellejan
de mis “alucines” esperpénticos.
Las tardes en que tengo funciones,
la afirmación de que obtengo, ya rutinariamente,
éxitos espectaculares,
se queda corta,
tan salvajemente deficitaria
como llamar “buen novelista”
al autor de “El proceso” y “El castillo”.
Y si al volver de los banquetes,
sociedades científicas,
Academias de la lengua
o simplemente de cordiales reuniones
entre amigos,
me encuentro en mi recámara a una
“pequeña y semi-amaestrada chimpancé”
soy feliz…
en el entendido de que la sexualidad simiesca
es lujuria sin cortapisas,
sin los condones del pecado,
libido que no requiere,
al abrirse al coloquio de las ansias,
desnudarse de las túnicas de incienso
y los paños menores del pudor.
Pero, por las mañanas,
cuando la fatiga ya se ha caído del lecho,
después de levantarnos, ponernos la ropa
y no dar tregua al cepillo de dientes,
no quiero ni verla,
ni sentirla junto a mí,
ni encontrarme con su sombra
en el vestíbulo de los buenos días,
ya que, y esto sólo yo lo advierto,
además de que han surgido en mis hormonas
escozores innominados que me traen y me llevan
por los andurriales de la perplejidad,
no deseo percibir en sus miradas
la “demencia del animal alterado
por el adiestramiento”.
“En síntesis, excelentísimos señores,
por fin he realizado mis deseos
y ha valido la pena:
desde el “!Hola!
(con que inicié esta mi nueva etapa
que es la de ser como vosotros)
hasta el día de hoy
(en que podría sentarme a vuestra vera
para escuchar a otro mono que,
como yo, mastica ya el idioma),
ha corrido mucho tiempo y no en vano.
No quiero terminar sin decir
que no es el parecer de los hombres
lo que me interesa,
la opinión pública me deja tan vacío
como el vaso de un sediento.
Mi interés es sólo difundir un episodio
de consecuencias imprevistas en la historia,
algo así como si,
al despertar una mañana los humanos,
todo a su alrededor hubiera cambiado de nombre,
de sustancia, de sentido.
Mi profesión es ser informante.
De ahí este Informe para una Academia,
porque lo único que he estado haciendo,
excelentísimos señores, es informaros,
sin que nada se me quede
en el tintero
o por detrás de la lengua
formando un nudo en la garganta.
Peter el Rojo
Editorial Cultura Vegana
www.culturavegana.com
FUENTES BIBLIOGRÁFICAS
1— culturavegana.com, «Todos somos animales», Editorial Cultura Vegana, Última edición: 13 noviembre, 2020 | Publicación: 12 junio, 2020.
Comparte este post sobre evolucionismo en redes sociales