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Un viaje a la mente animal

Publicación: 28 febrero, 2024 |

Lo que la ciencia puede decirnos sobre cómo otras criaturas experimentan el mundo.

En medio de la aglomeración humana de la vieja Delhi, a las afueras de un bazar medieval, un edificio rojo con jaulas en el techo se eleva tres pisos sobre un laberinto de puestos con luces de neón y callejones estrechos, con su planta superior adornada con tres palabras: hospital de aves.

En un caluroso día de la primavera pasada, me quité los zapatos en la entrada del hospital y caminé hasta el vestíbulo del segundo piso, donde un empleado de unos 20 años estaba tratando a los pacientes. Una mujer mayor colocó una caja de zapatos delante de él y levantó la tapa, mostrando un periquito blanco ensangrentado, víctima del ataque de un gato. El hombre que estaba frente a mí en la fila sostenía en una pequeña jaula una paloma que había chocado contra una torre de vidrio en el distrito financiero. Una niña de no más de 7 años que entró tras de mí agarraba con sus propias manos una gallina blanca con el cuello torcido.

La sala principal del hospital era una habitación estrecha, de 40 pies de largo, con jaulas apiladas a lo largo de las paredes y ventiladores en el techo, con las aspas cubiertas por una rejilla para no atrapar las alas batientes. Caminé a lo largo de la habitación, realizando un censo aproximado. Muchas de las jaulas parecían vacías al principio, pero al aproximarme encontraba algún pájaro en su interior, generalmente una paloma, sentada en la penumbra.

El más joven de los veterinarios del hospital, Dheeraj Kumar Singh, estaba haciendo su ronda con pantalones vaqueros y una máscara de cirujano. El más antiguo de los veterinarios del lugar ha estado trabajado en el turno de noche durante más de un cuarto de siglo, dedicando decenas de miles de horas a extirpar tumores a la aves, aliviar su dolor con medicamentos y administrar antibióticos. En comparación, Singh es un novato, pero nadie lo diría a juzgar por su manera de inspecciona una paloma, dándole la vuelta en sus manos, rápida pero suavemente, de una forma similar a como uno maneja un teléfono móvil. Mientras hablábamos, le hizo un gesto a uno de los asistente, que le entregó un vendaje de nylon que estiró dos veces alrededor del ala de la paloma, colocándolo con un toque nada sentimental.

Este hospital de aves es uno de los varios construidos por los devotos del jainismo, una antigua religión cuyo mandamiento supremo prohíbe la violencia no sólo hacia los humanos, sino también hacia los animales. Una serie de pinturas en el vestíbulo del hospital ilustra a qué extremo aceptan algunos jainistas esta prohibición. En ellos, un rey medieval con túnica azul mira a través de la ventana de un palacio a una paloma que se aproxima, con el ala ensangrentada por las garras de un halcón marrón que aún la persigue. El rey atrae al ave más pequeña hacia el palacio, enfureciendo al halcón, que exige una restitución por la comida que ha perdido, por lo que el rey se corta su propio brazo y pie para alimentarlo.

Mi visita al hospital de aves, y a la India, respondía al deseo de observar de primera mano cómo funciona en el mundo el sistema moral de los jainistas. Los jainistas representan menos del 1% de la población de la India. A pesar de haber estado miles de años criticando a la mayoría hindú, ha habido veces en que los jainistas han conseguido hacerse oír en el poder. Durante el siglo XIII, convirtieron a un rey hindú y lo persuadieron para que promulgara las primeras leyes de bienestar animal del subcontinente. Hay evidencias de que los jainistas influyeron en el mismo Buda. Y un amigo jainista de Gandhi actuó como su gurú filosófico cuando éste desarrolló sus ideas más radicales en torno a la no-violencia.

En el estado de Gujarat, donde creció Gandhi, vi a monjes jainistas caminar descalzos en las frías horas de la mañana para evitar viajar en automóvil, una actividad que consideran irremediablemente violenta debido el daño que inflige a los organismos vivos, desde insectos hasta animales más grandes. Los monjes se niegan a comer vegetales de raíz, no sea que su extracción perturbe los delicados ecosistemas subterráneos. Sus túnicas blancas son de algodón, no de seda, lo que requeriría la destrucción de los gusanos. En la época del monzón, renuncian a los viajes para evitar las salpicaduras de los charcos que contienen microbios, cuya existencia fue propuesta por los jainistas mucho antes de que aparecieran bajo los microscopios occidentales.

