El parentesco universal.
El ejemplo más lamentable de ética provinciana que ofrecen los habitantes de la Tierra no es el que muestran las distintas variedades de la especie humana en sus actitudes mutuas, sino el trato que la raza humana en su conjunto le dedica a las razas de los no humanos. En ningún otro lugar se muestra tan horrible la naturaleza humana, ni su conciencia tan profundamente inoperante, como en su desprecio hacia la vida y la felicidad del animal no humano. Con el desarrollo de sus facultades mentales y la ampliación y mutualización de sus actividades, los hombres han extendido su horizonte y con ello han intensificado su sentimiento de hermandad, hasta el punto de observarse que hoy, a pesar de cierto seccionalismo, los sistemas éticos de los pueblos civilizados incluyen, al menos en teoría, y con más o menos seriedad, a todo el conjunto de la humanidad. La conciencia ética se ha extendido del individuo a la familia, de la familia al clan, del clan a la tribu, de la tribu a la confederación, de la confederación al reino, del reino a la raza, y de la raza a la especie, hasta que por fin, en el caso de muchos millones de hombres, el sentimiento ético ha alcanzado, con mayor o menor viveza y consistencia, el estadio antropocéntrico de la evolución. El hecho de que un individuo sea un hombre —es decir, el hecho de que sea un animal de la especie humana— le otorga en todas las tierras civilizadas los derechos y privilegios fundamentales de la existencia. El derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad son hoy considerados por todas las mentes exaltadas como propiedades inalienables de todo ser humano venido al mundo.
Pero, salvo por algunos individuos ocasionales aquí y allá, cuyas emociones son más civilizadas que las del resto, o cuyas concepciones son más amplias y más claras, los seres humanos se niegan a extender sus relaciones éticas más allá de las fronteras de su especie. Los millones y millones de seres no humanos son unos extraños. Los humanos los miran y tratan como si pertenecieran a un orden de existencia totalmente diferente, con propósitos y susceptibilidades radicalmente distintos de los suyos. No se los considera seres vivos en absoluto, como sí en cambio lo son los seres humanos, que están en este mundo para disfrutar de la vida y de todo lo que ésta tenga de valioso para cualquier criatura viviente. Pertenecen a la misma clase de existencia que las olas del mar y las malas hierbas del campo. Se los tiene por meras cosas —meros objetos que se mueven y se multiplican sin patrimonio alguno sobre el mundo en el que habitan. Pueden ser agredidos, golpeados, mutilados, matados de hambre, asesinados, comidos, insultados, embaucados, aprisionados, robados, atormentados, desollados vivos, abatidos como pasatiempo, despedazados por curiosidad, u obligados a sufrir cualquier otra barbaridad u hostigamiento que se le ocurra a la imaginación de alguien con disposición a ello. Basta para hacer temblar incluso al mayor de los canallas con el modo frío y comercial con que cortamos sus gargantas, extraemos sus cerebros y discutimos su sabor en nuestros festivales de canibalismo. Como dice Plutarco:
Decimos de los leones, los tigres y las serpientes que son salvajes y feroces, pero ninguno nos supera en ninguna clase de barbarie.
Plutarco
Acostumbrados desde la cuna a contemplar la violencia y el asesinato, nos habituamos e insensibilizamos tanto a ese tipo de cosas que las perpetramos y observamos con la misma indiferencia con que vemos morir las olas en la playa. El ser humano es, de hecho, el mayor y más cruel depredador de todos los animales —el más grande quebrantador y recolector de huesos del planeta.
Apenas es posible, por asombroso que resulte, cometer crimen alguno sobre cualquier ser de este mundo que no sea humano. Según los propios humanos, en el universo no existen más seres que ellos mismos. Todos los demás son mercancías. Importan sólo en tanto que poseen muslos y pueden ocupar un espacio en el tubo digestivo de los hombres. Los seres humanos son «personas» y tienen almas y dioses y lugares reservados para cuando mueren. Pero los cientos de miles de otras razas terrícolas son simples «animales», simples «brutos», simples «bestias», simple «ganado», simples «alimañas». Cualquier crimen que un ser pueda cometer con otro les es dedicado cada día —y con una impasibilidad digna de los administradores del infierno. Los seres humanos predican como regla cardinal —y parecen no cansarse nunca de su reiteración— que debe tratarse a los demás así como uno desea que los demás lo traten a él; pero limitan hipócritamente su aplicación a los miembros de su propia comunidad, a pesar de que existen idénticas razones para extenderla a todas las criaturas. Se asume que la felicidad de la especie humana es mucho más valiosa que la del resto, de modo que incluso los más sagrados intereses ajenos son sacrificados sin vacilación a fin de que cualquier deseo humano sea diligentemente satisfecho. Hasta para el más vanidoso anhelo de lucir dientes, plumas o pieles se deshabitan bosques y se cubre la tierra de muertos y de agonizantes. El asesinato es el más común y más devoto de los pasatiempos humanos. El hastío se remedia regularmente con masacres. Los hombres —hombres que claman por los «derechos», ministros de misericordia incluso— se arman y salen en expediciones asesinas con la misma ausencia de escrúpulo con que los salvajes se ponen sus pinturas de guerra. Regresan de sus campañas criminales como los degolladores de la antigua Roma, arrastrando a sus víctimas a modo de trofeos y esperando ser alabados como héroes por mor de los infiernos que han creado. Los bárbaros predominan, y la moral se vuelve del revés. La crueldad se ensalza, y la amplitud de miras es pagada con una mueca de desprecio. La compasión es una enfermedad, y la usanza exige convertirse en un demonio. Si las gentes no humanas no tuvieran nervios ni emociones, y fueran totalmente indiferentes a la vida, difícilmente podrían ser tratados como mayores nulidades personales.
La negativa de los animales humanos a relacionarse éticamente con el resto de los animales es un fenómeno que no difiere ni en causa ni en carácter de la negativa de una tribu, pueblo o raza de seres humanos a relacionarse éticamente con el resto de la humanidad. El provincianismo de los judíos hacia los no judíos, de los griegos hacia los no griegos, de los romanos hacia los no romanos, de los musulmanes hacia los no musulmanes y de los caucásicos hacia los no caucásicos, no es una cosa distinta del provincianismo de los humanos hacia los no humanos. Todas son manifestaciones de lo mismo. El hecho de que estos actos sean realizados por diferentes individuos y sobre diferentes individuos, y que se realicen en diferentes momentos y lugares, no invalida la igualdad esencial de sus naturalezas. Los delitos no se clasifican (excepto por los salvajes o sus derivados inmediatos) según las similitudes de quienes los cometen o los sufren, sino según las similitudes de sus cualidades intrínsecas. Todos los actos de provincianismo son producto de la desgana o la incapacidad de hacerlos universales, y pertenecen en realidad, todos ellos, a la misma clase de conducta. En efecto, no existe más que un único gran crimen en el universo, y la inmensa mayoría de los casos de maldad de este planeta son todos ejemplos de ese mismo crimen. Es el crimen de la explotación —la consideración por parte de algunos seres de que ellos son fines y los demás son sólo medios—, la negativa a reconocerles a todos igual o semejante derecho a la vida y a sus legítimos obsequios —el crimen de tratar a los demás como no se desearía que los demás lo tratasen a uno. Durante millones de años, casi desde el comienzo mismo de la vida, se ha venido cometido este crimen en todos los rincones habitados de la tierra.
