¿No he cortado las ramas en las que estoy sentada al atacar este tipo de argumentos? ¿Hay alguna otra manera de hacer que la gente trate a los animales mejor de lo que lo hace?
Tomaré por caso el consumo de animales, pero es necesario señalar que comérselos puede tener, incluso en nuestra sociedad, significados muy diversos. Lo simplificaré con un ejemplo: un amigo mío se dedica a criar cerdos; sus cerdos llevan una vida bastante buena, hasta que él mismo los mata y descuartiza con la ayuda de un vecino. Sus hijos participan en las operaciones de múltiples maneras, y todo el asunto es siempre objeto de charlas y de reflexiones. Evidentemente, esto es muy distinto de coger uno de los miles de millones de pechugas de pollo congeladas que en 1978 se venden en los supermercados de EEUU. Así que hablar de comer animales es hablar de muchas cosas, y aquello que voy a decir no podrá ser aplicado por igual en cada caso.
¿Qué factores intervienen pues a la hora de persuadir a alguien para que deje de comer carne? He llamado la atención sobre una curiosa característica del argumento típico de Peter Singer, y es que el arquetipo de vegetariano que propone Singer debería ser feliz comiéndose a un desafortunado cordero que hubiese sido atropellado por un coche. Quisiera enlazar esto con una característica más general de los vegetarianos utilitaristas. Suelen decir que no les gustan ni les interesan particularmente los animales. Incluso pueden llegar a señalar que no los «aman». No quieren caer en el antropomorfismo, y se cuidan de diferenciarse de posturas que consideran sentimentales y antropomórficas. Del mismo modo que no es necesario demostrar que bajo la piel de un hombre negro habita un hombre blanco para poder reconocerle sus derechos, tampoco es necesario ver a seres humanos en las respuestas emocionales de los animales para llegar al reconocimiento de los suyos. De este modo, el argumento toma el siguiente camino: sólo somos un animal más; si es justo que se tengan en consideración nuestros intereses es sólo porque somos animales vivos y con intereses, y si eso es lo justo, entonces ha de ser los justo para cualquier animal. Es decir, no pretenden que pasemos de tener en consideración a los humanos a tener en consideración a humanos cuadrúpedos y humanos emplumados —o dicho de otro modo, no quieren que extendamos nuestra consideración hacia los animales bajo la creencia de que albergan a seres humano en el fondo de su ser—.
Para contrastar, deseo compartir aquí una pieza propagandística vegetariana de un carácter muy distinto, un poema de Jane Legge [1]:
Aprendiendo a ser un carnívoro obediente
Perros y gatos, cerdos y vacas,
Jane Legge [2]
patos y pollos, ovejas y cabras.
Tejidos los vemos en mitos y cuentos,
ornando relatos, canciones y sueños.
¡Hora de comer! ¡Hora de cenar!
Su tierna carne toca masticar.
Hoy jamón de Percy Porker.
(En cómics te gusta; dices que es ¡super!)
¿La señora Clarck y Donald el pato?
Enfrente los tienes, encima del plato.
Clara la vaca aquí está clavada.
(No, descuida, que no siente nada.)
De Peter Rabbit te sirvo una pierna.
Trágala toda, que nada se pierda.
Cómete al ser que te traigo envasado
¡Y deja ya quieta la cola del gato!
Degusta la carne del «puerco asqueroso».
Al perro caricias, que es lindo y mimoso.
Crece y cultiva este doble pensar.
Besos al hámster; un tiro al jaguar.
Olvida, mi cielo, que está el matadero.
Y recuérdalo siempre: están para eso.
Vienen al mundo a que tú los disfrutes.
Come, cariño, y no me preguntes.