Los jainistas se mueven por el mundo con delicadeza porque creen que los animales son seres conscientes que experimentan, en diversos grados, emociones análogas al deseo, el miedo, el dolor, la tristeza y la alegría de los humanos. La idea de que los animales son conscientes no fue muy popular en Occidente, pero últimamente ha logrado el favor de los científicos que estudian la cognición animal. Y no sólo respecto a los casos obvios: primates, perros, elefantes, ballenas y otros. Los científicos están hallando evidencias de una vida interior en criaturas que parecen alienígenas, seres que evolucionaron a partir de ramas cada vez más distantes en el árbol de la vida. En los últimos años, se ha vuelto habitual hojear una revista como ésta y leer acerca de un pulpo que usa sus tentáculos para abrir la tapa de un frasco o que rocía con el agua del acuario la cara de un postdoctorado. Para muchos científicos, el misterio ya no es qué animales son conscientes, sino cuáles no lo son.

Ningún aspecto de este mundo es tan misterioso como la conciencia, el estado que da ánimo a cada momento de vigilia, la sensación de estar ubicado en un cuerpo que existe dentro de un mundo más grande de color, sonido y tacto, todo filtrado a través de nuestros pensamientos e imbuido por las emociones.

Incluso en esta era secular logra conservar la conciencia un brillo místico. Alternativamente, se describe como la última frontera de la ciencia, como algo mágico e inmaterial que supera los cálculos científicos. David Chalmers, uno de los filósofos más respetados del mundo sobre el tema, me dijo en una ocasión que la conciencia podría ser una de las características fundamentales del universo, como el espacio-tiempo o la energía. Dijo que podría estar relacionado con el funcionamiento diáfano e indeterminado del mundo cuántico, o algo no físico.

Las consideraciones metafísicas ocupan la falta de una explicación científica satisfactoria de la conciencia. Sabemos que los sistemas sensoriales del cuerpo envían información sobre el mundo externo a nuestro cerebro, donde se procesa, secuencialmente, mediante capas neuronales cada vez más sofisticadas. Pero no sabemos cómo se integran esas señales en una imagen uniforme y continua del mundo, un flujo de momentos experimentados por un foco de atención itinerante —un «testigo», como lo llaman los filósofos hindúes.

En Occidente, se pensó durante mucho tiempo que la conciencia era un don divino otorgado exclusivamente a los humanos. Los filósofos occidentales históricamente concebían a los animales nohumanos como autómatas insensibles. Aun después de que Darwin demostrase nuestro parentesco con los animales, muchos científicos siguieron creyendo que la evolución de la conciencia era un acontecimiento reciente. Pensaron que la primera mente había despertado poco después de que nos separásemos de los chimpancés y los bonobos. En su libro de 1976, El origen de la conciencia en la ruptura de la mente bicameral, Julian Jaynes argumentó en favor de un momento aún más tardío. Dijo que el desarrollo del lenguaje fue el que nos condujo, cual Virgilio, a los profundos estados cognitivos capaces de construir mundos experienciales.

La idea de que la conciencia pertenecía a una época reciente comenzó a cambiar en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, a medida que fue incrementando el número de científicos desempeñados en el estudio sistemático de los comportamientos y estados cerebrales de las distintas criaturas de la Tierra. Ahora, cada año trae consigo una serie nueva de trabajos de investigación que, en conjunto, sugieren que son muchos los animales provistos de conciencia.

Probablemente, hace más de 500 millones de años, una carrera armamentista entre el depredador y la presa provocó el despertar del primer animal consciente de la Tierra. Ese instante, ese parpadeo de la primera mente, fue un evento cósmico que abrió posibilidades que no estaban previamente contenidas en la naturaleza.

Ahora parece existir, junto con el mundo de los humanos, todo un universo de vívidas experiencias animales. Los científicos merecen ser reconocidos por iluminar, aunque sólo sea parcialmente, esta nueva dimensión de nuestra realidad. Pero no pueden decirnos nada en cuanto cómo debemos actuar con los billones de mentes con los que compartimos la superficie de la Tierra. Ese es un problema filosófico, y como la mayoría de los problemas filosóficos, perdurará durante largo tiempo.

Aparte de Pitágoras y algunos otros, los antiguos filósofos occidentales no transmitieron una rica tradición de pensamiento sobre la conciencia animal. Pero los pensadores orientales siempre han estado obsesionados por sus implicaciones, especialmente los jainistas, que han tomado en serio la conciencia animal y sus repercusiones morales durante casi 3.000 años.