Todo ser es un fin. En otras palabras, todo ser debe ser tenido en cuenta a la hora de determinar los fines de nuestra conducta. Éste es el único desenlace coherente de la evolución ética que está en curso en el planeta. El mundo no fue hecho y ofrecido a una camarilla particular para su uso o disfrute privativo. La Tierra pertenece, si es que pertenece a alguien, a los seres que la habitan —a todos ellos. Y cuando un ser o un conjunto de seres se erige como el único fin para el que existe el universo, y mira y trata a los demás como meros medios al servicio de ese fin, lo que está cometiendo es una usurpación, nada más y nada menos, sin importar quién o sobre quién se esté practicando la dicha usurpación. El tirano que pone su bienestar y engrandecimiento por encima del bienestar del pueblo y obliga a éste a actuar como un medio para sus propios fines personales, no es mas usurpador que la especie o variedad que pone su bienestar por encima del bienestar de todo el resto de los habitantes de este mundo. Lo ilícito de la negativa a ponerse en el lugar de los demás y a actuar con ellos como uno quisiera que ellos actuaran con él no depende de quién se niegue a hacerlo o de si la negativa recae sobre éste o aquel individuo o grupo de individuos. Los actos son correctos o incorrectos en sí mismos; y que sean correctos o incorrectos, buenos o malos, apropiados o inapropiados, debidos o indebidos, depende de sus efectos sobre el bienestar de los habitantes del universo. El error básico que se ha cometido siempre en este mundo egoísta a la hora de juzgar y clasificar los actos ha sido juzgarlos y clasificarlos con referencia a sus efectos sobre alguna fracción particular de aquellos habitantes. Bajo el egoísmo puro, la conducta se juzga como buena o mala únicamente con referencia a los resultados, inmediatos o remotos, que esa conducta produce, o se estima que produce, sobre el yo. Para el salvaje, el bien o el mal dependen de si afectan favorable o desfavorablemente sobre él mismo o sobre su tribu. Y este espíritu seccionalista del salvaje ha caracterizado las concepciones morales de los pueblos de todos los tiempos. La costumbre de los seres humanos de hoy en día —la costumbre de aquellas mentes lo suficiente (y relativamente) abiertas y emancipadas como para elevarse por encima de los prejuicios mezquinos y los «patriotismos» racistas y corporativistas de los hombres y son capaces de contemplar «el mundo como su patria» (el mundo de los seres humanos, por supuesto)— la costumbre de estos hombres, decía, de juzgar su conducta con arreglo a sus efectos sobre el animal humano, es una costumbre que, aunque infinitamente más amplia y aventajada que la del salvaje, pertenece a la misma categoría que la de éste. El ser humano parcialmente emancipado que extiende sus sentimientos morales sobre todos los miembros de su propia especie, pero niega a todas las demás especies la justicia y la humanidad que concede a la suya, está cayendo, a una escala mayor, en la misma confusión ética que los salvajes. La única actitud coherente desde que Darwin estableció la unidad de la vida (la única actitud que cabe que asumamos algún día, si es que acaso alcanzamos a ser verdaderamente civilizados) es una actitud universalmente amable y humanitaria.
«El mundo es mi patria», dijo Thomas Paine, y recibió por ello el aplauso de todo hombre, mujer y niño capaz de apreciarse de aquel exaltado sentimiento. Pero «el mundo» del gran librepensador era un mundo habitado sólo por los hombres.
Por muy amplia que sea la visión de aquel que considere a todos los hombres como sus hermanos y sus coterráneos —por muy amplia que sea en comparación con la de esos necios llamados «patriotas» incapaces de ver más allá de los límites de la unidad política a la que pertenecen—, no es lo suficientemente amplia. Sigue siendo una visión seccionalista, parcialista. No representa más que una etapa en el proceso de expansión ética. Es, de hecho, una visión muy corta en comparación con la universalista, de mismo modo que la del salvaje es muy corta en contraste con la del filántropo. «La raza humana», «la humanidad», «todos los hombres», «la familia humana», todos estos son grandes conceptos, demasiado grandes para los pobres y pequeños cerebros con que la mayoría trata de pensar. Pero son pequeños en comparación con esa gran concepción que es la afinidad con todas las razas vivientes que moran sobre la faz del mundo. Y mucho más pequeños aún en contraste con esa sublime y suprema síntesis que abarca no sólo a la presente generación de habitantes de la Tierra, sino que se extiende tanto longitudinal como transversalmente, a través del tiempo y del espacio, para incluir también a las generaciones venideras —esa concepción que reconoce la vida terrestre como un proceso único, mundial y sempiterno, cada parte relacionada y emparentada con las demás, y cada generación conectada por una posteridad interminable.
Todo individuo, por lo tanto, lo suficientemente emancipado como para juzgar los actos de su conducta de acuerdo con su naturaleza intrínseca y con sus efectos, y no de acuerdo con algún prejuicio local o tradicionalista, no puede ignorar que la explotación de aves y cuadrúpedos para el capricho o la conveniencia humana es un delito contra los preceptos de la moral, no diferente en su tipo de los delitos que recogen las leyes humanas, como el robo y el asesinato. El creófago y el cazador ejemplifican el mismo sonambulismo, son autores del mismo tipo de conducta y pertenecen a la misma literal categoría delictiva que el caníbal y el negrero. Quitarle la vida a un buey por sus músculos, o matar a una oveja por su piel, es un asesinato, y aquellos que lo cometen o incitan a otros a cometerlo son tan asesinos como esos salteadores que vuelan las cabezas de los pobres viajeros para robarles sus guineas. Quienes crean falso lo que digo, no lo creerán porque lo sea, sino por su incapacidad para juzgar estas conductas desde la perspectiva del cuadrúpedo. Si hubiera en este mundo seres cuya inteligencia superara la de los caucásicos tanto como la de los caucásicos supera la de las vacas y las ovejas, y si estos seres se considerasen a sí mismos como los predilectos de los dioses y dieran una dignidad e importancia ficticias a sus propias vidas, mientras observan a los caucásicos como simples «chuletas» y «costillas», estos decolorados terroristas del mundo lograrían probablemente apreciar, en el curso de unas pocas generaciones de experiencia, que la actual concepción humana de las vacas y las ovejas no sólo es insensata, sino diabólica.
La psicología del altruismo
La expansión del altruismo en el mundo se ha producido en buena medida de la mano de un incremento en el poder de la empatía. [1] La empatía es la aptitud de un ser de ponerse de un modo imaginario en el lugar de otro hasta el punto de llegar a duplicar más o menos sus sentimientos. Es la capacidad o el impulso de compartir el llanto de los que lloran y la alegría de los que ríen. La empatía es la esencia de la moral y su único pilar seguro —el único vínculo sincero y perdurable con el mutualismo. Los hombres siempre han estado, y aún están, dispuestos a pensar y actuar hacia los demás inspirados por un temor o un beneficio mutuo. Pero tales fundamentos no son ni los más elevados ni los más fiables lazos de compañerismo y unidad. El verdadero altruismo y la verdadera solidaridad —la verdadera expansión y universalización del yo— se asientan en la empatía. Es imposible que un individuo trate de corazón a otro como quisiera que el otro lo tratase él a menos que esté capacitado y dispuesto en todo momento a ponerse en el lugar de ese otro y su conciencia pueda apreciarse de los resultados que sus acciones tienen sobre aquel. La verdadera unidad social sólo es posible a través de esa imbricación de conciencias, a través de la apreciación de que las alegrías y las penas de uno son en mayor o menor medida reflejos de las alegrías y las penas de quienes lo rodean. Así pues, la tarea más importante en la reforma universal, habida cuenta del egoísmo y el odio de que está impregnado el mundo, consiste en dotar o abastecer a los seres de una disposición para extenderse fuera de sí mismos. Si los lejanos primeros padres de los hombres y las mujeres hubieran tenido una mentalidad más abierta y menos estrecha —si hubieran sido seres provistos de un impulso natural a ser amables con los demás y de una empatía más profunda—, la vida terrestre no presentaría hoy el espectáculo descorazonador que muestra, y la larga lucha por la justicia y el mejoramiento no se hubiera vuelto nunca necesaria.