Lo que trata de poner de relieve el poema es una suerte de incoherencia, o una mezcla de confusión e hipocresía, en nuestra forma habitual de pensar sobre los animales, confusiones que se manifiestan de forma notable, aunque no exclusiva, en la enseñanza que les damos a los niños. El poema no nos pide que sintamos esto o lo otro por los animales, sino que da por sentada la existencia de cierta gama de sentimientos. Hay ciertos sentimientos que se reflejan en la forma en que contamos historias de animales a los niños, o en nuestra costumbre de dar de comer a los pájaros o las ardillas en invierno, o en el hecho de que interfiramos cuando los niños les hacen daño a los animales al estilo en que interferimos cuando dañan a otros niños más pequeños: «¡Y deja ya quieta la cola del gato!». El poema no pretende que nos comportemos así, ni que sintamos un «arrebato de cordialidad» [3] hacia los animales. Más bien se dirige a personas cuya respuesta hacia los animales incluye ya una variedad de comportamientos de ese tipo, y dando por sentado eso, sugiere que otras características de nuestra relación con los animales muestran una gran hipocresía o confusión. Creo que es muy importante que el texto no trate de dar una justificación para esa gama de respuestas, sobre cuyo trasfondo es sobre lo que algunos de esos tipos de respuestas se nos revelan presuntamente hipócritas. Existe una duda real sobre si cabría alguna justificación para ese trasfondo de respuestas. Quiero sacar esto a relucir mediante otro poema, nada propagandístico en este caso, ni vegetariano ni de ningún tipo. Se trata de un poema de Walter de la Mare:
Herrerillo
Si quieres ganarte un amigo sencillo,
Walter de la Mare [4]
coloca una nuez en la rama de un árbol.
Deja que cuelgue con lustro y con brillo,
que anuncie sus carnes, que ejerza su rol,
y pronto estarás frente a ufano herrerillo.
De ignotos y vastos aires de la Tierra,
cruzando montañas, lagunas y valles,
ostenta sus plumas cual marca de guerra,
y cantando sus gracias con latos detalles,
reclama ese fruto al que raudo se aferra.
Pequeño y alegre retoño de Vida,
llamado a voz muda y ansiosa de humano,
extiende ya el ala a la luz moteada,
tañendo los vientos al son de balada,
que así como vino, discreto y liviano,
la nada del tiempo le exige tornada.
Lo que me interesa aquí es la frase «pequeño y alegre retoño de Vida«. Es importante que esto se relacione en el poema con la llegada del pájaro desde los ignotos y vastos aires de la Tierra y con su retorno a la nada del tiempo. El ave es mostrada como un semejante con esta frase tan llamativa: «retoño de Vida». Quisiera decir algunas cosas acerca de esta idea de las criaturas semejantes.
En primer lugar, que señala una dirección muy diferente a la del argumento de Singer. Allí partimos del hecho biológico de que nosotros y los perros y las ratas y los ratones y los monos pertenecemos todos a la clase de los animales, diferenciados ciertamente en términos de una u otra capacidad, pero dignos todos de que nuestros mismos intereses reciban un trato igualitario. Todos somos animales, de manera que tenemos el mismo derecho a que nuestros intereses sean tenidos en consideración. El punto de partida de este pensamiento es lo común y lo general de lo biológicamente dado. En los poemas Jane Legge y Walter de la Mare encontramos (de forma implícita en el primero y de forma explícita en el segundo) a criaturas vivientes o semejantes bajo una noción alejada de la concepción biológica. No se nos habla de los animales en términos biológicos, en términos de seres con una vida biológica; se nos habla en términos de una suerte de seres embarcados, por decirlo de algún modo, en esa enorme travesía que va rumbo a la nada del tiempo, y que hace que podamos contemplarlos como compañeros. Ver a los animales como semejantes o compañeros mortales, como compañeros de vida en esta tierra (pensemos aquí en el modo en que Burns se equipara a sí mismo con un ratón al describirlo como un «pobre compañero nacido de la tierra, / e igualmente mortal») [5], depende de nuestra noción de lo que es la vida humana. Es una extensión de nuestro concepto no biológico de una vida humana. Podemos llamarlo antropomorfismo si se quiere, pero eso sólo sirve para crear confusión. La confusión, sin embargo, es producto de no saber con claridad qué fenómenos puede abarcar el término «antropomorfismo», limitándonos a usarlo en casos que traspiran un cierto sentimentalismo característico, un sentimentalismo que el poema de De la Mare logra evitar, aunque sea por los pelos.