Muchas creencias jainistas ortodoxas no resisten el escrutinio científico. La fe no goza de acceso privilegiado a la verdad, así sea mística o de otra índole. Pero como probable primera cultura del mundo en extender su compasión a los animales, los jainistas fueron pioneros en practicar una expansión profunda de la imaginación moral humana. Los sitios en que adoran y atienden a los animales son, a mi parecer, el lugar ideal desde donde contemplar la actual frontera de la investigación sobre la conciencia animal.

En el hospital de aves, le pregunté a Singh si alguno de sus pacientes le había dado algún problema. Dijo que uno se negaba a ser alimentado en la mano y que a veces le hacía sangrar cuando trataba de cogerlo. Me condujo a otra habitación para que viera a aquella belicosa ave, un cuervo indio cuyas plumas eran negras como un disco de vinilo, con una banda de color café alrededor del cuello. El cuervo mantenía abierta una de sus alas. La luz de una ventana cercana se filtraba a través de las plumas, dándole al ala la apariencia de una persiana veneciana. Singh me dijo que la tenía rota.

«Algunos días después de llegar, comenzó a usar una llamada especial cada vez que quería comer», dijo Singh. «Ninguna de las otras aves lo hace». El canto no es el único recursos empleado por las aves a la hora de comunicarse con los humanos. Un loro gris llegó a acumular un vocabulario de hasta 900 palabras, y, en la India, algunos han llegado a ser entrenados para que reciten los mantras védicos. Pero las aves rara vez han reunido símbolos verbales en sus propias proto-oraciones originales. Y, por supuesto, ninguno se ha declarado consciente.

Es una pena, porque los filósofos tienden a considerar tales afirmaciones como la mejor evidencia posible de la conciencia de otro ser, incluso entre los humanos. Sin ellas, no importa cuánto tiempo me pase mirando la pupila negra de un cuervo deseando poder alcanzar la fantasmagoría de su mente, ya que nunca podré saber realmente si es consciente. Tendré que contentarme con la evidencia circunstancial.

Los cuervos tienen un cerebro inusualmente grande para su tamaño, y sus neuronas, en relación con otros animales, están densamente empaquetadas. Los neurocientíficos pueden medir la complejidad computacional de la actividad cerebral, pero ninguna exploración cerebral ha revelado una firma neuronal precisa de la conciencia. Por tal motivo, es difícil argumentar que un animal en particular sea consciente en base a una estricta interpretación neuroanatómica. Sin embargo, que el cerebro de un animal se asemeje al nuestro resulta sugestivo, como es el caso de los primates, los primeros animales cuya conciencia fue reconocida bajo un consenso científico prácticamente unánime.

En general, se cree que los mamíferos son conscientes, ya que comparten con nosotros el tamaño relativamente grande del cerebro, así como la corteza cerebral, el lugar donde parecen tener lugar nuestras hazañas cognitivas más complejas. Las aves no tienen corteza. En los 300 millones de años que han transcurrido desde que el conjunto de genes aviares se separó del nuestro, sus cerebros han evolucionado hacia estructuras diferentes. Pero una de esas estructuras parece estar interconectada de manera similar a como lo está la estructura cortical, una tentadora pista de que la naturaleza puede emplear más de un método a la hora de crear un cerebro consciente.

Se pueden encontrar otras pistas en el comportamiento de un animal, aunque separar los actos conscientes de aquellos que son evolutivos e irracionales puede ser difícil. El uso de herramientas es un caso instructivo. Las rapaces australianas «lanzafuegos» a veces arrojan haces de palos en llamas de los incendios forestales sobre los entornos vecinos con el fin de ahuyentar a sus presas. Esto podría significar que las rapaces tiene la capacidad de considerar una parte del entorno físico e imaginar un nuevo propósito a partir de ello. O tal vez se trate de un ejercicio de memoria.

Los cuervos se encuentran entre los tecnólogos aviares más sofisticados. Desde hace tiempo se sabe que moldean los palos en forma de gancho, y hace apenas un año se observó a los miembros de una especie de cuervo construyendo herramientas a partir de tres partes separadas. En Japón, una población de cuervos ha descubierto cómo servirse del tráfico para abrir las nueces: los cuervos dejan caer una nuez frente a los coches en un cruce, y luego, cuando la luz del semáforo se pone roja, se abalanzan para recoger la carne expuesta.