Lo que impulsa y subyace principalmente a la explotación de un ser o un conjunto de seres es, y siempre ha sido, el egoísmo. Cada vez que un pueblo ha explotado a otro —ya sean los explotadores salvajes, judíos, romanos, caucásicos u hombres— lo ha hecho ante todo movido por la conveniencia y el placer y porque ha sido un acto en armonía con su naturaleza. Los pueblos civilizados adquirieron ese egoísmo por herencia de las tribus salvajes, de las que han evolucionado separadamente; y el egoísmo de los salvajes es a su vez un legado de las formas animales que les precedieron. El egoísmo humano no es más que una corriente inducida por un impulso universal —un impulso que fue implantado en el proceso vital terrestre por aquellas primeras formas de vida a partir de las cuales han evolucionado todas las demás.
Pero detrás de todo acto de explotación de este mundo hay casi siempre, si no siempre, otro factor, que es la ignorancia —la ignorancia de los autores de la explotación: no ignorancia gramatical, geográfica o de otra rama particular de la información o la filosofía, sino ignorancia respecto de aquellos a quienes les han impuesto su voluntad —ignorancia de los explotadores en cuanto a las similitudes que en realidad comparten con sus víctimas. Por muy libre que alguien pueda estar de los impulsos egoístas, jamás actuará de un modo altruista con los demás a menos que sea consciente de que esos demás son similares a él y que los actos dirigidos a ellos producen efectos de bien y de mal, de bienestar y de sufrimiento, de un modo semejante a como los producen en él mismo. La conducta altruista implica no sólo impulsos altruistas, sino también concepciones altruistas. Los tiranos se consideran, y siempre se han considerado, un orden de seres diferente y mucho más digno que el de los súbditos. Échenle un vistazo a la historia y verán el mismo relato repetido una y mil veces. Un relato de amos y de siervos —de fines y de medios— separados siempre por un gran abismo profundo e infranqueable. Los explotados siempre han sido, según sus amos, un simple conjunto de fibras despreciado y olvidado por los dioses, dotado de escaso sentimiento o intelecto, y traído a la existencia más o menos expresamente como un simple complemento de los amos. Es la perspectiva del salvaje y de todos aquellos herederos de su filosofía, tan estrecha como indolente. El gentil no tenía derechos porque era un «pagano». Era un ser humano, cierto, nacido del vientre de una mujer, lo mismo que un judío. Pero su lengua y su forma de vida eran distintos, pertenecía a un orden de cosas diferente, y estaba irritantemente despreocupado por los dioses y las tradiciones del «pueblo elegido». El galo no tenía derechos que no fueran convenientes para los romanos, pues era un «bárbaro». El hecho de que tuviera sangre, y cerebro, y nervios, y amor a la vida, y ambiciones, y que sufriera al ser sometido a humillación, a malos tratos y a la muerte, igual que los romanos, nunca fue algo a tener en consideración por parte de la arrogancia y el atrevimiento de estos últimos. Los romanos nunca tomaron conciencia de lo que implicaba para los no romanos que se los tratase como se los trataba; y una de las razones de que nunca tomaran conciencia de ello es que no les convenía hacerlo. El acto de matar o esclavizar a un galo o a un germano, juzgado hoy sin prejuicios y desde un punto de vista no romano, implicaban el mismo crimen que matar o esclavizar a los romanos. Pero no lo era para estos. Hasta la más insignificante ofensa contra algún ciudadano romano era suficiente, según las leyes romanas, para que el infractor fuese condenado a ejecución. En cambio, nada significaba ni siquiera el más horrible de los ultrajes cuando lo cometía un romano sobre un no romano. Los romanos pensaban y sentían exclusivamente desde el punto de vista del romano. Nunca se adentraron en el mundo de los «bárbaros» ni hicieron esfuerzo alguno por imaginar —o sentir, más bien— las desdichas de sus víctimas. Y lo mismo ocurría con los hombres negros a ojos de los hombres blancos hasta hace apenas una o dos generaciones. El hombre negro no tenía derechos cuyo respeto fuera inconveniente para el hombre blanco porque era un «negro», no tenía «alma» y era descendiente de Cam. Este espíritu de inconsciencia, tan prominente a lo largo de la historia de la humanidad, sigue vivo en las mentes de los hombres y las mujeres civilizados de nuestro tiempo, como lo demuestra la concepción (errónea concepción) que el caucásico tiene sobre el «negro», el cristiano sobre el «hereje», el musulmán sobre el «infiel», el protestante sobre el católico y viceversa, el plutócrata sobre el proletario, el hombre sobre la mujer, y el ser humano sobre el «animal».
La psicología detrás de la explotación de los seres no humanos por parte de los seres humanos no difiere en nada de la psicología detrás de cualquier otro acto de explotación. La gran causa primera de la brutalidad del hombre hacia los no-hombres es la misma que la gran causa primera de la brutalidad del hombre hacia los hombres: el egoísmo ciego, brutal y desmedido. El hombre monopolista sólo piensa y se preocupa de sí mismo. Tiene el corazón del abusón, obteniendo de la contemplación de su diabólica supremacía una especie de monstruosa complacencia. Pero también en este caso está presente la misma nescencia, mitad honesta, mitad conveniente, que en todos los demás ejemplos de explotación. El buey, la liebre, el pájaro y el pez no tienen más derechos que aquellos que los hombres encuentran convenientes, pues son sólo «animales». Se supone que pertenecen a un orden de seres totalmente distinto. Están llenos de nervios, y cerebros, y vasos sanguíneos; aman la vida, y sangran, y luchan, y gritan cuando les abren las venas, igual que los humanos; sus cuerpos tienen la misma forma y estructura general, compuestos de los mismos órganos, encargados de las mismas funciones; y descienden de los mismos ancestros y han evolucionado en el mismo mundo y por medio de las mismas grandes leyes que nosotros. Pero todas estas cosas, y docenas de otras igual de significativas, son ignoradas por nosotros en favor de nuestra firme determinación de someterlos a explotación. Nos reservamos un conjunto de palabras y expresiones para nosotros mismos, y otro conjunto muy distinto para el resto de los seres. Las mismas cosas reciben nombres y connotaciones totalmente diferentes según se trate de un humano o de un no humano. Quitarle la vida a un hombre es un «asesinato», pero quitársela a una oveja o una vaca es un «golpe de aturdimiento». Pasarse el día entero matando pájaros y ardillas —haciendo aquello que se que juzga como un crimen cuando se practica sobre un humano— se considera sólo un «deporte» llevado a cabo sobre estos humildes habitantes de la naturaleza. El cuerpo muerto de un hombre es un «cadáver»; el cuerpo muerto de un cuadrúpedo son sólo «restos». Una estirpe de caballos o de perros es una «raza»; pero una raza de hombres y mujeres es respetuosamente llamada «estirpe». Alimentamos nuestra ceguera mediante un uso selectivo de las palabras. Acomodamos nuestras conciencias ideando perspectivas que resalten nuestro brillo y nos liberen de la espantosa visión de nuestros crímenes. Robar y matar son el mismo acto así se haga sobre la raza humana o sobre el resto de las razas. Pero hoy no se contempla así —salvo por algunas castas dispersas y olvidadas del cristianismo y algunos pocos millones de asiáticos «paganos».