Extender a los animales los modos de pensar característicos de nuestras respuestas frente a los seres humanos es algo extremadamente complejo, e incluye una gran variedad de elementos. Contemplar a un animal como a un compañero es un caso notorio; pone de manifiesto que la noción de las criaturas semejantes no implica sólo la extensión de conceptos morales como caridad o justicia. Así, esta noción se puede ver acompañada de acciones como dar de comer a los pájaros en invierno, por ejemplo, lo que se considera algo parecido a la caridad, o darle una oportunidad deportiva a un animal durante la caza, lo que se considera algo parecido a la justicia o la equidad. Debo decir que el concepto de criaturas semejantes es extremadamente lábil, y es que su extensión no es menos compleja que la de conceptos como justicia, caridad, amistad, compañerismo o cordialidad. (Yo creía que la extensión de estos tres últimos conceptos de «hermandad» era manifiestamente posible sólo en algunos casos, como en los herrerillos, quizá, pero no así en los hipopótamos, por ejemplo; pero los recientes reportajes en torno a la relación de las ballenas con sus rescatadores de Greenpeace demuestran que estaba adoptando una visión excesivamente estrecha.) La independencia encierra otro concepto de extensión importante, o mejor dicho, la independencia vital, sujeta, como cualquiera, a contingencias; y ésta se asocia de forma directa con el respeto a la vida independiente del animal. Vemos esta noción reflejada en el modo en que muchas personas censuran y tildan de indigno que se obligue a los animales a actuar en los espectáculos circenses. También se asocia con la idea de que un animal cazado es un «respetable rival a batir». La compasión es otro concepto capital aquí, tal y como se aprecia en el poema antes citado de Burns; y a este respecto, cabe decir que la compasión está totalmente excluida como motor de clemencia en los argumentos en favor del vegetarianismo atacados en la Parte I —no tiene cabida en la retórica del «movimiento de liberación»—.
Normalmente, o muy a menudo, la idea de ver a los animales como nuestros semejantes se sigue acompañando del hecho de comérnoslos. Sin embargo, también se acompaña de la característica inclinación por que sean cazados justamente o criados libres de maltrato. Tratar a los animales como a simples piezas de una cadena de montaje, tal y como ocurre en la producción cárnica, no está relacionado con este modo de pensar; y conceptos como el de «alimañas» suelen ser empleados a menudo con objeto de excluir a los animales de la clase de los semejantes. En este último caso, no obstante, el antagonismo que se produce con la idea de «semejantes» es significativamente distinto al que tiene lugar cuando los animales son tratados como piezas de una cadena de montaje o como «delicadas herramientas» (tal y como fueron descritos en un reciente programa de la BBC sobre el uso de animales en los laboratorios de investigación). Volveré sobre esta diferencia más adelante; lo que deseo apuntar ahora es que no es un hecho que un herrerillo tenga una vida; y quien hable así estará expresando una relación especial con los herrerillos dentro de un amplio rango especificable. No es más biológico de lo que sería llamar a otra persona «viajero entre la vida y la muerte»: no se trata de una simple observación biológica expresada en forma poética.