Mientras Singh y yo charlábamos, el cuervo se aburrió de nosotros y se volvió hacia la ventana, como para inspeccionar su débil reflejo. En 2008, una urraca —un miembro de la extensa familia de los córvidos o «monos emplumados», la misma que la de los cuervos— se convirtió en el primer no-mamífero en superar la «prueba del espejo». El cuello de la urraca había sido marcado con un punto brillante en un lugar que sólo podía ser visto en un espejo. En cuanto la urraca pudo ver su reflejo, pasó inmediatamente a inspeccionarse el cuello.

Singh me dijo que aquel cuervo pronto sería trasladado arriba, a una de las jaulas expuestas del techo, donde las aves tienen más espacio para probar sus aún frágiles alas, a la vista de un cielo abierto que seguramente se aprecie más extenso en la conciencia de un pájaro. Con suerte, pronto volvería a esa enérgica vida de la que tanto gustan los cuervos salvajes, que a veces juegan como acróbatas en las corrientes fuertes o esquían sobre las superficies nevadas. (Las aves que mueren en este hospital son enterradas a lo largo de un lecho de un río a las afueras de Delhi, un detalle que en el caso de los cuervos resulta muy apropiado, ya que a veces celebran funerales o, si no funerales, postmortems, donde se reúnen alrededor de sus muertos al modo de los detectives de homicidios cuando investigan las causas de un asesinato.)

Le pregunté a Singh cómo se sentía cuando soltaba a los pájaros en la azotea. «Estamos aquí para servirles», dijo, y luego me indicó que no todas las aves se alejan de inmediato. «Algunas de ellas regresan y se posan sobre nuestros hombros».

Los cuervos no suelen hacerlo, pero Singh a veces ve a antiguos pacientes cuervos rondando por el hospital. Puede que lo estén buscando. Los cuervos reconocen los rostros humanos individuales. Se sabe que lanzan voces violentas hacia las personas que no les gustan, pero a sus humanos favoritos a veces les dejan regalos (botones o trocitos de cristal) allá donde saben que la persona los verá, al modo de ofrendas votivas.

Si estas conductas representan conciencia, entonces implica una de dos cosas: o que la conciencia evolucionó al menos dos veces en el curso de la historia evolutiva, o que lo hizo en algún momento antes de que las aves y los mamíferos emprendieran viajes evolutivos separados. Ambos escenarios nos dan un motivo para creer que la naturaleza es capaz de unir moléculas que den lugar a la mente con mayor facilidad de la supuesta en el pasado. Esto significa que, a lo largo de todo el planeta, tanto en animales grandes como en pequeños, se están generando constantemente vívidas experiencias que guardan algún tipo relación con las nuestras.

Al día siguiente de visitar el hospital de aves, salí de Delhi en automóvil, en una carretera que sigue el río Yamuna desde el sur hacia el este, lejos de sus heladas fuentes entre las crestas serradas del Himalaya. Las aguas residuales de Delhi han ennegrecido largos tramos del Yamuna, convirtiéndolo en uno de los ríos más contaminados del mundo. Desde la carretera, podía ver botellas de plástico flotando en su superficie. En la India, donde los ríos ocupan un lugar especial en el imaginario espiritual, esto representa una infamia metafísica.

En un tiempo, hubo millones de peces nadando en el río Yamuna, antes de que fuera profanado por la tecnosfera humana, que hoy en día alcanza a casi todos los cuerpos acuáticos de la Tierra. Incluso el punto más profundo del océano está lleno de basura: recientemente fue observada una bolsa de supermercado a la deriva en las profundidades de la Fosa de las Marianas.

La última vez que nadamos con la misma reserva genética que aquellos animales que evolucionaron hasta convertirse en peces fue hace unos 460 millones de años, más de 100 millones de años antes de que nos separásemos de las aves. Esta extensión de tiempo ha sido para algunos excesivamente radical para la asunción de nuestro parentesco, una de las razones por las cuales el universo siempre cambiante descrito por Darwin ha tardado tanto en alojarse en la conciencia humana colectiva. Y, sin embargo, nuestras manos son aletas convertidas y nuestro hipo es un vestigio de la respiración branquial.