Hace poco llegó a mis manos una colección de cartas escritas desde Birmania por un misionero estadounidense. Según su autor, uno de los mayores obstáculos con que tienen que lidiar los misioneros allí es la hostilidad que despiertan los hábitos asesinos y carnívoros de los propios misioneros. Los habitantes nativos, que son las gentes más compasivas del mundo, consideran que los misioneros cristianos, que matan y se comen a las vacas y disparan a los monos por puro entretenimiento, son poco menos que caníbales. ¡Obsérvese la soberbia que hace falta para abandonar la tierra de los blancos y embarcarse en un costoso viaje por medio mundo para predicar unos evangelios mezquinos, crueles y antropocéntricos a un pueblo con un carácter tan sensible y humanitario que se muestra amable incluso con los «animales» y los enemigos!
Los seres humanos nos sentimos con la libertad de cometer cualquier tipo de atropello sobre las otras razas, y consideramos todos esos atropellos como insignificantes. En cambio, cualquier ínfima molestia que las demás razas nos puedan producir la juzgamos lo suficientemente importante como para aplicarles la más terrible de las represalias. Ningún inconveniente apreciamos en destruir el hogar laboriosamente construido por una madre ratona en el basurero de nuestro patio trasero, esparcir sus rosadas crías por el suelo para que mueran de hambre y de frío, y hacer que la madre huya asustada y arriesgando su propia vida —todo para regalarnos a nosotros mismos y a nuestro terrier un breve pasatiempo salvaje. Pero si esa misma madre, en una dura noche de invierno, y tras haber fracasado en su búsqueda de algo con lo que calmar el hambre, decide entrar en nuestra despensa a mordisquear un poco de queso o el borde de algún pastel, en una cantidad mínima y con la misma delicadeza que una dama, inmediatamente sacamos nuestras trampas y venenos y nos lanzamos a su persecución como si hubiese cometido un asesinato o algún otro mal irreparable. Pensamos en nuestros actos hacia las gentes no humanas, si es que acaso nos paramos a pensar en ellos en absoluto, única y exclusivamente desde la perspectiva del humano. Nunca nos tomamos la molestia de ponernos en el lugar de nuestras víctimas. Nunca nos tomamos la molestia de adentrarnos en su mundo y observar los efectos que nuestras acciones tienen sobre ellas. Es mucho más cómodo no hacerlo —es mucho más cómodo hacerse el loco y mantenerse ciego y sordo. Podemos seguir callando nuestras conciencias gracias a que los demás están en sintonía que nosotros y a que son muy pocos quienes elevan voces discordantes —gracias, por así decirlo, a la anestesia que nos proporciona la universalidad de nuestras iniquidades y la infrecuencia de su inquietante recordatorio.
El pescador y el cazador se jactan de sus «capturas» y sus «piezas» con la misma falta de conciencia sobre el significado de tales cosas con que el propietario de esclavos se jacta de sus «negros». Los hombres hablan de «chuletas», «filetes» y «asados» con el mismo sonambulismo, con la misma profunda inconsciencia de su significado para las economías psíquicas del mundo, con que el conquistador habla de sus «cautivos», el ladrón de su «botín», o el salvaje de sus «cabelleras». Si frente a aquel que degusta despreocupadamente un «bistec» pudieran proyectarse los hechos biográficos de ese «bistec» —la feliz vaca pastando en las lejanas praderas del oeste, el fatídico día en que es obligada por el látigo a abandonar su hogar [2], el arduo «viaje» hasta el pueblo y sus frustrados esfuerzos por escapar, el largo y doloroso trayecto en una carreta abarrotada, los silenciosos dolores de cabeza, los débiles y lastimeros quejidos, el hambre, la sed, el frío, la llegada a la ciudad, las magulladuras, el desconcierto, el aturdido agolpamiento con las demás, la gran casa de los asesinatos, los empujones, los bramidos, el traicionero hachazo en la cabeza, el desplome, el estremecimiento de la muerte, el cuchillo del carnicero, el chorro de sangre recorriendo la preciosa garganta, la mirada vidriosa de unos ojos bellos, pero muertos— si pudieran, decía, proyectarse estos hechos, habría, a pesar de la dureza inherente del corazón humano, un gran repudio hacia los actos que provocan estos episodios tan terribles. Si los seres humanos pudieran comprender lo que sufren la liebre o el ciervo cuando son perseguidos por los perros y los caballos de unos hombres empeñados en quitarles la vida, o lo que siente el pez cuando es ensartado y arrojado a una atmósfera asfixiante, ninguno, ni siquiera el más fanático, podría encontrar placer en estos ejercicios. ¡Cuán doloroso le resulta a la persona sensible e ilustrada pensar siquiera en la captura de conejos, la matanza de patos, la caza de osos, la batida de codornices, la masacre de palomas y demás cosas similares! Y, sin embargo, ¡con qué despreocupado entusiasmo se lanzan los descerebrados rufianes a este catálogo de atrocidades! Uno creería que los hombres adultos se avergonzarían de armarse y salir con caballos y sabuesos a participar en tan infantiles y desiguales competiciones, orquestadas en favor de una «gloria» extravagante. Y lo estarían si los hombres adultos no fueran tan a menudo unos simples abusadores. Si los seres humanos pudieran comprender lo que significa vivir bajo la compañía de unos seres más inteligentes y poderosos que los tratan como simples mercancías que se compran y se venden, o como simples blancos sobre los que poder disparar, esconderían sus culpables cabezas con vergüenza y con horror.
En nuestra actitud hacia el resto de razas compañeras de este planeta, los humanos somos poco menos que salvajes. No somos ni siquiera medio civilizados. Y este hecho traerá consigo la crítica y la condena de futuras generaciones más ilustradas. La realidad, sin embargo, es evidente también hoy—tan evidente como la barbarie de los romanos— para cualquiera que se tome la molestia de librarse de los prejuicios que lo tienen esclavizado y enceguecido y observe la conducta humana desde la perspectiva del no humano, desde una perspectiva externa.