Contemplar a los animales como a criaturas semejantes es una de las distintas respuestas que habitan en nosotros. Esto queda de manifiesto en otro poema de De la Mare titulado Dry August Burned [Agosto seco y quemado], que comienza con una niña llorando desconsoladamente al ver una liebre muerta que yace inerte sobre la mesa de la cocina. Pero al oír pasar a un escuadrón de artillería haciendo maniobras, sale corriendo a observar a los soltados bajo el sol. Después vuelve corriendo a casa, pero la liebre ya no está. «Madre», pregunta, «¿puedo ir a ver cómo la despellejan?». En un estudio clásico sobre el desarrollo intelectual de los niños, Susan Isaacs describe con bastante detalle lo que ella denomina las formas extraordinariamente confusas y contradictorias en que nos comportamos los adultos con los animales a la vista de los más pequeños, formas que los niños han de tratar de conciliar luego con el horror que mostramos cuando son ellos los crueles con los animales y les insistimos en que sean «amables» con ellos [6]. Menciona las múltiples formas en que hacemos que los niños naturalicen la muerte y la matanza de animales. Pronto se dan cuenta de la relación entre la carne y las matanzas, u observan cómo se matan insectos, arañas o serpientes por el simple hecho de que despiertan repulsión; oyen hablar de sacrificios de animales peligrosos o de perros y de gatos abandonados, y se les anima desde muy jóvenes a practicar la pesca, la recolección de mariposas y demás.
No pretendo aquí analizar si debemos o no hacerles estas cosas a los animales, sino poner de manifiesto que lo que significa hacerle algo a un animal, lo que significa el animal mismo, está determinado por cosas como las que describe la señora Isaacs. Los animales —esos objetos sobre los que actuamos— no son puestos en nuestra mente aislados de la gran cantidad de formas de pensar y responder que manejamos para con ellos. Esto es parte de lo que quise decir antes cuando rechacé la idea de afirmar que si algo, independientemente del concepto en que lo clasificásemos, es capaz de sufrir, entonces no se le debe hacer sufrir —esa afirmación que Bennett consideró tan absurda que pensó que no podía haberla dicho en serio. Volveré sobre ella en breve—.
La señora Isaacs cataloga esta masa de respuestas como confusa y contradictoria. Pero hay patrones significativos en ella; esta masa de respuestas confusa y contradictoria no es distinta de la masa de respuestas que nos permite pensar en los seres humanos como en nuestros semejantes. Por ejemplo, el concepto de alimaña tiene sentido sólo sobre el trasfondo de que los animales no son en general meros objetos. De esta forma, se señala a ciertos grupos de animales a fin de acentuar el deber de asignarles un trato diferente al dado a los demás, unos demás sobre quienes se asume el deber de matarlos de un modo justo y no mediante simples y crueles envenenamientos. De igual manera, matar a los animales peligrosos como un acto de defensa propia está integrado en un patrón en el que son las circunstancias de peligro inminente las que marcan la diferencia, asumiendo como trasfondo la vida independiente del león (pongamos por caso), que no es percibido en términos limitados a su potencial de servir a nuestros fines. Lo que trato de sugerir es que ciertas respuestas pueden ser vistas como la exclusión de ciertos animales («alimañas»), o de ciertos animales bajo ciertas circunstancias (peligros), de aquello que, de otro modo, nos haría reconocerlos como animales, del mismo modo que las nociones de enemigo o esclavo nos permiten excluir a ciertas personas de aquello que, de otro modo, nos haría reconocerlos como a seres humanos. Así, el concepto de esclavo, por ejemplo, nos permite atribuirles una institución social diferente a la de los demás, o negarles una ascendencia socialmente significativa, etcétera. También puede ocurrir que alguien juzgado de proscrito sea matado como un animal. En las nociones de esclavo, enemigo o proscrito subyace como trasfondo la asunción del tipo de respuesta que suele darse frente a los seres humanos, sugiriendo el reconocimiento de que en estos casos algo no está siendo tratado como lo que —en cierto modo— es. Por supuesto, incluso en estos casos puede quedar intacta parte de la respuesta usual al «ser humano», como se refleja, por ejemplo, en el modo en que son tratados sus cadáveres. Y aun cuando el odio es tan profundo como para suprimir estos remanentes y provocar que la gente baile sobre los cuerpos de sus enemigos, como se pudo ver recientemente en el Líbano, por ejemplo, tales acciones sólo cobran sentido en términos de transgresión de aquello que se reconoce como la forma usual de tratar a los cadáveres humanos. Se los trata de ese modo precisamente porque se sabe que no han de ser tratados de ese modo. Por eso nadie que actuase así tendría dificultad en comprender —con independencia de su desprecio personal— que otros prefieran no participar en esa clase de espectáculos.