A menudo da la impresión de que los científicos enjuicien a los peces por su negativa a unirse a nuestro éxodo hacia ese reino supracuático y de atmósfera etéreo gaseosa. Su incapacidad para ver más allá de ese entorno turbio suyo se interpreta a veces como un deterioro cognitivo. Pero evidencias actuales indican que los peces tienen unas mentes ricas en recuerdos; algunos son capaces de recordar asociaciones incluso pasados más de 10 días.

También parecen ser capaces de engañar. Las truchas hembras son capaces de «fingir orgasmos», temblando como si estuvieran a punto de poner huevos, tal vez para que los machos no deseados liberen su esperma y sigan su camino. Poseemos imágenes de alta definición de meros que se asocian con anguilas para hacer salir de los arrecifes a sus presas, mediante acciones mutuas coordinadas mediante sofisticadas señales hechas con la cabeza. Este comportamiento sugiere que los peces poseen una teoría de la mente, la capacidad para especular sobre los estados mentales de otros seres.

Un conjunto de conductas surgidas a partir de experimentos diseñados para determinar si los peces sentían dolor resulta aún más inquietante. Como uno de los estados más intensos de la conciencia, el dolor es algo más que la mera detección del daño. Incluso las bacterias más simples tienen sensores en sus membranas externas; cuando los sensores detectan trazas de alguna sustancia química peligrosa, las bacterias responden con un reflejo evasivo programado. Pero las bacterias no tienen un sistema nervioso central capaz de integrar estas señales en una imagen tridimensional del entorno químico.

Los peces tienen muchos más tipos de sensores que las bacterias. Sus sensores se activan cuando la temperatura del agua aumenta, cuando entran en contacto con sustancias químicas corrosivas, o cuando un anzuelo rompe sus escamas y su carne. En el laboratorio, cuando los labios de las truchas son inyectados con ácido, los peces no sólo dan respuestas locales. Sus cuerpos al completo se sacuden de un lado al otro, hiperventilando, frotando sus bocas contra los costados del tanque o la grava del fondo. Estos comportamientos cesan en cuanto los peces reciben morfina.

Tales acciones ponen en duda la ética de la investigación misma. Pero las experiencias que soportan los peces de laboratorio no son nada en comparación con las que soportan los billones de animales acuáticos que los humanos extraen anualmente, sin miramiento alguno, de los océanos, ríos y lagos. Algunos peces todavía están vivos horas más tarde, cuando son introducidos en los mal iluminados tubos de refrigeración de las cadenas de distribución global de los productos marinos.

El dolor de los peces puede que sea algo distinto del nuestro propio. En esa elaborada sala de los espejos que es la conciencia humana, el dolor adquiere dimensiones existenciales. Debido a que conocemos nuestro destino mortal, y a que lamentamos la pérdida de los futuros que imaginamos, es tentador creer que nuestro dolor es el más profundo de todos los sufrimientos. Pero haríamos bien en recordar que nuestra perspectiva puede hacer que nuestro dolor sea más fácil de soportar gracias a nuestra capacidad para conocer su fecha de vencimiento. Cuando a un pez menos bendecido cognitivamente lo extraemos demasiado rápido de la presión de las profundidades, y el trauma barométrico llena su torrente sanguíneo con un ácido que abrasa sus tejidos, sus sacudidas en cubierta pueden representar un grito silencioso nacido de la creencia del pez de que ha entrado en un estado permanente de sufrimiento extremo.

Los jainistas cuentan la historia de Neminath, un hombre de la antigüedad que se dice que fue sensible a las llamadas de socorro de los otros animales. Desarrolló su inusual afecto por los animales mientras cuidaba al ganado en los prados situados a orillas del río Yamuna, en su aldea natal de Shauripur, a la que llegué cuatro horas después de salir de Delhi.

Neminath es uno de los 24 «tirthankaras» jainistas, figuras proféticas que cruzaron un río metafórico, liberándose del ciclo de nacimientos y renacimientos, antes de mostrarles a otros el camino de la iluminación. Las biografías de los tirthankaras tienden a enfatizar sus naturalezas no-violentas. Se dice que uno de ellos flotó perfectamente inmóvil en el útero, emitiendo una suerte de onda a través del líquido amniótico, para no hacerle daño a su madre.

Sólo unos pocos tirthankaras son personajes históricos confirmados, y Neminath no es uno de ellos. Los jainistas dicen que Neminath dejó su aldea para siempre el día de su boda. Esa mañana, montó un elefante con la intención de que lo condujera al templo donde se iba a casar. En el camino, escuchó una serie de gritos agonizantes, y exigió conocer su origen. El guía de elefantes de Neminath le explicó que los gritos provenían de los animales que estaban siendo sacrificados para el banquete de su boda.