Para la mayoría de las personas —salvo para unas pocas— todo es cuestión de hábito y de educación. Y la mayoría, además, puede ser educada para una cosa con la misma facilidad que para otra. En Man’s Place in Nature, del Sr. Huxley, se muestra un antiguo grabado [3] de un puesto de carne tal y como se afirma que existieron entre los salvajes anziques de África en el siglo XVI. El Sr. Huxley dice no tener ninguna duda de que el grabado original pretende representar una escena real, sobre todo a raíz de las corroboraciones que ha podido hacer Du Chaillu en fecha relativamente reciente. Lo que la imagen representa es una buena ilustración del poder que tienen las costumbres en la formación del ideario humano. En ese «mercado» salvaje se pueden apreciar más o menos los mismos productos que pueden verse en los «mercados» modernos, salvo por el hecho de que, en lugar de cadáveres descuartizados de ovejas o de bueyes, lo que cuelgan son hombros, muslos y cabezas sanguinolentas de seres humanos. Vemos al carnicero junto a la tabla de cortar, trinchando una pierna. Amontonados en otra mesa se aprecian la cabeza de un niño y otros fragmentos del cuerpo humano, y detrás de ellos cuelgan los productos más fastuosos del establecimiento. «Nos cruzamos con una mujer», dice Du Chaillu hablando de los hábitos caníbales de los fang, semejantes probablemente a aquellos que dos siglos antes eran llamados anziques. [4] «Llevaba consigo un pedazo de pierna humana como quien va al mercado a por un bistec asado». Es fácil imaginar (gracias a las escenas que vemos todos los días) a una multitud antropófaga de pie a primera hora de la mañana haciendo sus pedidos mientras un emprendedor asesino los va atendiendo con presteza. Uno pide un brazo, otro una pierna, otro un hígado, otro media docena de costillas. Hay quien demanda cuarto y mitad de solomillo de muchacha, y también quien desea un poco de carne de adolescente para hacer sopa. Un chavalín desabrigado, hastiado ya de esperar a que le llegue su turno, cambia un par conchas a cambio de algunas rodajas de mortadela humana. Un tipo pregunta por el precio de una cabeza de jovencito que hay en el expositor, y una mujer se queja de que los sesos de bebé que el día anterior le habían vendido como «frescos y esquisitos», resultaron de «muy mala calidad». Podemos imaginárnoslos regresando a sus casas cargados con tan horripilantes compras, cocinándolas luego y sentándose a degustarlas, mientras discuten su buen o mal sabor y comentan su ternura, su dureza o su jugosidad, para finalmente entregar los restos a los perros —todo con la misma irreflexión sobre la inmoralidad de ello con que los glotones celebran sus sanguinarios festines en el «Día de Acción de Gracias». Es posible que entre estas gentes surgieran ocasionalmente algunos «visionarios» lo suficientemente apasionados como negarse a comer carne o incluso para protestar contra esta práctica. Es probable que los hubiera. Siempre nacen por lo general algunos cuantos disidentes en cada nueva generación de víboras. No obstante, también es probable que los «apasionados» de aquellos días fueran, como los de hoy, demasiado pocos como para llamar a la inquietud.
Para aquel que esté familiarizado con la ductilidad de la conciencia humana, o con la solidez y profundidad de su somnolencia intelectual, estas cosas no han de resultarle imposibles ni inauditas. Hay tan poca mirada a la esencia de las cosas, tan poca mirada a como son realmente, y es tanta la tendencia a pensar y actuar de acuerdo con lo acostumbrado y lo implantado —hay, de hecho, tan poca disposición a pensar de verdad—, que si fuéramos habituados y adiestrados desde la infancia, y el mundo se mostrara unánime en tales conductas y doctrinas, muy pocos rechazarían hoy desayunar un revuelto de sesos de bebé, almorzar tía hervida o cenar señor al horno, y a hacerlo además con la misma falta de reparo, con la misma horrible alegría quizá, con que se asiste hoy a «barbacoas» o «convites». ¿Qué nos impide hacer albóndigas o salchichas con nuestros abuelos y nuestras abuelas igual que las hacemos con nuestros agotados caballos, o perseguir hasta la muerte algunos campesinos vivos lo mismo que damos caza a las palomas? ¡Cuánto más artística y civilizada luce una mesa decorada con todo el colorido que brindan las huertas y los campos, que no aquellas que se adornan con los restos de la muerte! Y, sin embargo, pocos son lo suficientemente maduros como para mostrar alguna mínima preocupación por tales temas.
¡Cuán incapaz e irresponsable se muestra la mente de los hombres! Su nivel de espontaneidad y originalidad apenas supera el grado de la máquina. ¡Qué imposible resulta pensar y descubrir algo sin ayuda, o aun percibirlo después de que haya sido señalado, cuando difiere ligeramente de lo que estamos avezados! Esto, me parece, es una de las cosas más patéticas del mundo —esa deficiencia, esa ilimitada ineptitud para inspeccionar las cosas desde otro punto de vista que no sea el que heredamos al nacer; ser un bribón o un lunático (o algo muy parecido ), y no llegar a tener nunca ni siquiera la más mínima sospecha. Confío sin embargo en que la mente humana no siempre vaya a ser así. Algún día se mostrará distinta. Se antoja increíble que el planeta vaya a arrastrarse en desgracia eternamente. Los hombres de Europa y América no son tan primitivos como los hombres de la selva, y los hombres de la selva son superiores en algunos aspectos a los cuadrúpedos y los reptiles, cosa que da motivos para una leve esperanza. La pregunta es cuándo. ¿Cuándo ocurrirá? ¿En qué lejano momento se conciliará el dorado sueño de esas horas profecías con esta pobre larva oscura del mundo? Edades y edades después de que nuestras pequeñas existencias se hayan apagado, y el detritus de nuestros cuerpos consumidos lleve largo tiempo vagando por el laberinto de las praderas o haya sido arrastrado por el viento sobre nuestras colinas.
Ética antropocéntrica
El antropocentrismo, que se transmitió como una tradición desde la antigüedad, y que durante siglos dio forma a las teorías del mundo occidental, pero cuya respetabilidad entre las personas razonables ya casi ha desaparecido, fue, tal vez, la expresión más audaz y repugnante del provincianismo y la vanidad humana jamás formulada por pueblo alguno. Era la doctrina de que el hombre era el centro en torno al cual giraban todos los hechos e intereses, y el judaísmo y sus dos hijos, el cristianismo y el mahometanismo, fueron sus progenitores. Todo, según esta concepción, se interpretaba en términos de utilidad humana. Todo estaba hecho para el hombre —incluidas las mujeres. El Sol y la Luna eran luminarias, no mundos, colgados allí por el sumo hacedor para la conveniencia y el deleite de sus hijos. Las estrellas eran perforaciones de una superestructura cóncava, a través de las cuales los profetas espiaban los secretos celestiales, y los ángeles iban y venían como mensajeros entre los dioses y los hombres. No sólo las esferas del espacio, sino también la Tierra y todo su contenido —los ríos, los mares, las estaciones, todas las plantas y flores que crecen, y todos los millones que nadan y sufren, en las aguas y en los cielos— eran, según esta noción implacable, adjuntos sin alma de los hombres. Carecían de un sentido intrínseco. Sólo tenían importancia en la medida en que sirvieran a la especie humana. El color y el aroma de las flores, los cantos de los pájaros, el rocío, la brisa, la lluvia, las rocas, las «bestias del campo y las aves del cielo» [5], los grandes bosques, las inmensas montañas, la temible soledad, incluso el hambre y la peste, todo estaba hecho para este ser dotado de una imaginación desenfrenada. Lutero creía que la mosca —esa alegre y diminuta Musca domestica que habita en nuestras casas y a veces se pasea sin querer por nuestras zonas más sensibles— era una invención del diablo enviada maliciosamente para molestarlo en sus meditaciones. El ajo crecía en el borde del pantano como un práctico remedio contra la malaria humana. Las frutas maduraban en verano porque se creía que sus ácidos y jugos eran necesarios para la salud y el refresco de los hombres. Los grandes músculos del buey estaban hechos para proporcionarle manjares y deleites. El abrigo de la oveja apenas si estaba pensado, si es que estaba pensado en absoluto, para el confort de la oveja misma. Fue colocado en ella por el Todopoderoso para que aquellos hechos a su imagen lo arrancaran y vistieran. Las formas fósiles encontradas en las rocas no eran los restos bonâ fide de criaturas que vivieron y perecieron cuando los cimientos calcáreos de los continentes se estaban formando en los antiguos lechos marinos. Eran falsificaciones, diseñadas astutamente por una providencia sospechosa, e intercaladas entre los estratos «para poner a prueba la fe de los creyentes» [6]. El arco iris era un fenómeno que nada tenía que ver con las leyes de la reflexión y la refracción. Era un signo o sello estampado en las mortecinas tormentas como promesa de que no se volvería a utilizar la inmersión como castigo para los pecadores. El Soberano universal era concebido como un individuo poderoso y respetable, pero se suponía que la mayor parte de su tiempo y sus preocupaciones estaban dedicadas a regular y restaurar a sus ilustres semejantes.