Ahora bien, supongamos que soy un esclavista testarudo y pragmático cuyo vecino, en su lecho de muerte, ha decidido liberar a sus esclavos. Puede que considere a ese hombre un necio, pero no un chiflado, no en el mismo sentido en que lo consideraría un chiflado si en lugar de ello hubiese liberado a sus vacas, por poner un ejemplo. Compárese esto con el modo en que Orwell, a partir de su experiencia en la Guerra Civil española, describe su incapacidad de disparar a un hombre a medio vestir que corría sobre el parapeto de su trinchera sujetándose los pantalones con las manos: «Yo había ido allí a disparar a los ‘fascistas’, pero un hombre al que se le caen los pantalones no es un ‘fascista’; es, a todas luces, un prójimo, un semejante, y se le quitan a uno las ganas de dispararle» [7]. La noción de enemigo («fascista») y la noción de semejante entrar aquí en una suerte de conflicto, e incluso aquellos que sí fuesen capaces de disparar a un hombre que corre con los pantalones bajados comprenderían por qué no pudo hacerlo Orwell. Esta clase de conflictos o tensiones (como las que se suscitan entre «esclavo» o «enemigo» y «semejante») no sólo queda reflejada en la identificación de lo que mueve a otros a actuar de un modo diferente, sino también en el modo en que algunas personas reaccionan a veces a la defensiva, como cuando le preguntas a alguien cuál es su país y su respuesta es: «Sudáfrica, donde a los negros no se los trata mucho peor de lo que los tratáis aquí». O como cuando digo que soy vegetariana y la respuesta que recibo es: «¿Y de qué están hechos tus zapatos?».
Una imagen o visión como la del hombre corriendo con los pantalones bajados puede frenar o alterar las acciones de uno, y aunque no llegue a generar tensión, o no llegue a generar tensión en todo el mundo capaz de comprender la fuerza de su significado, contiene cuando menos el potencial de causar esa tensión o incluso de hacer que se tome conciencia de esa tensión. Me atrevería a sugerir que el poema de Jane Legge trata de sacar a la superficie un tipo de tensión similar —aunque las imágenes de semejantes no humanos son, por supuesto, mucho menos conflictivas que las imágenes de «semejantes humanos»—.
Introduje la noción de semejantes en respuesta a la pregunta sobre cómo convencer a alguien para que deje de comer carne. No creo haber respondido a la pregunta, sólo he mostrado la dirección en que debería buscarse la respuesta. Y está claro que el enfoque que sugiero no sería útil con aquellos que no manejen una noción de semejantes en absoluto dentro de su rango de respuestas. Ahora bien, eso no me coloca en una posición más débil que aquellos que tratan de defender los derechos de los animales a partir de abstractos principios de igualdad. Porque, aunque pretendan estar dando razones para que cualquiera, humano, extraterrestre o lo que sea, respete los derechos de los animales, diría que lo que brindan en realidad son nociones mucho menos conflictivas aún. Cómicamente poco conflictivas, incluso, como queda reflejado en el hecho de que Tristram Shandy emplee argumentos similares en su defensa de los derechos de los homúnculos [8]. Esto me lleva de nuevo a mi afirmación de antes, a que no podemos abordar las relaciones entre los seres humanos y los animales diciendo: «Bueno, aquí estoy yo como agente moral y ahí está esa cosa capaz de sufrir», para seguir a continuación: «Así pues, en la medida de lo posible, debo evitar su sufrimiento». La fuerza de esas palabras dependerá de la noción que se tenga del animal y del humano. No voy a entrar ahora a responder el comentario de Bennett respecto de lo absurdo de mi frase. En su lugar, me voy a limitar a conectarla con otra opinión mía claramente falsa. Al final de la Parte II dije que el modo en