Aquello transformó a Neminath. Algunas versiones de esta historia dicen que liberó a los animales supervivientes, incluido un pez al que devolvió al río con sus propias manos. Otros dicen que huyó. Todos coinciden en que renunció a su vida anterior. En lugar de casarse con su novia, se dirigió a Girnar, una montaña sagrada de Gujarat, a 40 millas del mar arábigo.

Mi propio ascenso hasta Girnar comenzó antes del amanecer. Seguí la topografía usual de la iluminación. Tenía que subir 7.000 escalones, todos construidos en la montaña, a las nueve de la mañana, para no llegar tarde a un ritual que se celebraba en un antiguo templo cerca de la cima.

El sendero estaba a sólo 50 millas del Parque Nacional Gir, donde, el día anterior, había visto a dos leones asiáticos, primos casi indistinguibles de los leones africanos. Antaño principal depredador de la región, el león asiático quedó casi extinguido durante la colonización británica de la India, cuando ningún virrey que visitara el palacio de un maharajá se quedaba sin practicar la cacería en el bosque local. Aún hoy en día, el león asiático sigue siendo uno de los grandes depredadores felinos más raros, más aún que su vecino del norte, el leopardo de las nieves, que es tan escaso que atisbar siquiera sus irregulares rayas entre las montañas del Himalaya se considera tanto como la consumación de una peregrinación espiritual.

Puse todo mi esfuerzo por sacar a los leones de mi mente, que recientemente se han expandido hasta los bosques de Girnar, mientras pasaba a oscuras junto a las pequeñas cabañas y tiendas de campaña de la base del sendero. La luz del día atrajo a unos monos langures a las rocas del linde del camino. Uno de ellos se fijó en un vendedor que instalaba un puesto de comida y agua para los peregrinos jainistas que pasaban. El mono esperó a que el hombre le diera la espalda, momento que aprovechó para entrar corriendo y coger un plátano. En el Parque Nacional Gir, había visto a los ciervos empleando a estos monos como un sistema de vigilancia ubicado en las copas de los árboles. Los monos se sientan en la cima de los árboles, vigilando a los leopardos y leones, que se confunden con la paleta ambarina y dorada de los bosques premonzónicos. Si los monos advierten a un felino al acecho, lanzan una llamada específica. Los ciervos no son los únicos que reconocen y se sirven de estas llamadas; también lo hizo el rastreador de leones que me acompañó en el parque.

En la caminata de Girnar no dejaban de adelantarme mujeres descalzas vestidas con saris iridiscentes de brillantes tonos naranjas, verdes o rosas. Sus delicadas tobilleras plateadas tintinearon a medida que avanzaban. Al llegar a un letrero que decía que todavía faltaban 1.000 pasos hasta el templo, me quité mi mochila y salté a una pared, dejando que mis piernas colgasen.

Más abajo pude ver a un viejo monje jainista con túnica blanca que subía los escalones. Parecía solo, y daba la impresión de tener problemas para respirar. Cuando los monjes y las monjas jainistas renuncian a la vida mundana, rompen con todos sus lazos familiares. Abrazan a sus hijos por última vez y juran no volver a verlos jamás, a menos que el azar los reúna en los caminos rurales que los monjes y las monjas recorren durante el resto de sus vidas, cargando con todas sus posesiones a la espalda.

Por un momento, el monje y yo tuvimos el camino entero para nosotros. Todo estaba en silencio, salvo por el zumbido de una avispa negra que revoloteaba sobre un denso grupo de buganvillas. El último antepasado que compartí con las avispas probablemente vivió hace más de 700 millones de años. El aspecto del insecto reforzó este sentido de lejanía evolutiva. Su forma alargada y el acabado mate del micro-alicatado de sus ojos le daban un aspecto demasiado ajeno como para parecer consciente. Pero las apariencias pueden engañar: se cree que algunas avispas han desarrollado ojos grandes con el fin de observar las señales sociales, y las avispas de ciertas especies son capaces de aprender las características faciales de los miembros individuales de una colonia.