La historia de la evolución intelectual es la historia de la desilusión. Las estrellas, ahora lo sabemos, no son escotillas, sino mundos. Arden porque son fuego. Arden y dan vueltas obedeciendo a sus propias inercias inmutables, igual que la Tierra. Ardían y giraban cuando las materias elementales de la Tierra se mezclaron indistintamente con los gases del Sol, y arderán y girarán cuando el último habitante de este terrón se haya disuelto en átomos eternos. La Tierra no es la capital del cosmos ni el objeto de la preocupación celestial. La Tierra es un sátrapa del Sol —un subordinado entre sirvientes, y no un soberano con un séquito de estrellas. La Tierra y su contenido no fueron hechos para el hombre. No fueron hechos en absoluto. Han evolucionado. Se han ahuecado las fosas del mar, se han levantado las montañas y se han plantado y poblado los continentes a través de las mismas propensiones que rigen todo el universo. Las materias primas de la Tierra salieron de las sustancias del Sol, y la combinación y actividad de estos elementos y sus derivados produjeron todas las formas multitudinarias, los fluidos, las plantas, los animales y la sociedad. Las flores que «se ruborizan sin que nadie las mire» no necesariamente «desperdician su dulzura en el aire del desierto» [7], como tan melodiosamente lo imagina el poeta. Los colores y aromas de las flores sirven a su propósito —que no es otro que asegurarse el servicio de los insectos en la fertilización— tanto si son percibidos por los sentidos humanos como si no. Las razas no humanas no fueron hechas para los humanos. Han evolucionado —las formas superiores a partir de las inferiores, y éstas a partir de otras más inferiores aún—, del mismo modo que las sociedades superiores de los hombres han evolucionado, desde una perspectiva histórica, a partir de la barbarie y el salvajismo. Son nuestros antepasados. Han hecho posible la vida y la civilización humana. Hicieron sus hogares en aquellas parcelas de tierra primigenias de cuando los continentes sobre los que nos arrastramos dormían en el mar. Vivieron y amaron y sufrieron y murieron para que un ser lo suficientemente inteligente como para analizarse a sí mismo, y lo suficientemente ocioso como para recolectar los huesos de aquellos, acabara apareciendo en el planeta.
Se supone que hay algo así como un millón (quizá varios millones) de especies habitantes en la Tierra. La humana es una de ellas. Sólo poco más de algunas miles de esas especies son significativamente ventajosas para el hombre. Las especies que le son dañinas o inútiles son muchísimo más numerosas. Así pues, si las 999.999 especies no humanas que existen hubieran sido hechas para el hombre, ¿por qué fueron hechas cientos de miles de ellas sin relevancia posible para los humanos y otras tantas incluso perniciosas? Y aun en el caso de que en un arrebato milagroso de la imaginación se concibiera que las 999.999 especies que ahora viven hubieran sido hechas para el hombre, ¿cómo se explicarían los 10 o 15 millones de especies que vivieron y murieron antes de que existiera el ser humano? El tradicionista tal vez diga —acostumbrado como está a tratar los silogismos con desdén— que fueron hecho para fortalecer la «fe» de los humanos.
Si la edad de la especie humana se estima en 50.000 años y la edad del proceso vital en 100 millones, el tiempo que los hombres llevan en la Tierra, comparado con el tiempo que el planeta ha estado habitado, es de 1 contra 2.000. Y el tiempo que el planeta ha estado habitado —inmenso como es en comparación con el pequeño lapso de la historia humana— es igualmente insignificante en comparación con el enorme intervalo que tardó en enfriarse y solidificarse antes de la existencia de la vida. Y la edad toda del planeta —por muy vasta que sea— no es nada comparada con la eternidad, ese tiempo sin principio ni final durante el cual los millones siderales han sufrido, y están destinados a seguir sufriendo, transformaciones incontables e inconmensurables.
Suponer que la Tierra y su contenido, los soles, las estrellas y los sistemas del espacio fueron hechos para una sola especie habitante de una recóndita bola situada en una remota región del universo, es tanto como suponer que el gigantesco cuerpo del elefante fue hecho para el mechón de pelo de la punta de su cola. El hombre no es el fin, sino un simple incidente dentro las infinitas elaboraciones producidas por el Tiempo y el Espacio.
Implicaciones éticas de la evolución
La doctrina de la evolución orgánica, que estableció para siempre la génesis común de todos los animales, selló el destino del antropocentrismo. Los habitantes de este mundo, sea lo que sea lo que hayan sido o creído ser antes de la publicación de El origen de las especies, no podrán ser ya otra cosa que familia. La doctrina de la evolución es probablemente la revelación más importante desde las iluminaciones de Galileo y de Copérnico. Los autores de la teoría copernicana ampliaron y corrigieron el entendimiento humano al revelar al hombre la comparativa pequeñez de su mundo —descubriendo que la Tierra, que hasta entonces se suponía el centro y la capital del cosmos, es en realidad un satélite del Sol. Este descubrimiento heliocéntrico supuso un duro golpe para la concepción humana, pues representaba el mayor indicio hasta la fecha de sus verdaderos dimensiones. La doctrina de la evolución ha tenido, tiene y está destinada a seguir teniendo un efecto corrector similar sobre las concepciones naturalmente estrechas de los hombres. Fríe nuestra vanidad. Desde Darwin es imposible que un hombre cabal y honesto vaya por ahí presumiendo de haber sido «hecho a imagen y semejanza de su creador», o reivindicando con éxito un origen más honorable que el resto de las criaturas de este mundo. Y si los hombres hubieran aceptado las consecuencias lógicas de las enseñanzas que nos deja Darwin, el mundo no estaría hoy —medio siglo después de su revelación— lleno de prácticas que encuentran su único apoyo y justificación en unas tradiciones anacrónicas. Pero las consecuencias lógicas, como observa Huxley, son los espantapájaros oficiales de esa amplia y prolífica clase de defectuosos a quienes suele conocerse como necios. La doctrina de la evolución es aceptada de una u otra forma por prácticamente todo el que razona. Se enseña incluso en las cartillas escolares. Pero mientras que la biología de la evolución ya apenas se cuestiona, la psicología y la ética de la revelación darwiniana, aunque se desprende de las mismas premisas, y casi de forma igual de inevitable, aún no está generalizada. La revelación de Darwin, como cualquier otra revelación, es percibida con más lentitud por quienes trabajan en los departamentos donde los fenómenos son más intangibles y complejos.