que definimos la vida humana brota de las fuentes de la vida moral, y que cualquier llamada a la prevención del sufrimiento que se niegue a verlo estará condenada a la autodestrucción. ¿Quise decir eso?, me preguntó Bennett, añadiendo que no veía ninguna razón para pensar de esa manera. Lo que quise decir es que si tratamos de borrar la distinción entre los humanos y los animales a la hora de persuadir a la gente para que evite el sufrimiento innecesario, ciñéndonos a hablar o reflexionar sólo en torno a «diferentes especies de animales», entonces no queda ninguna base desde la que señalar lo que debemos hacer, pues no es a una de las diferentes especies de animales a quien le estamos demandando obligaciones morales. Las expectativas morales de los demás seres humanos para conmigo se asientan en algo de mí que me diferencia de un animal; y aquellos que apreciamos en el vegetarianismo la vía para conciliarnos con la mirada de una vaca, lo que hacemos es leer imaginariamente en los animales una suerte de expectativa semejante. Nada hay de malo en ello; lo malo es tratar de alimentar esa respuesta destruyendo sus cimientos.
De modo más tentativo, creo que podría decirse algo similar sobre la apelación imaginativa a la compasión que sentimos leer en los animales. La compasión, más allá de sus manifestaciones más primitivas, depende de cierto significado de la vida humana y de su pérdida, así como de una comprensión de las situaciones en las que un ser humano puede apelar a la piedad de otro, a que ceda. Cuando nos mostramos inclementes frente a otros —humanos o animales— de nada sirve que se nos diga que sus intereses son tan dignos de consideración como los nuestros. Y el problema —o uno de ellos— con las apelaciones a la prevención del sufrimiento basadas en un abstracto principio de acción es que nos animan a ignorar nuestra compasión, a olvidar aquello que contribuye a nuestra concepción del sufrimiento y de la muerte y a sus conexiones con la posibilidad de que cedamos y nos comportemos de una forma más piadosa.
Mi no respuesta a Bennett se torna así en una extensión de aquello que él seguramente seguirá considerando equivocado, a saber, que el hecho de que logremos oír las suplicas de los animales pasa por que los oigamos expresarse —por decirlo de algún modo— en el lenguaje de nuestros semejantes. En una discusión más amplia de todo esto cabría analizar qué fuerza pueden tener las analogías con el racismo y el sexismo. No son totalmente erróneas, ni mucho menos. El lado oscuro de lo que podríamos llamar la solidaridad humana guarda por supuesto analogías con el lado oscuro de la solidaridad sexual y la solidaridad endogrupal, y creo que el dolor que produce descubrir eso está muy presente en los escritos que he estado atacando aquí. Ahora bien, lo que he atacado de ellos son sus argumentos, en ningún caso sus percepciones, en ningún caso las sensaciones que desprenden respecto de la terrible e inquebrantable insensibilidad e implacabilidad con que respondemos ante el mundo no humano. El error es creer que esa insensibilidad no puede combatirse sin razones que no sean universalizables, razones que sean útiles incluso para los desprovistos de toda imaginación y conmiseración. De ahí su énfasis en los derechos, las capacidades, los intereses y lo biológicamente dado; de ahí que distorsionen su percepción con sus argumentos [9].
Cora Diamond
Octubre de 1978
Editorial Cultura Vegana
www.culturavegana.com
Artículo original en inglés, «Eating meat and Eating people», [PDF], de Cora Diamond, 1978. Traducción al español de Igor Sanz y publicado el 18 de marzo de 2019 en lluvia-con-truenos.blogspot.com
NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1— The British Vegetarian, Enero/Febrero de 1969, pág. 59.