Las avispas, al igual que las abejas y las hormigas, son himenópteros, un orden de animales que muestra comportamientos sorprendentemente sofisticados. Las hormigas unen sus cuerpos para construir puentes para permitir que la colonia entera supere los agujeros que obstaculizan el camino. En los laboratorios, las abejas pueden aprender a reconocer conceptos abstractos, como «similar a», «diferente de» y «cero». También aprenden unas de otras. Si una abeja idea una técnica nueva para la extracción del néctar, sus vecinas pueden imitar su comportamiento, extendiéndose por toda la colonia, o incluso a lo largo de distintas generaciones.

En un experimento, se colocó una embarcación en el centro de un lago y se atrajo a las abejas hasta ella abasteciéndola con agua azucarada. Al regresar a la colmena, las abejas comunicaron la ubicación del bote con sus danzas. Normalmente, el resto de abejas de la colmena se habría dispuesto a salir de inmediato en busca del recién revelado filón de néctar. Pero en este caso permanecieron quietas, como si hubieran consultado un mapa mental y hubiesen descartado la posibilidad de encontrar flores en medio de un lago. Otros científicos no fueron capaces de replicar este resultado, pero distintos experimentos sugieren que las abejas poseen en efecto la facultad de consultar mapas mentales de forma semejante.

Andrew Barron, un neurocientífico de la Universidad Macquarie, en Australia, ha pasado la última década identificando las finas estructuras neuronales de los cerebros de las abejas. Piensa que las estructuras en el cerebro de las abejas integran la información espacial de manera análoga a los procesos que se suceden el cerebro medio humano. Esto puede parecer sorprendente, dado que el cerebro de las abejas apenas contiene 1 millón de neuronas, en contraste con los 85.000 millones de nuestro cerebro, pero los estudios en inteligencia artificial revelan que algunas de las tareas más complejas pueden ser ejecutadas mediante circuitos neuronales relativamente simples. Las moscas de la fruta tienen sólo 250.000 neuronas, y también muestran comportamientos complejos. En los experimentos de laboratorio, cuando se enfrentan a la perspectiva de apareamiento, algunas de ellas buscan alcohol, una sustancia que altera la conciencia y que se halla naturalmente disponible en las frutas fermentadas y abiertas.

Muchos de los linajes de los invertebrados jamás han desarrollado nada más allá de un sistema nervioso rudimentario, una red de neuronas uniformemente dispersas a lo largo de una forma similar a la de los gusanos. Pero hace más de 500 millones de años, la selección natural comenzó a convertir a algunas de estas formas retorcidas en artrópodos con distintos apéndices y órganos sensoriales recién especializados, que utilizaban para liberarse de una vida errante de estímulos y respuestas.

Los primeros animales en adentrarse en el espacio tridimensional habrían encontrado un nuevo conjunto de problemas cuya solución podría haber sido la evolución de la conciencia. Tomemos a la avispa negra como ejemplo. Mientras sobrevolaba los delgados pétalos de la buganvilla, una gran cantidad de información —luz solar, vibraciones sonoras, aromas florales— estaba siendo precipitada hacia su fibroso exocráneo. Pero estas corrientes de información llegan a su cerebro en diferentes momentos. Para obtener una interpretación precisa y continua del mundo externo, la avispa necesita sincronizar estas señales. Y necesita corregir también cualquier error provocado por sus propios movimientos, un truco complejo, dado que algunos de sus sensores están localizados en las partes móviles de su cuerpo, entre ellas, su rotatoria cabeza.

Si uno de estos ancestros acuáticos de la avispa hubiese experimentado la primera conciencia embrionaria de la Tierra, no habría sido como la nuestra. Pudo haber proporcionado una imagen incolora y estéril de objetos claramente definidos. Pudo haber sido episódica, encendiéndose en algunas situaciones y apagándose en otras. Pudo haber representado un perímetro de sentimientos binarios, un borboteo de buenas y malas sensaciones experimentada por algo central y unitario. Para aquellos de nosotros que hemos visto brillar estrellas desde el otro extremo del cosmos, esta existencia resultaría claustrofóbica en un grado apenas imaginable. Pero eso no significa que no sea conciencia.

Cuando el monje llegó a la pared donde estaba descansando, la avispa se fue volando, elevándose hacia el sol hasta que la perdí de vista en medio de la luz. El monje llevaba una máscara blanca como las que usan algunos jainistas para evitar inhalar insectos y otras criaturas diminutas. Le saludé con la cabeza cuando pasó, y me recosté contra la cálida piedra de la montaña.