El propio Darwin dijo que «el amor por todas las criaturas vivientes es el más noble atributo del hombre«. Gigante como era, percibió más claramente que cualquiera de sus coetáneos, más claramente incluso que sus sucesores, el objetivo último de la evolución del altruismo. Porque dice: «Adelantado el hombre en civilización, y reuniéndose las pequeñas tribus en comunidades más grandes, la simple razón indica a cada individuo que debe extender sus instintos sociales y su simpatía a todos los miembros de la misma nación, aunque personalmente le sean desconocidos. Llegado a este punto, sólo una barrera artificial se opone a que sus simpatías se hagan extensivas a los hombres de todas las naciones y las razas. Desgraciadamente, la experiencia nos muestra cuánto tiempo se necesita para que lleguemos a considerar como semejantes nuestros a los hombres de otras razas, que presentan con la nuestra una inmensa diferencia de aspecto y de costumbre. La simpatía que llega más allá de los límites del hombre, es decir, la compasión por los animales, parece ser una de las adquisiciones morales más recientes. Exceptuando la que sienten por sus animales favoritos, es desconocida por los salvajes. Por cuanto he podido observar por mí mismo, casi todos los gauchos de la Pampa carecen de la más leve idea de humanidad. Esta virtud, una de las más nobles del hombre, parece surgir de manera incidental cuando nuestras simpatías se tornan más delicadas y se difunden ampliamente hasta extenderse a todos los seres con sentimientos». [8]
Por lo general, las influencias de una doctrina lo suficientemente antigua y preciada como para haberse incorporado a la vida y a las instituciones de una raza, persisten, por mero impulso, mucho tiempo después de que la sustancia de la doctrina haya sido destruida. Esto es eminentemente cierto en el caso de esa idea errónea que ha llegado hasta nosotros sobre la naturaleza y el origen de los hombres y sus relaciones con el universo. Darwin ha vivido, ha derramado su luz sobre el mundo, y ha vuelto al polvo del que vino. Los hombres ya no creen realmente que las demás razas y los demás mundos hayan sido hechos para ellos. Pero siguen actuando de la misma manera que cuando lo creían. Esta afirmación se aplica no sólo a esas inteligencias medias provistas sólo de nociones rudas y anticuadas sobre cualquier cosa, sino también a miles de hombres y mujeres que pretenden tener concepciones actualizadas de sí mismos y del universo —hombres y mujeres que se destacan incluso por su afición por recordar a los demás sus propias inconsistencias, hombres y mujeres que:
«Compuestos de los pecados por los que se inclinan,
condenan a quienes tienen la intención de cometerlos.» [9]
La doctrina del parentesco universal no es una doctrina nueva, nacida a lomos de lo más brillante del entendimiento moderno. Es tan antigua casi como la filosofía humana. Fue enseñada por Buda hace 2.400 años. Y las enseñanzas de esta alma divina, extendidas por las llanuras y penínsulas de Asia, ha templado el carácter de innumerables millones de personas. También fue enseñada por Pitágoras y toda su escuela de filósofos, y practicada rigurosamente en su vida cotidiana. Plutarco, uno de los más grandes personajes de la antigüedad, escribió varios ensayos defendiéndola. En estos ensayos, así como en muchos pasajes de sus escritos en general, demuestra que estaba muy adelantado a sus contemporáneos en la amplitud e intensidad de su naturaleza moral, así como adelantado también a la inmensa mayoría de quienes viven en la actualidad, 2.000 años después. Shelley, entre los poetas modernos, y Tolstoi, en estos últimos tiempos, son otros dos eminentes adeptos a esta santa causa.
Allá donde predomina el budismo, se encuentra, con mayor o menor pureza, y como uno de los principios cardinales de su fundador, la doctrina de la sacralidad de toda vida sintiente. Pero la raza aria occidental ha permanecido firmemente sorda a las súplicas de sus Shelleys y sus Tolstois debido a la influencia dominante de sus religiones antropocentristas. Hasta la llegada de Darwin y su escuela de pensadores, no hubo base para la esperanza en un mundo reformado. Hoy, el planeta está ya listo para está vieja-nueva doctrina. La tradición está perdiendo su poder sobre la conducta y las concepciones de los hombres como nunca antes, y la ciencia es cada vez más influyente. Una verdad capital de la filosofía darwiniana es la unidad y consanguinidad de toda la vida orgánica. Y durante el próximo siglo o dos se le otorgará al corolario ético de esta verdad un reconocimiento sin precedentes por parte de todas las áreas del razonamiento humano. La ignorancia y la inercia son fenómenos temibles. Perduran en la mente humana como el granito. Pero los cinceles incansables de la evolución son invencibles. Y llegará el momento en que las costumbres y las concepciones antropocéntricas, que hoy son tendencia por el hecho de ser «divinas», no serán más que un recuerdo histórico. El movimiento a favor de sustituir la tradición y la barbarie por la ciencia y el humanismo, tan débil, lánguido y marginal hoy día, tiene como destino final la conquista de la especie humana.
Conclusión
Todos los seres son fines; ninguna criatura es un medio. No todos los seres comparten los mismos derechos, como tampoco todos los hombres; pero todos tienen derechos. El único fin que hay es el proceso de la vida —no el hombre ni ningún otro animal privilegiado con la capacidad de tejer una filosofía del mundo. Los seres no humanos no fueron hechos para los seres humanos, como tampoco los seres humanos fueron hechos para los no humanos. Así como la mente infantil del hombre supuso las esferas siderales como satélites insustanciales de la Tierra, pero el entendimiento más maduro las señala como mundos con propósitos y materialidades propias, y de tal magnitud y número que hacen de la insignificancia terrestre algo espantoso, así también, los miles de millones de habitantes de los mares, los campos y las atmósferas de la Tierra a quienes los niños iletrados de nuestra raza tomaron por simples baratijas de los hombres, son ahora conocidos por todos aquellos capaces de interpretar la nueva revelación como seres con el mismo origen, la misma naturaleza, las mismas estructuras, las mismas ocupaciones, y los mismos derechos generales a la vida y la felicidad que nosotros mismos.
Los habitantes de la Tierra muestran una variedad infinita de expresiones vitales. Nadan en las aguas, se elevan en los cielos, se escurren entre las rocas, trepan por los árboles, corretean por las llanuras y se deslizan entre la hierba. Algunos nacen para un único verano, otros para un siglo, y otros, para revolotear un solo día. Son negros, blancos, azules, dorados…, de todos los colores del espectro. Algunos son sabios y otros simples; algunos son grandes y otros microscópicos; algunos viven en torres y otros en campanillas; algunos vagan por mares y continentes, y otros dormitan su sueño diurno en una sola hoja danzante. Pero todos son hijos de una madre común y cohabitantes de un idéntico planeta. El porqué están aquí, en este mundo, y no en otro; el porqué es un mundo tan lleno de indeseables; y el porqué habría sido mejor quizá que esta bola sobre la que cabalgan y aletean hubiera sido esterilizada en un principio, son problemas demasiado profundos y desconcertantes para la mayoría de ellos. Pero ya que están aquí, y ya que son demasiado orgullosos o demasiado supersticiosos como para querer morir, y están rodeados de inmensidades tan frías y voraces, ¿no sería más apropiado que fuésemos amables y serviciales los unos con los otros y habitásemos juntos como miembros afectuosos y comprensivos de una gran familia?
Actúa con los demás como lo harías con una parte de tu propio ser.
Esta es la Gran Ley, el evangelio inclusivo de la salvación social. Es la regla de rectitud y perfección que han sostenido, con mayor o menor perfección, los sabios y profetas de todas las épocas.
Escuchad a Confucio, el gigante de Mongolia, el ídolo y legislador de todo un tercio de la humanidad:
«No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti.»