2— N. del T.: Poema original (Learning to be a Dutiful Carnivore): «Dogs and cats and goats and cows, / Ducks and chickens, sheep and sows / Woven into tales for tots, / Pictured on their walls and pots. / Time for dinner! Come and eat / All your lovely, juicy meat. / One day ham from Percy Porker / (In the comics he’s a corker), / Then the breast from Mrs Cluck / Or the wing from Donald Duck. / Liver next from Clara Cow / (No, it doesn’t hurt her now). / Yes, that leg’s from Peter Rabbit / Chew it well; make that a habit. / Eat the creatures killed for sale, / But never pull the pussy’s tail. / Eat the flesh from ‘filthy hogs’ / But never be unkind to dogs. / Grow up into double-think- / Kiss the hamster; skin the mink. / Never think of slaughter, dear, / That’s why animals are here. / They only come on earth to die, / So eat your meat, and don’t ask why.»
3— N. del T.: Referencia al poema de Emily Dickinson A narrow fellow in the grass [Un tipo flaco entre la hierba]: «A mucha gente de la naturaleza / conozco, y ellos a mí / Por ellos siento un arrebato / de cordialidad.»
4— N. del T.: Poema original (Titmouse): «If you would happy company win, / Dangle a palm-nut from a tree, / Idly in green to sway and spin, / Its snow-pulped kernel for bait; and see / A nimble titmouse enter in. // Out of earth’s vast unknown of air, / Out of all summer, from wave to wave, / He’ll perch, and prank his feathers fair, / Jangle a glass-clear wildering stave, / And take his commons there // This tiny son of life; this spright, / By momentary Human sought, / Plume will his wing in the dappling light, / Clash timbrel shrill and gay / And into Time’s enormous Nought, / Sweet-fed will flit away.»
5— N. del T.: Se trata de un poema que Robert Burns dedicó a un ratón cuya madriguera destruyó accidentalmente. El poema íntegro (traducido) está recogido en este mismo blog en un artículo dedicado a las ratas.
6— Intellectual Growth in Young Children (Londres: Routledge, I930), págs. 160-162.
7— Collected Essays, Journalism and Letters (Londres: Secker and Warburg, 1968), Vol. II, pág. 254 [trad. cast.: Orwell en España, Barcelona, Tusquets, 2003].
8— N. del T.: Referencia a La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy, novela cómica de Laurence Sterne, autor inglés del siglo XVIII: «Señor mío, el HOMUNCULUS, por ridícula y leve que sea su apariencia para el ojo del tonto o del ignorante en esta época de liviandad, no lo es en absoluto a los ojos de la razón, de la investigación científica. Es como un SER protegido con sus propios derechos. Los más finos y sutiles filósofos, que —de paso— poseen los más amplios saberes (por ser sus almas inversamente proporcionales a su capacidad de indagación) nos han enseñado sin lugar a dudas que el HOMUNCULUS lo crea la misma mano, lo engendra el mismo proceso natural, dotándolo con las mismas fuerzas locomotrices y las mismas facultades que nos crea a nosotros mismos. Consta, igual que nosotros, de piel, cabello, grasa, carne, venas, arterias, ligamentos, nervios, cartílagos, huesos, médula, cerebro, glándulas, genitales, humores y articulaciones. Se trata de un ser de tanta actividad —en el amplio sentido de la palabra—, de un congénere nuestro tanto como lo pueda ser el Lord Canciller de Inglaterra. Puede progresar, puede lastimarse, puede hallar remedio. En una palabra: está dotado de todos aquellos derechos y deberes de la humanidad que los mejores autores morales —tales como Cicerón o Puffendorff— destacan como propios y privativos de ella».
9— Buena parte de este artículo está en deuda con Michael Feldman. También me han ayudado mucho los comentarios de Jonathan Bennett sobre una versión anterior de la Parte II.
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