El monje no era más que un punto blanco sobre seis zigzags del camino cuando yo salté de la pared y continué el ascenso, con las piernas tensas por el descanso. Llegué a la entrada del complejo del templo con solo 15 minutos de antelación. Su patio de mármol brillaba en un blanco reluciente, como si hubiera sido blanqueado por el sol de la montaña.

Agachándome bajo una fila de elegantes medallones de oro, entré en la cámara interior del templo, donde decenas de velas parpadeaban en nichos intrincadamente tallados en la pared, y en plataformas que colgaban del techo con cadenas. El techo de piedra tenía tallada una flor de loto, y sus delicados pétalos se desplegaban simbolizando el surgimiento de un alma pura y etérea de los materiales embarrados de la Tierra.

Cuarenta jainistas estaban sentados en el suelo en filas ordenadas, con las piernas cruzadas en la posición de loto. Las mujeres usaban saris frescos que habían llevado a la montaña para la ocasión. Los hombres iban vestidos de blanco. Yo me coloqué al fondo.

Nos hallábamos frente a un espacio oscuro, semejante a un túnel, alineado por dos conjuntos de columnas. En el otro extremo, la luz de las velas iluminaba una estatua de mármol negro de una figura masculina sentada. Su pecho estaba incrustado con piedras preciosas, al igual que sus ojos, que parecían flotar, serenamente, en el espacio oscuro, provocando un efecto hipnótico, roto únicamente cuando el hombre que estaba sentado a mi lado tiró de mi camisa. «Neminath», dijo, señalando con la cabeza hacia la estatua.

Fue aquí, en esta montaña, donde se dice que Neminath alcanzó un estado de conciencia pura y total, con acceso perceptivo a todo el universo, incluidas todas las clases de mentes animales. Los jainistas creen que los humanos son especiales porque, en nuestro estado natural, estamos más cerca de esta experiencia iluminadora. A ninguna otra criatura de la Tierra le resulta tan fácil apreciar la conciencia del prójimo.

Los peregrinos comenzaron a cantar, empezando en un murmullo que se fue haciendo cada vez más fuerte. Uno de ellos llevó rodando un tambor gigantesco junto a la entrada del túnel y lo golpeó con un mazo oscuro. Otros dos golpearon unos platillos a la vez. Hombres y mujeres entraron por puertas opuestas, convergiendo, en dos líneas, a cada lado del túnel. Una mujer que llevaba un sari naranja y una corona dorada cruzó frente a Neminath, levantó un recipiente sobre su cabeza de mármol negro y derramó una mezcla de leche y agua bendita. Cuando terminó, un hombre de túnica blanca de la otra línea hizo lo mismo.

El canto se hizo más fuerte hasta que llegó al límite del éxtasis. Los peregrinos levantaron sus brazos y aplaudieron sobre sus cabezas, cada vez más rápido. Parecía que se aproximaba el clímax, pero entonces todo acabó. Los tambores, las campanas y los platillos se callaron, dejando un espacio sónico claro que fue llenado por un último golpe de concha.

La nota grave de la concha era larga y limpia. Sonó fuera del templo y sobre los picos antiguos. A medida que se fue apagando, me pregunté si, en los siglos venideros, este lugar podría convertirse en algo más que una casa de adoración jainista. Tal vez quede marcado como un momento en la historia humana, cuando despertamos del sueño de que somos las únicas mentes creadas por la naturaleza. Tal vez la gente venga aquí desde todos los rincones de mundo para presentar sus respetos a Neminath, quien, después de todo, es sólo un sustituto de quienquiera que fuese el primero que escuchó los gritos de los animales y entendió su significado.

Ross Andersen
Marzo, 2019

Editorial Cultura Vegana
www.culturavegana.com

FUENTES BIBLIOGRÁFICAS

1— Artículo publicado originalmente en The Atlantic con el título: A Journey into the animal mind y traducido por Igor Sanz

2— culturavegana.com, «Conciencia de cuervo», Gregg Rozeboom, 1 de octubre de 2020, Editorial Cultura Vegana, Última edición: 3 noviembre, 2020 | Publicación: 2 noviembre, 2020. Lo vi mientras conducíamos por un tramo remoto de la carretera durante nuestra primera semana en Alaska.

3— culturavegana.com, «Los cuervos son maestros de la lógica estadística», Editorial Cultura Vegana, Publicación: 13 noviembre, 2023. Un sorprendente estudio revela sus habilidades cognitivas.


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