Y de nuevo dice:
«No permitas que un hombre haga a los de abajo lo que no quiere que se haga a los de arriba.»
Una y otra vez el ilustre maestro repite estos preceptos a sus discípulos y compatriotas.
En el Mahabharata, la gran epopeya del sánscrito, escrita por moralistas indios en varias épocas, y que representa la sabiduría acumulada de uno de los pueblos más maravillosos, encontramos estas palabras:
«Trata a los demás como quieres que te traten a ti.»
«Lo que a ti mismo te contraría, no lo hagas a tu prójimo.»
«El hombre obtiene una regla de acción mirando a su prójimo como a sí mismo.»
Estas mismas verdades fueron también enseñadas por Jesús, aquel galileo divino, el gran maestro y salvador del mundo occidental:
«Amarás a tu prójimo como a ti mismo.»
«Haz a los demás todo lo que quieras que te hagan a ti.»
¡Ojalá estas palabras estuvieran grabadas a fuego y estampadas con ardientes caracteres en los apagados y fríos corazones de este mundo!
Actúa con los demás como lo harías con una parte de tu propio ser.
Mirad y tratad a los demás como a vuestras propias manos, a vuestros propios ojos, a vuestro propio corazón y a vuestra propia alma —con infinita delicadeza y compasión— como miembros sufrientes y gozantes del mismo Gran Ser que vosotros. Este es el espíritu de un universo ideal, el espíritu de tu propio ser. Sólo esto puede redimir a este mundo y darle la paz y la armonía que tanto anhela. Sí,
«Tantos dioses, tantos credos,
tantos caminos que serpentean y serpentean, mientras que el arte de ser amables todo lo que el triste mundo necesita.» [10]
¡Cuánta locura, dolor, y falta de armonía en este mundo malogrado! ¡Qué pobre, débil, envenenada y monstruosa es la naturaleza de sus hijos! ¿Quién puede contemplar todo esto sin dolor, lástima, consternación y lágrimas? ¡Qué oportunidad para la filantropía, si el «Todopoderoso» de nuestras tradiciones se pusiera a ello!
Sí, actúa con las demás como te gustaría que ellos actuarán contigo —y no sólo con el hombre oscuro y la mujer blanca, sino también con el caballo alazán y la ardilla gris; no sólo con las criaturas de tu misma anatomía, sino con todas las criaturas. En ningún lugar encontrarás a seres destrozados y hundidos que no se alcen ante la llegada de un corazón bondadoso, o cuyas almas no se encojan y oscurezcan frente a la inhumanidad. Vive y deja vivir. Haz más. Vive y ayuda a vivir. Haz a los seres por debajo de ti lo que quisieras que te hicieran los seres por encima de ti. Apiádate de la tortuga, del saltamontes, del pájaro y del buey. ¡Pobres criaturas subdesarrolladas y subinstruidas! En sus oscuras y humildes vidas, la luz del sol se desvía con frecuencia, aun cuando no es la mano del hombre lo que cae sobre ellos. Son nuestros compañeros mortales. Salieron del mismo vientre misterioso del pasado, están viviendo el mismo sueño, y están destinados al mismo final melancólico que nosotros mismos. Seamos bondadosos y misericordiosos con ellos.
«¿Quieres acercarte a la naturaleza de los dioses? Acércate a ella, entonces, siendo misericordioso; La dulce misericordia es el verdadero signo de la nobleza.» [11]
Seamos fieles a nuestros ideales, fieles al espíritu de la Compasión Universal —así caminemos con el gusano que vaga en el crepúsculo de la conciencia, con las formas emplumadas de los campos y los bosques, con las vacas de las praderas, con el simple salvaje en las orillas del río, con esos fogueos políticos que los hombres llaman sus esposas, o con los marginados de la industria humana.
¡Pobre mundo! ¡Pobre mundo sufriente, ignorante y atemorizado! ¿Cómo pueden los hombres estar tan ciegos o trastornados como para pensar que el mundo es bueno? ¿Cómo pueden ser tan fríos y satánicos como para no conmoverse ante los lamentos, la angustia, las convulsiones y las lágrimas que brotan de sus aflicciones?
Pero el mundo está mejorando. Y en el futuro —en las largas y largas edades venideras— ¡llegará su redención! El mismo espíritu de empatía y fraternidad que rompió los grilletes del negro y derrite hoy las cadenas de la mujer blanca, mañana emancipará al obrero y al buey; y, a medida que las edades florezcan y las grandes ruedas de los siglos avancen, el mismo espíritu desterrará el egoísmo de la Tierra, y convertirá el planeta finalmente en un espectáculo ininterrumpido e incomparable de Paz, Justicia y Solidaridad.
John Howard Moore
The Universal Kinship, 1906
NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1– Nota del traductor: Como alguna vez pasada, he reemplazado el término «simpatía» por «empatía» para evitar las confusiones que podría suscitar el significado ordinario del primero. El sentido coloquial de «empatía» se ajusta bien a lo que el autor está expresando.
2– Nota del traductor: Se puede ver una reproducción del grabado en este enlace.
3– Nota del traductor: Doy por supuesto que los «fans» que menciona el autor en el original (y de los que no he hallado referencia alguna) deben ser los «fang», pues es una tribu que se asocia habitualmente con el antropólogo Paul du Chaillu.
4– He visto muchas veces cómo se perseguía a las vacas por toda su finca natal, dando vueltas y más vueltas, a través de campos y corrales, cruzando arroyos y vallas; se las perseguía hasta que estaban completamente agotadas, y se las azotaba y golpeaba hasta que sus caras y espaldas estaban cubiertas de heridas, antes de obligarlas a abandonar para siempre la vieja granja donde habían nacido y se habían criado.
5– Nota del traductor: Oseas 4:3
6– Nota del traductor: Cita de Philip Henry Gosse (Omphalos: an attempt to untie the geological knot, 1857). 7 – N. del T.: Cita de Thomas Grey (Elegía escrita en un cementerio de aldea, 1751). 8 – Charles Darwin, 1871. El origen del hombre.9 – N. del T.: Cita de Samuel Butler (Hudibras, 1664).10 – N. del T.: Cita de Ella Wheeler Wilcox (La necesidad del mundo, 1896).11 – N. del T.: Cita de William Shakespeare (Tito Andrónico [Acto I, Escena 1], 1593).
Quien es John Howard Moore
John Howard Moore [1862 – 1916] fue un zoólogo, filósofo y educador. Se le considera uno de los primeros defensores, aunque descuidados, de los derechos de los animales y el vegetarianismo ético, y fue una figura destacada en el movimiento humanitario estadounidense. Moore fue un escritor prolífico, autor de numerosos artículos, libros, ensayos, folletos sobre temas que incluyen los derechos de los animales, la educación, la ética, la biología evolutiva, el humanitarismo, el socialismo, la templanza, el utilitarismo y el vegetarianismo. También dio conferencias sobre muchos de estos temas y fue ampliamente considerado como un orador talentoso, lo que le valió el nombre de «lengua de plata de Kansas» por sus conferencias sobre la prohibición.
Editorial Cultura Vegana
www.culturavegana.com
FUENTES BIBLIOGRÁFICAS
1— Este artículo de John Howard Moore es una parte del libro The Universal Kinship y esta es una versión traducida por Igor Sanz
2— culturavegana.com, «Por qué soy vegetariano», John Howard Moore, Editorial Cultura Vegana,
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